EL PAíS › OPINION
› Por José Natanson
Las internas radicales tienen siempre un costado táctico. Lejos de los tiempos en que personalistas y antipersonalistas se sacaban chispas, o que Raúl Alfonsín enfrentaba al balbinismo conservador, las contiendas de la UCR definen el destino de fragmentos del aparato y la suerte de ambiciones personales, más que grandes líneas programáticas o ideológicas. En la interna del domingo pasado, por dar un ejemplo, el sector de Leopoldo Moreau y Federico Storani, que siempre se vio a sí mismo como expresión del progresismo radical bonaerense, se presentó junto al grupo de Gustavo Posse, el constructor de muros, y algunos representantes de los sectores más conservadores del partido, hoy enrolados con Julio Cobos.
Si el ganador hubiera sido el sector apoyado por Cobos, las cosas hubieran cambiado poco: Moreau y Storani seguirían controlando, como desde hace dos décadas, el radicalismo bonaerense, y –mucho más importante aún– el vicepresidente seguiría siendo el candidato más potente de su partido, con sus correligionarios obligados a aceptarlo y, con él, inclinados a construir una alternativa pragmática (recordar si no los coqueteos de Cobos con De Narváez) e ideológicamente ambigua, pues nadie sabe qué piensa exactamente el vicepresidente de buena parte de los temas que forman parte de la agenda política nacional. En suma, todo seguiría más o menos en el mismo lugar.
El resultado, sin embargo, podría cambiar este estado de cosas. El triunfo de Alfonsín abre la posibilidad de una articulación del universo no peronista en un solo espacio. Suelen citarse las declaraciones de Elisa Carrió rechazando un acuerdo con Cobos, pero se recuerda menos que Hermes Binner, en una entrevista publicada en Página/12, descartó rotundamente las versiones que indicaban que podría acompañar al vicepresidente en una fórmula.
Al no despertar este tipo de rechazos, Alfonsín estaría en condiciones de participar de un frente que incluya al radicalismo, la Coalición Cívica, el socialismo y el GEN de Margarita Stolbizer, lo que abriría, por primera vez desde el final de la Alianza, la posibilidad de una articulación de todo el universo panradical, cosa que no se pudo realizar en el 2003, cuando Carrió y López Murphy disputaron los votos radicales, ni en el 2007, cuando Carrió, acompañada por el socialismo, enfrentó la candidatura de Roberto Lavagna, apoyado por la estructura partidaria capitaneada todavía por Raúl Alfonsín. Y recordemos también que, cuando se une, el no peronismo puede enfrentar con chances al PJ, como sucedió con la Alianza en 1997 y 1999.
Aunque la posibilidad de avanzar en esta macroalianza existe, no será tan sencillo concretarla, ni siquiera con una UCR alfonsinizada. En primer lugar, porque aún habrá que ver quién encabeza la fórmula. Los radicales parecen dar por sentado que será uno de ellos. Pero, ¿por qué Carrió, que ya fue candidata presidencial en dos ocasiones y sigue gozando de buena imagen, debería resignar sus aspiraciones? ¿Y por qué deberá hacerlo Binner, gobernador de la tercera provincia del país? Cualquiera de ellos podría apostar a una candidatura por afuera o reclamar una interna, mecanismo que ha sido defendido por Cobos como la forma más democrática de resolver el tema (y en este punto hay que darle la razón).
En todo caso, la victoria de Alfonsín abre una alternativa que un triunfo de Cobos hubiera bloqueado. Y a ello hay que añadir el dato, difícil de cuantificar pero no por ello menos real, del cariño social generado tras la muerte de Raúl Alfonsín, del cual su hijo, sin caer en sobreactuaciones y cuidando siempre las formas, y por eso de manera bastante natural, ha resultado beneficiado.
Conviene detenerse un momento en este punto. En “Raúl Alfonsín y la fundación de la Segunda República”, incluido en el libro Discutir Alfonsín (Siglo XXI), Gerardo Aboy Carlés recuerda la noche fría del 29 de junio de 1989, cuando el presidente radical, tras pronunciar su último discurso en el Centro Cultural General San Martín, salió a la calle, donde fue recibido con insultos y abucheos y vivas a Carlos Menem. Resulta una curiosidad el hecho de que Alfonsín, que terminó anticipadamente su mandato, entre los saqueos y la hiperinflación, sea hoy recordado como un ejemplo, mientras que Menem, que concluyó su gestión en tiempo y forma, repte por el suelo de la consideración popular. Por motivos que los historiadores recién están comenzado a investigar, en los años que siguieron a 1989 se produjo una revalorización de la figura de Alfonsín, que llegó a su punto culminante con su muerte, cuando cientos de miles de personas se acercaron al Congreso para despedirlo. Y como la memoria no es nunca un documento cerrado sino una iluminación incompleta e interesada que se hace desde el presente, en este cariño probablemente haya incidido la disputa entre el Alfonsín consensual y dialogante (construido por la oposición y un sector de los medios) y el Alfonsín beligerante y anticorporativo (construido por el kirchnerismo).
Resulta interesante recuperar este debate y enfocarlo a la figura de Ricardo. En su siempre sugerente blog, rambletamble.blogspot.com, Artemio López sostiene que Ricardo Alfonsín encarna la posibilidad de un radicalismo menos automatomáticamente alineado con los intereses mediáticos y corporativos y con una sensibilidad hacia las necesidades de los sectores populares de la que carecen otros dirigentes, entre ellos Cobos. Otro blog, tirandoalmedioblogspot.com, defiende la misma tesis: Ricardo Alfonsín como heredero de la tradición más progresista del gobierno de su padre. Es posible. Sin embargo, si uno mira las posiciones adoptadas por Ricardo Alfonsín en temas cruciales, es fácil descubrir que su comportamiento no se diferenció del de sus correligionarios: se retiró del debate por la ley de medios (que en cambio sí apoyaron los socialistas, los solanistas e incluso algunos diputados del GEN), votó en contra de la estatización de las AFJP (que contó con el respaldo del cobismo) y tampoco acompañó la estatización de Aerolíneas (que sí fue apoyada por el cobismo e incluso por peronistas disidentes como Felipe Solá).
Pero es cierto que Alfonsín cultiva un perfil opositor menos radical que el de Carrió o el peronismo disidente, dispuestos a rechazar prácticamente todas las iniciativas oficiales, es verdad que tiene una trayectoria desprovista de las contaminaciones de otros radicales notorios, como Oscar Aguad, y que ha mostrado una sensibilidad diferente a la de Ernesto Sanz, quien afirmó que los pobres usan los recursos de la Asignación Universal para comprar paco y jugar al bingo. Su rechazo a algunas medidas reformistas impulsadas por el Gobierno quizá tenga más que ver con los imperativos mediático-electorales que con otra cosa. Aceptando esto, digamos también que la mejor forma de juzgar la conducta de los dirigentes no es atendiendo a su estilo o su estética sino mirando sus posiciones institucionales (votos, medidas) en temas concretos.
Por último, y como los dirigentes políticos nunca flotan en el aire, es necesario poner el ascenso de Alfonsín en contexto. Las encuestas vienen registrando, desde hace ya algunos meses, un cambio de clima social: un sondeo de Poliarquía publicado el domingo pasado en La Nación confirma un quiebre en la tendencia descendente y un crecimiento sostenido, tanto de las expectativas sociales como de la imagen del Gobierno. El punto de ruptura se ubicaría, de acuerdo con esta encuesta, a fines del año pasado, por lo que los festejos del Bicentenario serían más un efecto que una causa de esta nueva realidad. Sin mucho esfuerzo, es posible explicar el nuevo clima por el efecto de algunas medidas oficiales, como la ley de medios y la Asignación Universal, junto a los planes de estímulo económico, que permitieron superar la crisis mundial sin mayores sobresaltos y que alimentan un nuevo ciclo de consumo.
Pero también hay que considerar a la oposición. La derrota del Gobierno en el conflicto del campo y su posterior debacle electoral (recordemos que el kirchnerismo perdió incluso en Santa Cruz) impulsaron, en los meses posteriores, a los sectores más duros de la oposición partidaria (Carrió, peronismo disidente, parte del radicalismo) y social (un sector de los medios, la jerarquía de la Iglesia, etc.). Fueron ellos quienes asumieron la conducción política del heterogéneo universo opositor y quienes hicieron que cuestiones que en otro momento se hubieran resuelto sin mayores problemas, como el uso de reservas para el pago de la deuda o el reparto de las comisiones en el Senado, escalaran hasta el absurdo (el Gobierno, por supuesto, también aportó los suyo). Mi tesis –intuitiva, pues no hay datos cuantitativos que la avalen– es que la radicalidad de estos planteos, que se impusieron por sobre las ideas de los opositores más moderados, podría haber asustado a un sector de la sociedad y producido, al cabo de un tiempo, un efecto reflujo. En este marco, el triunfo de Ricardo Alfonsín abriría las puertas al armado de una oposición no peronista más amplia y quizá también menos salvaje.
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