EL PAíS › PANORAMA POLíTICO
› Por Luis Bruschtein
El debate sobre el matrimonio gay en Diputados fue tan bueno que parecía que todos estaban de acuerdo. Pero el paraíso argentino es más falso que moneda de tres pesos: todos estaban de acuerdo, pero al final los que votaron en contra, o se abstuvieron, fueron muchos más de lo que aparentaban. El resultado fue muy parejo y más coherente con la sociedad. Elisa Carrió dijo, por ejemplo, que estaba de acuerdo de “pe a pa” desde el punto de vista de los derechos. Hizo todo el discurso alrededor de ese tema, pero al final anunció que se abstenía porque la Iglesia no estaba de acuerdo. “No puedo dejar fuera de este debate a la religión”, arengó y se abstuvo como si lo que había dicho sobre la igualdad de derechos fuera sacrilegio. Como fue sacrilegio alguna vez decir que la Tierra era redonda o cuestionar la Inquisición. Su voto puso en tela de juicio su inteligencia.
Cynthia Hotton, la diputada que entró con el PRO y va en tránsito al cobismo, ha sido la portaestandarte religiosa en temas de género, familia o minorías sexuales. Hotton dijo lo que pensaba y votó en contra. Habría que ver si hubiera votado después por la unión civil, como anunció que haría la mayoría de los que votaron contra el matrimonio. Pero al menos fue clara y trató de ser respetuosa, aunque su posición no lo fuera. Gabriela Michetti no estaba en el recinto, pero decidió ingresar cuando sorpresivamente todos los discursos sonaban a un progresismo increíble. Explicó que había decidido seguir la sesión desde su oficina porque estaba mal de salud pero que había cambiado de idea. Sentenció que en la República había que separar la religión del Estado y en la discusión de ese tema también. Hizo un discurso progre y después dijo que iba a votar en contra. La mayoría de los que votaban en contra aseguraban que, si se rechazaba el matrimonio, votarían por la propuesta de unión civil, con la que tampoco está de acuerdo la Iglesia Católica. Los números estaban jugados, así que decir eso era gratis. El mismo cardenal Jorge Bergoglio había aconsejado votar por la unión civil, que pese a mejorar la situación de las parejas gay, es por sí misma una institución discriminatorio. Michetti y Carrió son amigas del cardenal y en general se alinean con la Iglesia en estos temas. La diferencia en este debate fue que Carrió lo reconoció en su discurso contraprofético y Michetti no.
El resultado fue que la mayoría de las exposiciones, tanto de los que estaban a favor, como de los que estaban en contra del matrimonio gay, eran de lo más progre. Y la sociedad argentina no es tan progre como eso. Hubo algunos fuera de la regla. Hotton aseguró que la habían amenazado de muerte, el peronista disidente Raúl Merlo evaluó que “no es justo tratar lo desigual como igual” y su compañera puntana Ivana Bianchi se enojó porque “los progres hablan de la sexualidad como placer”(¿?). El discurso real de los que se oponen a la igualdad de derechos para las minorías sexuales es burdo cuando se lo plantea en forma tan abierta. Es un eco del enano fascista que cada quien lleva dentro, así que es fácil de identificar y de descartar, por eso es un discurso que no sirve en política.
Con estas excepciones, que tuvieron el mérito de no ser hipócritas aunque sí cavernícolas, en general no hubo discursos santurrones y todos daban a entender que tenían un amigo homosexual. Había público para todos los gustos. En los palcos más altos estaba la barra antigay de la Iglesia y en los de más abajo había un cartel –entre otros más poéticos con el arco iris– que rezaba: “Los putos peronistas”. En otras épocas esa consigna se hubiera entendido como una agresión gorila. Pero no, eran peronistas que venían a apoyar.
Tanta corrección política en los discursos resultó empalagosa cuando después se verificó en la votación que había mucho de pose. Por algún motivo sociológico profundo, en temas sexuales nadie quiere parecer antiguo. Hay que tener convicción para ser mujer y enfurecerse con los que ven al sexo como placer. Soltera en puertas o al borde de una cantidad de bromas políticamente incorrectas. Después de todo, los progre sostienen que cada quien tiene derecho a elegir la opción sexual que le parezca, incluso esa, que la instala, además, como parte de una minoría sexual con los mismos derechos que las otras.
Los bloques de Nuevo Encuentro, GEN, socialistas y Proyecto Sur fueron los únicos que votaron sin deserciones a favor del matrimonio gay. Los demás dejaron en libertad de acción a sus miembros. La gran mayoría del PRO y del peronismo disidente votó en contra. También fueron más los radicales que votaron en contra que los que respaldaron la iniciativa. Y en el caso del oficialismo, las dos terceras partes votaron a favor, incluyendo al ex presidente Néstor Kirchner, que asistió especialmente a la sesión.
En una sociedad como la argentina, que todavía no es tan abierta para las minorías sexuales, el tono de los discursos dejaba cierta sensación a hipocresía. Lo suficiente como para preguntarse hasta qué punto los que impulsaron la unión civil creen realmente en lo que afirmaron o si solamente lo hicieron para oponerse con más eficacia a la figura del matrimonio que representa la mejor manera de equiparar derechos. Si la sociedad argentina fuera tan abierta como daban la impresión esos diputados, el discurso del socialista Ricardo Cuccovillo, que habló en defensa de los derechos de uno de sus hijos, que es gay, no hubiera generado tanta conmoción.
Fue una sesión donde ya se sabía el resultado positivo. También se presuponía que ese resultado será frenado en la Cámara alta. Tampoco tenía el condimento envenenado de la disputa con el Gobierno. Por el contrario, la iniciativa presentada por socialistas y Nuevo Encuentro tuvo rápidamente el respaldo de Kirchner y la mayoría de sus legisladores. Y sin embargo, la sesión fue larguísima. Todo el mundo quiso dejar sentada su posición. El mismo Cuccovillo dijo que él no pensaba intervenir y que pidió la palabra después de escuchar otras exposiciones. Más allá de la piel curtida de los legisladores y de las estrategias laberínticas de los bloques y a pesar, incluso, del tono hipócrita de muchos discursos, la sensación fue que se estaba tratando un tema importante, que allí estaban en juego los derechos de muchos seres humanos, a partir de situaciones constatables para cualquiera en miles de situaciones de la vida cotidiana.
En ese sentido, el debate sobre el matrimonio gay ha sido uno de los mejores que se dio en el Parlamento. Es como si la sociedad escuchara en voz alta sus discusiones solitarias, sus rumores y cuchicheos. Son injusticias que se discuten todo el tiempo en todos lados, que inquietan, preocupan, afectan y problematizan y que pocas veces llegan al Congreso. Y hasta es bueno que se escuche cómo suenan a voz en cuello muchas de las barrabasadas y santurronerías que se dicen en esos runrunes. Empezó como un tema menor –a muchos políticos les resulta difícil valorarlo y piensan que hasta puede ser piantavotos– y creció hasta tomar la envergadura que realmente tiene. Esa fue la sensación que dejó el debate y sería la forma de explicar el afán de tantos diputados por anotarse en la lista de oradores.
En muchas de las exposiciones había una necesidad forzada por introducir lo religioso. Y aparecía el tema con una crueldad inusitada. Lo religioso como lo estigmatizante, como una especie de verdugo al que se respeta por temor. Impulsada por los dos últimos papas, la Iglesia Católica interviene en este tipo de temas al estilo de una policía medieval. En España, la diputada Mercedes Aroz, antigua comunista catalana y actual dirigente del socialismo, se convirtió al catolicismo repentinamente en el 2005 y renunció a sus cargos partidarios. No renegó, por lo menos en público, de sus principios. A lo único que anunció que se opondría fue al matrimonio gay. El único pecado de una ex atea comunista había sido apoyar el matrimonio gay y toda la contrición del descubrimiento de la religiosidad pasaba por allí. Con todo respeto, suena ridículo. La Iglesia Católica se esfuerza por introducir lo religioso en una problemática que es típica de las limitaciones humanas. Y lo hace para reforzar esas limitaciones –que en este caso crean injusticias– y no para ayudar a superarlas.
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