Sáb 28.12.2002

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

TRANSICIONES

› Por J. M. Pasquini Durán

Transición chica en la transición grande, el año 2002 transcurrió sin respeto por el calendario. Empezó el 20 de diciembre de 2001, con el derrumbe de la presidencia de Fernando de la Rúa, y todavía no se sabe, en términos políticos o institucionales, la fecha exacta del final. Puede ser en mayo o en diciembre de 2003, según quién haga las cuentas en los ábacos de los alquimistas palaciegos. No importa el momento en que acabe, la gran transición seguirá inconclusa, porque continúan pendientes la renovación institucional de partidos y representaciones y la redención de las injusticias económicas y sociales. Estas insatisfacciones son la principal fuente de inestabilidad para las ingenierías o los mercadeos electorales, aunque algunos jerarcas de la vieja política prefieran creer que de lo que se trata es de acertar con la fórmula de candidatos que recupere, igual que si fuera una poción mágica, las energías del vetusto aparato, a pesar de la reiterada demanda de la mayoría de los ciudadanos para “que se vayan todos”. La presunción de los arcaicos es que los contestatarios, incapaces de organizar una alternativa a su medida, al final tendrán que resignarse a elegir entre las opciones que el sistema ofrezca.
En ese plan, las figuritas del partido de gobierno se alternan en las encuestas semana a semana, a la manera de las nominaciones en los “reality show” de la televisión. Durante este último mes, el presidente Eduardo Duhalde ha pasado a ser la novedad, porque algunos funcionarios allegados ya no disimulan la intención de disputar la candidatura del PJ y también porque desde algunos medios masivos de difusión las voces que están casi siempre dispuestas a repetir los sonidos de la Casa Rosada han empezado a encontrar méritos donde antes había vacío o confusión. “Que son prolijos (el Presidente y su economista de cabecera Roberto Lavagna)”, “que apaciguaron la posibilidad de estallido social con asistencialismo activo”, “que calmaron a sectores de la clase media mediante la supresión del corralito y la cotización del dólar”, “que no se dejaron intimidar por el FMI”, “que hay signos parciales y tímidos de reactivación” (aunque no lograron crear nuevos empleos ni evitar despidos), son frases que forman parte del catecismo oficialista de estos días.
Lo cierto es que ninguno de los candidatos, tampoco Duhalde, obtiene en los sondeos actuales un margen de aprobación que anticipe la posterior consagración definitiva en las urnas. Por lo mismo, aumenta el canibalismo interno que, en su trayectoria, devora todo lo que parezca un obstáculo a las ambiciones de cada uno, destruyendo hasta las formalidades de la independencia de poderes que manda la Constitución. El juego de extorsiones recíprocas entre el Ejecutivo, el Legislativo, la Corte Suprema y la liga de gobernadores no hace más que reafirmar el sentimiento de hastío público, al punto de anular hasta la capacidad de sorpresa o de indignación debido a la monótona reiteración del escándalo cotidiano, en una calesita que gira y gira sin llegar a ningún lado.
Una de las más negativas características de esa puja por el control del poder es que no se hace cargo de la realidad si no tiene rédito electoral y, cuando lo hace, improvisa para zafar del apuro, sin ningún plan que vaya afirmando las bases de una verdadera reactivación. Mucha ha sido la energía gastada por el movimiento popular durante el año para sacar al país del extravío y la decadencia. Los resultados inmediatos, sin embargo, aún no alcanzaron a compensar tanto esfuerzo. Por supuesto, no todo fue en vano, porque en el interior del movimiento siguen apareciendo nuevos actores sociales –entre ellos las experiencias de las empresas reactivadas por los trabajadores– y otros han consolidado posiciones en el espacio público o han logrado la atención general. Más aún: en algunos frentes pueden contabilizarse ciertas conquistas parciales y, sobre todo, la resistencia impidió que los daños fueran mayores en el conjunto. La resolución del último congreso de la Central de Trabajadores Argentinos(CTA) de promover la formación de un movimiento político y social que pueda, incluso, intervenir en la oferta electoral, fue una de las muestras más nítidas de la voluntad de pasar a la ofensiva.
El desequilibrio del balance es el producto, antes que nada, de la indiferencia y la impotencia de la vieja política y de los que mandan para dar respuestas efectivas a las demandas populares. Este reconocimiento, claro está, no agota el análisis de las causas que impidieron avances más significativos. Habría que señalar, por ejemplo, la influencia de las diferentes percepciones acerca del sentido que tuvieron las manifestaciones de hace un año, y en consecuencia las conductas disímiles que fragmentaron la fuerza de la totalidad en distintas direcciones. Ninguna de las fracciones, además, obtuvo el liderazgo y la autoridad suficientes para encolumnar a la mayoría de la sociedad en la construcción de una hegemonía nueva, acorde con los deseos de justicia y de renovación. Aunque muchos discursos subrayaron la necesidad de coordinar los propósitos afines, esa intención no alcanzó a traducirse en actos concretos. La minuciosa planificación de las jornadas del 19 y 20 de diciembre último para destacar la individualidad de cada tendencia es la evidencia más reciente de las dificultades para enhebrarlas en un frente común.
Algunas de las razones para semejante imposibilidad, a veces casi inexplicable, son conocidas: sectarismos absolutistas, egocentrismo, espíritu de ghetto, resentimientos añejos que, en definitiva, son tan incapaces de interpretar los nuevos tiempos como el bipartidismo tradicional, incluso entre los críticos más radicales del pasado. El concepto de vieja política no abarca sólo a la derecha y al populismo, tanto que una revisión autocrítica en las izquierdas parece indispensable para remover hábitos y tradiciones que han perdido toda justificación. No es una tarea de fácil resolución, incluso porque el terrorismo de Estado privó al movimiento popular de la contribución de militantes fogueados en sucesivas etapas históricas, pero más que nada porque se trata de abrir caminos sin mapas diseñados con antelación. El mundo entero está en tránsito hacia destinos que cuesta identificar con los instrumentos del pasado y en América latina el colapso neoliberal aún no cedió el paso a nuevos diseños terminados al detalle.
A manera de referencia, los sucesos de Venezuela y de Brasil alcanzan para comprender que no hay manuales teóricos ni guías de trabajos prácticos con la solución de los complejos problemas de época. Las vicisitudes del gobierno de Chávez en Venezuela, amenazado por la oposición interna en combinación con las apetencias externas, con Washington a la búsqueda de apropiarse del control de las reservas petroleras mundiales bajo la dirección ultraconservadora del complejo militar-industrial escudado en los alegatos antiterroristas, han llevado a ese país a situaciones de extrema tensión y demandan de la región afianzar los compromisos con la autodeterminación de los pueblos y la independencia de las naciones, en un mundo “globalizado” que pone en duda las conocidas nociones de soberanías. En Brasil está a punto de comenzar la gestión presidencial de Lula da Silva, que enfrenta uno de los desafíos más apasionantes desde que Salvador Allende, a principios de los años 70, intentó en Chile la vía pacífica al socialismo. Ahora todo es distinto y el escenario obligado es la democracia capitalista y el método de la formación de consensos entre sectores incluso antagónicos parece el más indicado para atender a las urgentes necesidades de millones de hambrientos. Los desenlaces de ambas situaciones marcarán, sin duda, el próximo año calendario, pero también dejarán sentir su influencia sobre los destinos comunes. Uno y plural el porvenir inmediato llega cargado de presagios pero también de buenas expectativas abiertas. Las crisis profundas sobreviven, pero también las oportunidades de resolverlas. Tal vez no sea mucho, sobre todo porque no está garantizado en ningún sentido, pero es suficiente para polemizar con los profesionales del escepticismo y para seguir abriendo caminos.

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