Dom 15.08.2010

EL PAíS  › OPINION

Las otras inseguridades

Los socorristas de Macri, discurso, omisiones, camperas. Los oscuros antecedentes PRO en materia de control. Un funcionario azul y oro. Denuncias desoídas, inspecciones que ya no son. Accidentes de trabajo, la lógica del mercado y la dejadez estatal. Accidentes de tránsito, males banales. Y algo en blanco y negro.

› Por Mario Wainfeld

Dos clases de socorristas se movilizaron de inmediato tras el derrumbe: los más convencionales y la tropa del jefe de Gobierno para cubrir a Mauricio Macri de los escombros. Marcos Peña disparó su Twitter a menos de dos horas del estrago, trazando las líneas maestras de la estrategia defensiva. El propio Macri, que ejercita el don natural de hablar como Twitter, la ratificaría horas después. El formato fue el favorito, una conferencia de prensa donde una gran mayoría de los periodistas le tira asistencias o pases de gol al entrevistado, dispensándolo del agobio de la repregunta.

Una de las consignas básicas era mostrarse activo, cercano al lugar de los hechos. El ministro Guillermo Montenegro entró a la conferencia con una restallante campera de socorrista. Dios es de derecha, habrán pensado sus asesores de imagen: la pilcha es amarilla, la coloración PRO. El afán es tan patente que –sospecha el cronista– cualquiera se da cuenta del simulacro. El escriba, que conoció a Montenegro cuando era juez y hablaba de corrido sobre temas que conocía, se apena algo. Quizá no haga falta hacer el ridículo con tanta bambolla, bastaba con sacarse la campera (supuestamente transpirada o manchada) como hace cualquier ciudadano al adentrarse bajo techo.

Los sofismas del macrismo comienzan por negar nexo causal entre hechos cuya conexión suena evidente.

Hubo varios derrumbes graves en los últimos meses, les comentan. Aducen que éste fue un caso aparte.

La Uocra denunció irregularidades cercanas en la obra de la calle Mendoza 5042. Replican que los inspectores acudieron de inmediato. No encontraron a nadie y se dieron por satisfechos, esa minucia no es juzgada pertinente. El cronista ha trabajado en otros menesteres durante años, lo que lo torna costumbrista y suspicaz. Sabe que un inspector chanta puede conseguir que no haya nadie con una sencilla llamada telefónica. Y –abogado que es– sabe que una inspección frustrada no equivale a una aprobación.

Los vecinos del edificio de la calle Mendoza también se habían preocupado, pero la narrativa PRO aísla esas alarmas en un compartimiento estanco. Todo se desencadenó de sopetón, antes se estaba en el mejor de los mundos, juran y perjuran.

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Raúl Ríos, jefe de la Oficina gubernamental de control, forma parte de la nueva casta de gerentes, aliviados de la lacra de “haber hecho política”. Mientras todos sus compañeros del gabinete repiten el guión, hablando con contrición de las víctimas como prefacio a cualquier intervención mediática, el hombre se costea a una reunión en la Comisión de fútbol de Boca. Fue de balde, perdió la discusión sobre el contrato con Riquelme y, para colmo, su escala de valores se hizo pública, acelerando su despido. La tarjeta roja fue justa pero deja latentes preguntas e investigaciones. ¿Ríos fue un funcionario ejemplar hasta ese día en que se chispoteó y se volvió frívolo? ¿O es un protagonista sin vocación por lo público, ni formación, ni reflejos adecuados?

Se pone en la picota su idoneidad, el macrismo se ampara en que la ley no exige formación especial. Las exigencias de gestión no se constriñen a cumplir los escasos requisitos formales, también es necesario tener funcionarios a la altura. PRO ofreció a la ciudadanía porteña un haz de principiantes, mayormente educados en el colegio Cardenal Newman y en la Universidad Católica. Fueron votados masivamente y están donde los puso “la gente” que siempre debió presumir de que la educación paga (y cara) dista de ser garantía de excelencia. Las universidades públicas (todo lo público) siempre están en la picota mediática, a diferencia de la privada, entre otros motivos porque muchos grandes medios tienen vasos comunicantes muy estrechos con ésta. El cronista, desafiando a un sentido común nada inocente, sigue creyendo que el Cardenal Newman y la UCA no socializan políticos populares de primera categoría. Es un punto de vista opinable, más vale. Seguramente debe haber más coincidencia para valorar que la comisión directiva de Boca no forma cuadros públicos de excelencia.

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El siniestro debe ser investigado a fondo. Las responsabilidades penales son rigurosas, prima la presunción de inocencia. A medida que se investiga surgen datos alarmantes por doquier que se informan en detalle en las páginas precedentes de esta edición. El pasado cercano y la data obtenida contradicen el paraíso eficiente que autorretrata el macrismo, incómoda y merecidamente sentado en el banquillo de los acusados.

La Uocra, la Agrupación de peritos profesionales universitarios verificadores, centenares de vecinos, ONG vinculadas a la preservación del patrimonio urbano vienen quejándose de una política edilicia predatoria, sin controles. Los funcionarios, que no los recibieron en su momento, ningunean a tan variados emergentes de la sociedad civil.

Algunos hechos son evidentes a simple vista. Las obras se construyen en plazos velocísimos, para mejorar la rentabilidad. Se alquilan máquinas en lapsos brevísimos, para ahorrar. La extrema celeridad no es molestada por controles y decanta en accidentes de trabajo y riesgos edilicios. En Saavedra se incrementó mucho la cantidad de metros cuadrados construidos, disciplinadas gentes de PRO dicen que eso es irrelevante porque no altera en nada el promedio general de la ciudad (¡!).

Las excavaciones “clandestinas” se multiplican, el boom inmobiliario es capital simbólico para la ciudad, siempre que no intervenga “la fatalidad” o la mala praxis de los profesionales. La responsabilidad estatal se soslaya.

Macri, cuyos asesores lo instigan a ser un hipocondríaco jurídico, anuncia que querellará al responsable técnico de la obra, ingeniero Guillermo Heyaca Varela. Por ahí es una bravata, quizás haga el intento topándose con un nuevo revés en los tribunales. Si la Ciudad no tiene intereses específicos, carece de legitimación para querellar. La carga de la acusación recae sobre los fiscales que están para eso y para las víctimas directas o sus familiares que sí califican para querellar. Agregar una nueva “parte” a la causa, contra lo que puede creer un desprevenido, empioja los trámites, los ralenta. Montenegro podría enseñarle eso a su jefe si encontrara disposición para escuchar razones sensatas y no sólo pensar en fuegos artificiales.

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Las fuerzas del “mercado” están desatadas, en buena medida de eso se trata. Sobran ejemplos, amén del más chocante de esta semana. Muchos exceden la responsabilidad del Gobierno de la Ciudad y se remontan a buen tiempo atrás. Por ejemplo, los llamados “accidentes de trabajo” que entraron de costado en la conversación. La expresión “accidente” es equívoca o, mejor, falaz cuando designa hechos evitables con prevención y acatamiento a las leyes. El –en principio positivo– crecimiento exponencial de la industria de la construcción acrecentó el número de obreros heridos o muertos. La cuenta debería adicionar a las enfermedades laborales consecuencia del ritmo inhumano o de la explotación, pero las consiguientes estadísticas son muy imprecisas, a la baja.

Las normas argentinas sobre seguridad en el trabajo tienen larga trayectoria, puede calificárselas entre avanzadas y pasables. Pero se las desoye con saña tenaz, que impacta en el cuerpo de los laburantes. Las cifras oficiales son alarmantes.

El furor del peronismo noventista parió el régimen de las Aseguradoras de Riesgos del Trabajo (ART), cuyas pulsiones eran el lucro patronal y el mercado de capitales. La Corte Suprema, en su actual integración, sancionó por inconstitucionales varios de sus artículos centrales, hace muchos años. Desde entonces rige un sistema espurio porque la norma no fue reemplazada por otra, lo que fuerza a las víctimas a litigar para conseguir lo que es justo.

Las centrales empresarias, la Unión Industrial Argentina (UIA) y Asociación Empresaria Argentina (AEA) entorpecen una reforma en línea con la Carta Magna, invocando la santidad de sus balances. A eso se apoda “seguridad jurídica” en estos lares. El gobierno nacional no dictó una nueva ley, en los tiempos en que manejaba el Congreso. El Grupo “A” no roza el tópico, en su profusa oferta legislativa. Las víctimas son, en muchos casos, migrantes de países hermanos, siempre trabajadores que yugan duro.

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Una racha de accidentes de tránsito fatales sacudió a la Ciudad. De nuevo, las responsabilidades conciernen a su gobierno y lo trascienden. La organización legal del sistema de transporte es un laberinto que superpone competencias nacionales y locales. Cuando convergen funcionarios de distintas jurisdicciones y signos partidarios la lógica burocrática se inclina al consenso: todos le sustraen la responsabilidad a la jeringa.

Horarios incumplibles, organización que motiva a los choferes a trabajar horas extras en desmedro de su salud y sus reflejos, policías federales y locales que hacen la vista gorda, multan poco, perdonan mucho. La falta de civismo de la gente de a pie (conductores, colectiveros, taxistas, hasta peatones que se arriesgan de modo suicida) agrega una dosis de delirio colectivo. El entramado del transporte es equívoco, nunca es claro: los patrones y demasiados sindicalistas calzan “sombreros” móviles, pasan de un lado al otro del mostrador.

Las normas de tránsito argentinas son convencionales, las mismas que en casi todo el mundo, la cifra de siniestros ranquea en lugares altos. Sondear si los cambios de mano en algunas avenidas acrecentaron la tendencia es necesario pero no llega a ser la punta de un iceberg.

Ni en esta cuestión estructural, ni en los siniestros laborales, ni en los derrumbes se habla de “inseguridad”. El vocablo se reserva a la violencia delictiva común. La “mano dura” tampoco es “inseguridad” para la jerga dominante. El que manda determina el sentido de las palabras, decía el comunicólogo inglés Humpty Dumpty.

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¿Cuántas veces vio el lector una entrevista a los deudos de una víctima de un accidente de trabajo por la tele? Son contadas, la prensa es más atraída por los crímenes cometidos en las calles por delincuentes comunes. Las respuestas de las autoridades se asemejan demasiado a los reclamos de víctimas transidas por el dolor o de autoridades policiales que defienden sus corporaciones y saben lo que piden.

En esta semana, el ministro bonaerense Ricardo Casal fatigó micrófonos y cámaras desparramando simplezas. El gobernador Daniel Scioli, quien siempre expresa su ánimo de trabajar y de responder a los vecinos, no se queda atrás.

Los ministros nacionales Aníbal Fernández y Florencio Randazzo se sumaron a la vindicta contra las excarcelaciones y las liberaciones a quienes están con prisión preventiva. En ese punto, soslayan lo esencial, la preventiva es una excepción (que debe estar fundada) y no la regla. También solapan las alusiones a las pésimas condiciones carcelarias y a la existencia de miles de presos sin condena que se hacinan en esas mazmorras. Se pliegan, objetivamente, al mainstream mediático, derechoso, brutal, desapegado de lo que ordena la Constitución.

El Poder Judicial es cuestionable por muchos motivos, entre ellos las numerosas colusiones con las policías bravas. Las simplezas guiñando al sentido común manodurista pasan como sobre ascuas sobre tamaños detalles. Otra inconsecuencia cometen los funcionarios: cuando las policías bravas provinciales abusan de su poder o matan (como en el reciente asesinato del joven Diego Bonnefoi en Bariloche) desde la Casa Rosada se guarda silencio, alegando que son incumbencias locales. Cuando los jueces dispensan libertades condicionales, es agenda nacional.

El Acuerdo sobre la seguridad democrática, una iniciativa transversal, pluralista, multidisciplinaria, no encuentra cobijo en una mayoría preocupante de la “clase política”.

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En cualquier sociedad, por avanzada que fuera, hay desbordes dañinos del capitalismo, incluyendo muertes evitables. La cuestión es ceñirlos a la menor cantidad de casos posibles, lo que exige control y activismo estatal. Salvo en el párrafo anterior, en esta columna se han oteado, a vuelo de pájaro, muchas circunstancias de “accidentes” cuyos generadores son siempre empresarios rapaces, a veces trabajadores hiperexigidos o sacados, a veces funcionarios negligentes, pasivos o corruptos. Cuando los responsables de la pérdida de vidas ajenas son blanquitos, el repudio público es circunscripto, mucho menor a cuando lo producen morochos armados. Es una simplificación, así como esta nota es una síntesis, pero el cronista cree que no ha incurrido, para nada, en falsedad.

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