EL PAíS › DANIEL CHAIN, MINISTRO DE DESARROLLO URBANO Y ENCARGADO DE LA IMPUNIDAD DE LAS CONSTRUCTORAS
La tragedia de la calle Mendoza es producto del sistema montado por Macri para los especuladores inmobiliarios.
› Por Sergio Kiernan
Las tres muertes del martes en el derrumbe del gimnasio en la calle Mendoza son apenas el extremo trágico de un sistema muy bien montado en la ciudad de Buenos Aires. El gobierno porteño mantiene activamente ciertas garantías para la especulación inmobiliaria: falta de inspectores, multas bajísimas, impunidad para los pisos de más y una fiaca llamativa en hacer cumplir la ley. A esto se le suma un verdadero combate por parte del Ejecutivo de todo intento real de legislar la protección de áreas históricas, limitar las alturas constructivas y cuidar el patrimonio edificado.
Hace muchos años que Buenos Aires perdió la capacidad de inspeccionar nada. El macrismo en el poder ofreció garantías al sector más especulativo de la construcción, el de las grandes firmas desarrolladoras, de que habría un vacío de hecho en eso de hacer cumplir la ley. Con una coherencia notable, el gobierno porteño lleva dos años y medio creando un buen ambiente para las torres, resistiendo todo avance legal que limite alturas y cambie zonificaciones. Y cuando no puede evitar una ley o reglamentación lograda por los vecinos, la solución es simple: las obras clandestinas, los pisos de más, las demoliciones fulminantes de fin de semana, no serán detectadas. Cuando el papelón sea público e inevitable, la multa será ínfima, ya que los valores no se indexan desde hace años y Mauricio Macri ni piensa elevarlos.
Al frente de este mecanismo está un arquitecto cuya carrera es un gris de ausencia hasta el día en que juró como ministro de Desarrollo Urbano del flamante gobierno PRO, en diciembre de 2007. Daniel Chain es un incondicional de Macri: difícilmente tres muertos bastarán para desbancarlo. Al contrario que otros funcionarios cuya idoneidad el gobierno descubre ahora que no era suficiente, Chain es exactamente lo que se pensó al nombrarlo. Su tarea es evitar todo límite a la construcción especulativa, y eso lo hace muy bien.
En los dos primeros años del gobierno macrista se levantaron con permiso de obra –nadie sabe cuánto se hizo sin esos permisos– cuatro millones y medio de metros cuadrados de obra nueva. Estos edificios a estrenar y ampliaciones de otros existentes raramente son inspeccionados, y cuando lo son aparece una rara tendencia pública de aceptar hechos consumados. Por ejemplo, en el caso de la tragedia del gimnasio de la calle Mendoza, la misma Uocra había denunciado a mediados de junio que se estaba demoliendo un supermercado sin apuntalar las medianeras, medida básica de seguridad. La inspección tardó tanto que, cuando llegó, había un prolijo baldío cercado. Los profesionales no detectaron “ninguna anomalía” porque los trabajos habían terminado, y por tanto se fueron. Fin del tema.
Por supuesto que no fue el macrismo el que inventó al inspector blando, o la misma falta de inspectores, o las leyes enrevesadas que impiden cualquier límite legal. Pero también es cierto que llevaron el arte de ignorar el problema a un nivel superior. Ante los tres muertos que causó su política, el ministro Chain dijo que “se necesitarían doce mil inspectores” para controlar todo, lo que equivale al número de arquitectos registrados en la ciudad. Chain se rió de la misma idea y la consideró un “mamarracho”.
El sofisma es de los favoritos del ministro, al que le gusta decir que no se puede poner un inspector en cada esquina. Lo que no dice Chain, pero sabe, es que los problemas son otros:
- Las multas son tan bajas, que resultan un costo más, en caso de ser descubiertos, y ni se comparan con lo que se ahorra al quebrar la ley.
- Pese a que se subieron y mucho los derechos de construcción, y hasta se inventó un impuesto a la demolición, no se hizo la inversión de crear un cuerpo de inspección en serio. El sistema está largamente colapsado.
- No existe una legislación que castigue administrativamente a los infractores. Lo que el gobierno porteño puede hacer equivale a una nalgadita y de las suaves.
Basten dos ejemplos para ilustrar el tema. En abril de 2008, un “empresario” pidió permiso para destruir una casa histórica en la esquina de Bolívar e Independencia. El pedido asombró hasta al más gastado funcionario municipal, ya que el lugar tenía cuatro prohibiciones. Resulta que era la casa de Luis Benoit, el diseñador de la ciudad de La Plata, con lo que era Monumento Histórico Nacional y estaba catalogada por la Ciudad. Además, estaba en pleno San Telmo, área de protección histórica. Y, cuarto elemento, el pedido era para demoler la hermosa casa y hacer un estacionamiento ramplón, un uso que está prohibido directamente por el Código de Planeamiento Urbano para esa zona.
El “empresario” no se asustó e insistió con el pedido hasta que le explicaron que ni en sueños podría demoler el edificio y mucho menos abrir un estacionamiento. A fines de mes, el dueño de la casa Benoit hizo su truco final. Un llamado telefónico avisó a la Guardia de Auxilio del peligro de derrumbe de la fachada. Los guardias acudieron y comprobaron que no existía peligro alguno, recorrieron el edificio y se fueron, dejando como corresponde una copia de la actuación. Con el papel en la mano, el especulador corrió al scanner y se inventó un bonito permiso de obra trucho, que colgó en las alturas del andamio, donde fuera difícil leerlo. El jueves 1º de mayo, feriado profundo, una topadora destruyó la casa de apuro. Para la mañana del viernes se llevaban los últimos escombros.
El tema fue un escándalo y los funcionarios por una vez en la vida se sintieron personalmente burlados, con lo que tronó el escarmiento. Al dueño del terreno le avisaron que nunca le darían licencia para un estacionamiento y que sólo podría construir dos tercios de lo demolido, de acuerdo con la ley de patrimonio. Al arquitecto que había recomendado la destrucción del edificio le cancelaron la matrícula en la Ciudad, lo mismo que a la empresa de demoliciones. Como la ley de patrimonio marca un castigo simple, de metros cuadrados de menos, el lote sigue vacío. Pero el arquitecto rápidamente recuperó ante un juez su matrícula –por la libertad de trabajo– y la empresa de demoliciones ni se molestó en darse por enterada. Las multas fueron tan bajas, que el principal costo del asunto fueron los honorarios de los abogados.
Un ejemplo más reciente permite apreciar que la situación no varió. En julio comenzó la demolición del viejo asilo de hombres de San Vicente de Paul, en la calle Sánchez de Bustamante casi Pacheco de Melo, atrás del Hospital Rivadavia. Aldo Sessa y Nicolás García Uriburu, vecinos del lugar, denunciaron el hecho y se cansaron de esperar alguna acción. Finalmente recurrieron a la Defensoría del Pueblo porteño y el Defensor Adjunto Gerardo Gómez Coronado se comunicó por escrito y por teléfono con la Dirección General de Fiscalización y Control de Obras que, como indica su nombre, se dedica a estas cosas. En la Dgfyco le dijeron que inspeccionarían el lugar.
Tardaron casi dos semanas en aparecer por Sánchez de Bustamante y cuando lo hicieron, un miércoles por la tarde de este agosto frío, se encontraron con un portero que no los dejó entrar. ¿Qué hicieron los representantes de la ley? Se fueron, alegando que al no poder entrar no podían comprobar que hubiera una demolición. Curiosamente, los escombros y los muros ausentes podían verse claramente por las ventanas del edificio, en la que ya se demolió hasta la capilla.
Organizaciones de vecinos como Basta de Demoler, Proteger Barracas, SOS Caballito y la Proto Comuna Caballito, por mencionar algunas, tienen verdaderas colecciones de denuncias desatendidas, ignoradas o que resultaron en nada. Las organizaciones de Caballito convocaron a un encuentro vecinal por los desprendimientos en una obra en la calle Riglos al 300. Según los vecinos, llamaron hace más de una semana a la Dgfyco y la respuesta fue que “antes de un mes pasamos”.
Como sabe cualquiera, los automovilistas no respetan los semáforos en rojo no porque piensan que hay un policía en cada esquina, sino porque piensan que podría haber uno justo en la esquina donde están, y porque saben que las multas son caras. Los vecinos ya aprendieron que la falta de autocontrol de las constructoras se debe a que saben que sus semáforos rojos no están nunca controlados, y las multas son monedas.
La segunda garantía que ofrece Macri y administra Chain es frenar esta novedad tan desagradable, la movilización de los vecinos por el patrimonio. Para la especulación inmobiliaria, cada lote ocupado por una pieza patrimonial es un desperdicio, ya que todos los edificios antiguos tienen una cosa en común: son más chicos que las torres que se construyen hoy. En léxico profesional, estos pobres edificios tienen que ser condenados a la destrucción por no llegar a la “carga máxima” que la ley permita.
Justo al asumir Macri, en diciembre de 2007, esta tensión hizo crisis y la solución fue un parche. Se tomó el dibujo del Paisaje Cultural porteño que la Ciudad había propuesto a la Unesco y se sancionó la Ley 2548, creando por un año un mecanismo especial para los edificios construidos antes de 1941. Quien pidiera demoler una de esas piezas tenía que pasar por un trámite especial, la revisión por una entidad casi desconocida llamada Consejo Asesor en Asuntos Patrimoniales.
El Caap tenía una vida tranquila hasta esta ley propuesta por la entonces diputada Teresa de Anchorena, ya que su única tarea era asesorar cada tanto al ministro de Desarrollo Urbano. Con sus nuevos deberes, comenzó a reunirse una vez por semana y decidir si los trámites se aceptaban –el edificio en cuestión se demolía– o si tenían el suficiente valor para ser girados a la Legislatura, para ser catalogados.
El ministro Daniel Chain y el también arquitecto Héctor Lostri, su secretario de Planeamiento, pronto percibieron el poder que la ley inesperadamente les daba. Si se pedía la demolición de un edificio valioso, éste podía –tal vez, quizá– ser protegido por la Legislatura, como recomendaría el Caap. Pero si el Consejo descartaba el trámite, el edificio se demolía y listo, sin más trámite. Era una orden final, una sentencia de destrucción inmediata. Y un regalo del cielo para los especuladores apurados.
Para cuando el mecanismo legal se extendió a toda la ciudad, en diciembre de 2008 y como Ley 3056, Chain no sólo no se opuso sino que hasta fue el que pidió que durara por dos años y no por uno. El ministro había encontrado la herramienta para sacarse de encima a los patrimonialistas de una vez: que el Consejo tratara los edificios que entraban por ventanilla, como marcaba la ley, y también los del “entorno”. No importaba que la ley ni mencionara otra cosa que los casos que entraran por pedido de particulares.
Así se inventó una máquina de permitir demoliciones a paso rápido, que en lo que va del año rechaza siete trámites por cada uno que acepta girar a la Legislatura (algún día, porque los trámites no se envían “por falta de personal”). El Caap depende administrativamente de Lostri, es presidido por una burócrata incondicional, Susana Mesquida, y logró paralizar hasta a las representantes del Ministerio de Cultura, que se supone votarían por algo menos mercenario pero hasta proponen demoliciones propias. El nivel de preciosismo de los consejeros puede ser bizantino: una ventana cambiada condena instantáneamente a un edificio como “descaracterizado”. La pena para el pecado es su rentable destrucción.
En un momento de los debates de cada martes, en el Consejo se escuchó la verdadera razón de tanto rigoreo con las pobres casas viejas. No era una cuestión de teorías o adhesión a Le Corbusier: a menos que fuera una pieza muy especial, siempre había que tener en cuenta el “potencial” del lote según la zonificación. La prioridad, para esta gente, son los metros cuadrados que se pueden construir a nuevo sobre el patrimonio porteño.
Otro servicio a la demolición fue matar de raíz el sistema de protección al patrimonio. La Ley 1227 ordena que el Ministerio de Cultura redacte y proponga a la Legislatura una reforma del Código de Planeamiento –máxima instancia legal en cuanto a la construcción– creando un régimen específico para los edificios antiguos y catalogados. Tres gobiernos porteños ignoraron la orden y, sorpresa, fue el actual el que finalmente la cumplió. La secretaria de Patrimonio, Josefina Delgado, logró que su ministro de Cultura, Hernán Lombardi, le firmara un proyecto notable por su rigor, con multas caras, inhabilitaciones y hasta la obligación de reconstruir la historia destruida, todo a ser controlado por un cuerpo de inspectores de patrimonio dependiente de Cultura.
Chain tronó. En una breve nota, rechazó el proyecto, que fue cajoneado rápidamente y olvidado. Delgado se dedicó a otra cosa –congresos de literatura, principalmente– y así se evitó que existieran castigos reales aunque sea para las constructoras que demuelan la historia porteña.
Como se dijo más arriba, el único castigo real a una demolición clandestina surge en los casos de edificios catalogados –protegidos como históricos– y por la ley de patrimonio. Pero la muy abrumadora mayoría de las estructuras porteñas ni son históricas ni están catalogadas, con lo que las demoliciones preventivas son el recurso favorito para evitar la ley. Por ejemplo, en la nueva zona comercial que surgió descontroladamente alrededor de Nazca y Avellaneda abunda el recurso de destrozar casas de época con demoliciones parciales e ilegales. Como esas casas son anteriores a 1941 y caen en el régimen especial, llegan a consideración del Caap ya sin techos, o sin ventanas, y los preciosistas del Consejo aceptan que las terminen de demoler. Si existiera el régimen de castigos que Chain mató en la raíz, esas demoliciones serían castigadas hasta con la reconstrucción de lo destruido. El costo de ese castigo sería ejemplar y seguramente detendría el vandalismo. Como están las cosas, nadie se molesta siquiera en denunciar los ilícitos.
Y de eso se trata todo el sistema montado por Chain, bajo órdenes superiores.
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