Lun 26.07.2010

EL PAíS  › OPINIóN

El vacío

› Por Eduardo Aliverti

Hay diversas formas de entrarle al Macrigate. Algunas son interesantes. Otras, aburridas además de insustanciales. Y hay una –tal vez la más explicativa de todas– que no implica al caso en sí, sino a una visión mucho más general acerca de lo que el episodio representa como muestra de la agenda nacional.

Empecemos por apartar los datos secundarios, que a pesar de ese carácter se llevan una porción considerable del interés periodístico. Sin estimar a los directamente fútiles, como la semántica de que Mauricio se haya quitado el bigote justo ahora o el psicologismo en torno de que el padre lo mandó abajo de un camión en declaraciones públicas, está el porotómetro de cuál sería su suerte en la payasada del autojuicio político. Los legisladores de un lado y de otro, sus internas, las especulaciones sobre cómo jugarían las salas de acusación y juzgamiento. Necesario en lo informativo e insufrible por abrumador, en todo caso lo único conceptual del punto es advertir que el macrismo no está seguro, ni siquiera, de la fidelidad de toda su tropa para defender al jefe. Hay más o menos una media docena de diputados ignotos, provenientes de lo que fue el partido de López Murphy, por quienes los coroneles macristas no ponen las manos en el fuego, ni de cerca, respecto de que serían incapaces de votarle en contra. Una muestra de cómo la “vieja política”, de cuya pretendida sustitución tanto se vanaglorió Mauricio, está vivita y coleando en su mismo riñón. Pero al fin y al cabo, nada que no se supiera.

Otro elemento que es válido en la lectura técnica, pero finalmente baladí en lo político, consiste en que Macri se denuncie a sí mismo. Como bien lo abrevió Mario Wainfeld, un juicio político no es un proceso penal porque eso resultaría contrario a la división de poderes; y, en consecuencia, autodenunciarse ante la Legislatura es un disparate porque corresponde a la oposición determinar los cargos. Si quedan entremezcladas las funciones de fiscal, acusado y juez, se produce lo que el perfecto título de portada de Página/12 resumió el jueves pasado: yo me acuso, yo me juzgo, yo me absuelvo. Sin embargo, tampoco esto arroja revelaciones mayores a propósito de la desorientación de Macri & Cía., salvo porque corrobora su patética ausencia de cuadros políticos para diseñar una estrategia de defensa articulada. De nuevo: ¿algo que no se supiera? ¿Algo no contemplado en la obviedad de que el hijo de Franco es un aprendiz, sólo efectivo para haber atraído incautos que creyeron en sus méritos renovadores?

Esto despliega un puente muy atractivo hacia una de las dos últimas ojeadas al Macrigate, antes de ingresar a la arriesgada en el comienzo de estas líneas como la más interesante. ¿No es por completo natural lo que le pasa a Macri, tomado como verosímil –por lo menos– que armó o consintió una red de espionaje para supervisar a ajenos y propios? ¿Qué podía esperarse de un principiante que necesariamente confundiría la imagen de saber manejar a Boca –sólo por sus éxitos deportivos que le llegaron por descarte– con la de la aptitud para conducir la ciudad más importante del país allegado, encima, desde una nula relevancia como empresario privado? ¿Qué podía aguardarse de la administración de un tipo que llegó a la política porque el establishment se quedó sin turco explícito que ejecutase sus intereses en nombre de la política? ¿Debe ser una sorpresa lo que le ocurre a Macri? ¿O debe ser la invitación a un análisis concienzudo por parte de quienes lo votaron, a la sola espera de que por ser rico no robaría y por no provenir de la política convencional no incurriría en sus vicios? No hay imputación alguna en que no habría de robar por su fortuna dineraria. Pero sí es cierto que su gestión es un desastre. Y que de seguir así, quienes lo apoyaron por derecha son susceptibles, digamos, de fugarse a votar por Solanas. A su vez, ese voto fluctuante, histérico, tan típico del sibarita electorado porteño (no únicamente), convoca a pensar desde cuáles convicciones se sufraga. Rigen los humores circunstanciales, en lugar de una orientación ideológica más o menos estable. Y eso imbrica también a la liviandad con que se afirma que detrás de la desgracia macrista está la mano de los K. Dejemos de lado la ridiculez de que tres jueces de Cámara se pusieron de acuerdo para tumbar a Macri, por orden oficial. Y vayamos a la deducción política lisa y llana. ¿Cuál sería el sentido de que los Kirchner quieran acostar a Macri? ¿No es mucho más lógico pensar que les conviene precisamente lo contrario, en función de tener un contrincante que deje clara como ninguno la divisoria de aguas ideológica? Si es por eso, quienes hoy festejan el karma del alcalde son sus presuntos aliados o cortejantes. Lo demostraron ellos mismos, de acuerdo con la forma en que le soltaron la mano. Pero aun si se concede que eso no es así, el escenario opositor es de todos modos un aquelarre. Macri probablemente afuera; De Narváez no puede; Reutemann no sale de su diletancia; entre Cobos y el hijo de Alfonsín no hacen uno; Duhalde divaga con el retorno del que juró abdicar; Carrió sigue encerrada en su show personal mucho antes que por dejar de destruir lo que construye. ¿Qué enseña ese escenario sobre el proyecto de país de la oposición o sobre lo que, de piso, debería ser su espíritu de unión frente a lo que define como una tragedia histórica?

Es a partir de ahí que se erige aquella hipótesis de una moraleja global sobre las circunstancias atravesadas por Macri. Una parábola que no pasa por haberse demostrado su impericia, o su culpa, o su dolo, o lo fluctuante que terminaría siendo el favor popular que lo acompañó en las urnas. Lo cual, dicho sea de paso, está por verse: no es seguro que su asesor ecuatoriano, Durán Barba, se haya equivocado al afirmar que las escuchas ilegales le importan un carajo a la sociedad o, de mínima, a los votantes de Macri. Sin embargo, sea cierta o falsa esa reflexión, permanece que el eje de interés lo da un acontecimiento delictivo. No se trata de algún cruce profundo sobre modelos de municipio y gobierno, ni acerca de la ideología que los regentea. No es una porfía alrededor de escuelas y hospitales en estado lamentable, ni sobre una ciudad cada vez más sucia, ni por qué empeora su sistema de transportes. No. Es tan sólo que el país mediático-político gira alrededor de una materia policial, después de todo, claro que con repercusiones institucionales de mucho volumen. La magnitud alcanzada por el Macrigate ratifica que el debate sobre la economía nacional está en un marcado segundo plano respecto de la política. Y hace un rato ya bastante largo que es así. Antes fue la novela de la supuesta embajada simultánea en Venezuela, que se cayó a pedazos. O los intentos opositores por recuperar iniciativa parlamentaria, o el corte en Gualeguaychú, o los festejos del Bicentenario, o las serruchadas de piso contra Marcó del Pont. La casi única excepción, muy relativa, es la actual polémica por las disponibilidades y patrón energéticos, vuelta a disparar por la escasez de gas o por el bochorno del precio de las garrafas.

¿Es bueno que la economía carezca de debate? Desde ya que no, porque se corre el riesgo, entre otros, de naturalizar profundos y subsistentes desequilibrios sociales. Pero sirve para entender otras cosas. Por ejemplo, que el vacío opositor lo llenan sus folletines y sus escándalos.

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