EL PAíS
› COMO ES UN CACEROLAZO SIN REPRESION
Noche de paz
A diferencia del viernes pasado, la policía dejó en paz a los manifestantes y no se dedicó al tiro al blanco. Hubo baile, hubo bebés, nadie rompió nada y la única corrida fue contra un pibe que insistía en provocar a los federales. Los adolescentes llevaron a sus novias, románticos, a su primera manifestación en la Plaza de Mayo.
Por Sergio Kiernan
@El viernes a la noche hubo cacerolazo y los que recorrieron la plaza y después fueron a Congreso pudieron contestarse una pregunta: ¿qué pasa cuando la policía no ataca? ¿Qué pasa cuando no se dedican a provocar, a tirotear, a bombardear con gases? ¿Qué pasa, en resumen, cuando les acortan la correa y se portan bien? La respuesta es simple y corta: nada. No pasa nada. Nadie rompe nada, no hay desmanes. No se rompe ni una uña.
Eso es lo que pasó en la madrugada de este viernes, a diferencia de la del viernes pasado, cuando los azules corrían a la gente a itakazos y hasta le dejaron un recuerdo de balines de goma a un grupo de maduras parejas francesas que se habían bajado de su crucero: iban a escuchar unos tangos y fueron confundidos por la sagacidad policial con peligrosos anarquistas.
Esta vez, la gente se desconcentró sin problemas, de a grupitos y rumbo a casa o a un café. Tarde a la noche, unos cientos armaron una columna informal y subieron por avenida de Mayo arriba, rumbo al Congreso. Había buenas señales: la policía estaba sin cascos, sin chalecos y sin escudos, abundaban los adolescentes con sus tiernas novias, los kioscos estaban abiertos y no paraban de vender gaseosas.
La gente caminaba golpeando sus ollas ya cansinamente, con alguna parada en la esquina de Perú para reputear a un piquete policial que cortaba el acceso a la Legislatura porteña. A pocos metros, un grupo trabajaba con gran concentración y energía apagando una naciente fogata que alguien había encendido con algunos cartones y bolsas de basura: nadie quería provocaciones.
El que habrá tenido que gastar bastante detergente y resultó ser gran damnificado de la noche fue el Banco Itaú, con sus vidrieras tapadas con chapones de madera cubiertos de pintadas. Los muchachos lo usaron de baño, meándose simbólica y materialmente en las instituciones financieras. Una chica de vestido rojo sangre de bambula, suecos de madera y pelo desordenado que alguna vez habrá estado limpio, filmaba todo con su camarita de video, una de las muchas que se vieron esa noche. O la ciudad está llena de videastas caceroleros, o hay una noción nueva del souvenir.
Lo que también abundaban eran las bicicletas, de todos los colores, de aluminios y tecnologías varias. Pibes y pibas zigzagueando en la avenida, saludando amigos, encontrándose con la barrita mountain bike. Más plebeyo y más cansado, un triciclo de reparto va lento y con esfuerzo, la novia sentada sobre la heladerita de mercadería tomándose una agua mineral.
Estaban todas las tribus de la ciudad. Hay remeras ramoneras, ricoteras, metaleras, de la selección, hay camisolas y pelitos enrulados y largos, hay calvos agrisados de barba con el libro bajo el brazo, hay barrio indignado en jogging, hay alguno de traje –con el perro en la correa- y hasta hay una señora con enormes ruleros tapados por un pañuelo de rayón.
La cosa era tan tranquila que la policía fue liberando el tránsito: fue la primera manifestación calmadamente atravesada por filas de autos, la primera que paraba en los semáforos, dividida en tres o cuatro como un convoy. En la 9 de Julio, grupos de policías, chicos de la cruz roja con enormes cascos de bombero pintados de blanco. Todos miran: por fin pasa algo entretenido, algo para mirar.
La parte de arriba de la avenida ya era otro mundo: bares abiertos, restaurantes abiertos, alguna chica esperando clientes en la esquina de Salta. Casi en la esquina de Callao, Milanesa King cumplía su palabra de seguir abierto las 24 horas y emitía un maravilloso olor. La marcha se ralentaba, se curvaba visiblemente hacia la vidriera del comedero. En la puerta, un manifestante meditaba: un hombre pequeño, de traje negro, melena blanca hasta el hombro, bigote de mosquetero y galera de terciopelo. Finalmente decidió cumplir con su deber y seguir la marcha. Que fue corta. La amplia bocacalle de Rivadavia, Entre Ríos y Callao paró la caminata. La escalinata del Congreso estaba vallada, con dos líneas de policías de casco y escudo pero sin Itaka ni lanzagases. En la esquina de Corrientes, una multitud de patrulleros y celulares. La gente parada, cantando, puteando a la federal, esa “vergüenza nacional”. Muchos aprovecharon el momento para entrar al bar del hotel Dos Congresos, otra vez transformado en primera fila de un cacerolazo, para tomarse un cafecito. En la ochava, una quinceañera sentada en el cordón de la vereda mirando a un ciclista pintón. Al lado, una abuela de anorak y shorts militares, golpeando su ollita.
La cosa había terminado, realmente, y la marcha se dividió entre los que se fueron a casa y los que querían seguirla. El resultado fue una manifestación más chica y juvenil, que armó una fogata y un baile a capela –una ronda al compás “del que no salta es un botón”–, con algunos cohetes. Ya hacía frío, y las banderas le servían de abrigo a las chicas, emponchadas patrióticamente. Los canas en la escalinata miraban el show casi agradecidos: al fin pasaba algo, al fin había show.
A las dos y media en punto, una detonación. Algunos empiezan a correr, pero paran enseguida y miran por arriba del hombro. Un pibe de gorrita, magro y morocho, le había tirado al cordón policial una bomba de estruendo que, en los nervios, sonaba igualito que un escopetazo. “¿Que raro que no tiren gases, no?” pregunta una chica jovencísima que admite que es su primera manifestación y “no sé qué hacen en estos casos”. El baile sigue.
Pero quince minutos después, otra corrida. El pibe de gorrita corriendo como el viento, perseguido por cien personas, una mujer que grita con un bebé en brazos, una nube de camarógrafos. Finalmente es capturado, zamarreado, acusado de provocador. “Hijo de puta, ponés en riesgo a mi bebé”, gritaba la mujer. El chico le había tirado una botella a la policía y ahora esperaba manso la decisión de la multitud. Todo lo que recibió fue una suave patada en el culo y una advertencia: no vuelvas.
Y así se acabó. El fuego ya olía a asfalto, bailaban cada vez menos chicos, ellas tenían frío, hasta el perro negro y berreta que ladraba con el ruido ya estaba cansado. Eran bien pasadas las tres y la policía terminó el día con un expediente más que simple: abrió el tránsito. Y al final se fue el último.
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