EL PAíS › OPINIóN
› Por Sergio Wischñevsky *
El amor y la devoción que los sectores populares sentían por Eva Duarte de Perón no se apagaron el 26 de julio de 1952, cuando luego de una larga agonía finalmente se anunció por radio, en cadena nacional, que Evita “ingresaba en la inmortalidad”. La movilización popular que tuvo lugar para despedir sus restos no tenía precedentes ni volvió a repetirse, en semejante magnitud, en los 58 años que transcurrieron desde entonces.
Sin embargo, también estaban los que la odiaban y le temían. Ese odio visceral que no es fácil de definir, ese odio que se enquista en las elites sociales de la Argentina y también en extensos sectores de la clase media. Tal vez por lo que representaba el peronismo en tanto impulsor de la irreverencia plebeya, tal vez porque ella era mujer, lo cierto es que podemos recorrer un interesante abanico de actores realmente irritados. Y lo más asombroso es que esa irritación nos puede resultar familiar, cercana, vigente.
El escritor Ezequiel Martínez Estrada escribe en 1956, un año después del derrocamiento de Perón: “Era ella una sublimación de lo torpe, ruin, abyecto, infame, vengativo, ofidio, y el pueblo vio que encarnaba los atributos de los dioses infernales”. Sin molestarse en esgrimir ningún argumento, el dos veces presidente de la Sociedad Argentina de Escritores prosigue con su diatriba: “Su resentimiento contra el género humano, propio de la actriz de terceros papeles, se conformó con descargarse contra un objeto concreto: la oligarquía, o el público de los teatros céntricos”; “Esta mujer tenía no sólo la desvergüenza de la mujer pública en la cama, sino la intrepidez de la mujer pública en el escenario. Era, además, quiero decirle, una farsante capaz de representar cualquier papel, incluso el de dama honorable...”. Claramente, Evita fue culpable de un triple crimen: ser plebeya de origen, ser mujer y no haber respetado el orden establecido: “Abofeteaba a jueces, militares, ministros y senadores, porque ella, que había sido una pobre cortesana de departamento de una pieza, había llegado a ser la matrona nacional”.
Un año antes, en noviembre de 1955, Román Lombille le dedicó un libro: Eva, la predestinada, en donde entre pretendidos análisis sociológicos sobre su persona se pueden leer frases como la siguiente: “Los recuerdos de su oscuro pasado en pensiones de cabaret-girls la transforman y le arrancan la máscara de bondad y generosidad, para mostrar el verdadero rostro sanguinolento y horrible de niña muerta que hay en ella...”.
Y eso que estos son los intelectuales. En 1950, el distinguido miembro del patriciado criollo Pereyra Iraola califica a la entonces primera dama como: “Esa yegua”, frente a un nutrido grupo de concurrentes en un discurso en la Exposición Rural que provoca la hilaridad campestre.
A poco de asumir Perón la presidencia, Evita ya había recibido una buena cantidad de desplantes y comentarios hirientes respecto de su vestimenta, su pasado, su manera de hablar, su falta de clase. La Sociedad de Beneficencia, una tradicional fundación creada por las familias patricias de Buenos Aires, habitualmente confería el título de presidenta honoraria a la primera dama. En el caso de Evita adujeron que en razón de su juventud se veían obligadas a negarle dicho honor. A lo que ella, ofendida, respondió: “Si no me aceptan a mí, pueden nombrar a mi madre”.
Tal vez uno de los documentos más ilustrativos de lo que no se le perdonaba a Eva Duarte es la acusación de ser excesivamente generosa con los pobres. En el informe realizado por la comisión que investigó a la fundación que ella presidía después del derrocamiento de Perón en 1955 se decía: “Desde el punto de vista material la atención a los menores era múltiple y casi suntuosa. Puede decirse, incluso, que era excesiva. Y nada ajustada a las normas de sobriedad republicana que convenía, precisamente, para la formación austera de los niños. Aves y pescado se incluían en los variados menús diarios. Y en cuanto al vestuario, los equipos mudables se renovaban cada seis meses...”.
Para los cultores de la beneficencia una cosa era preocuparse por los pobres y otra muy distinta querer que las condiciones de vida sean más igualitarias. Los pobres son buenos, siempre y cuando no quieran dejar de serlo, no pretendan ser lo que no son. Tener más de lo que les corresponde.
El pecado original de Eva Duarte de Perón fue traspasar algunos límites que en un solo acto le valieron el amor y el odio. Nunca se propuso hacer una revolución social, lo dijo explícitamente. Sin embargo, su práctica, que ella calificaba como una política, “no de limosna, no de ayuda social, sino de estricta justicia”, bastó para convertirla en depositaria de un odio profundo. Ese odio, seguramente no exento de una cuota de temor, se manifestó crudamente entonces y ha vuelto a aparecer muchas veces en nuestra historia. Dilucidar las fuentes de donde emana no es una tarea ociosa ni reservada sólo para historiadores.
* Profesor de Historia de la UBA.
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