Jue 19.08.2010

EL PAíS  › MARTíN GRAS, SOBREVIVIENTE DE LA ESMA, DIO DETALLES SOBRE EL FUNCIONAMIENTO DEL CENTRO CLANDESTINO

“Se hicieron tres copias de las fichas”

Durante su testimonio en el juicio por los crímenes cometidos en la ESMA habló de los vuelos de la muerte, Rodolfo Walsh y de los archivos que guardaron los represores. La querella pidió que se allanaran las casas de Acosta y Massera, pero el tribunal rechazó la solicitud.

› Por Alejandra Dandan

Durante más de cinco horas la ESMA volvió a convertirse en un escenario cercano, tocable, y de ese mismo modo recobró la carga de lo siniestro. En la sala de audiencias del juicio oral contra los represores del mayor centro clandestino de la Armada se sentó Martín Gras, a metros de las sillas de Ricardo Miguel Cavallo, Juan Carlos Rolón y Antonio Pernías. El ahora subsecretario de Promoción de Derechos Humanos relató detalle a detalle los dos años y medio del secuestro. Habló del megáfono que el grupo de tareas activó en medio de la calle cuando lo detuvieron, de las “extrañas” relaciones entre sus represores, de las depravaciones del “Tigre” Jorge Eduardo Acosta, de Pecera, del proyecto político de Emilio Ma-ssera, de Norma Arrostito y Rubén Chamorro, de las tres microfilmaciones del archivo, de su contacto cuerpo a cuerpo con Rodolfo Walsh el día del secuestro y de su último cuento. La querella pidió al final de la audiencia allanamientos a las casas de Acosta y de Massera, depositarios –según el testimonio– de dos de los archivos. El Tribunal Oral Nº 5 se los negó.

Gras era un cuadro político de Montoneros. Lo secuestraron el 14 de enero de 1977 camino al encuentro con un compañero en las cercanías de Chacarita. “Fui derribado en la calle –dijo– por elementos de civil, golpeado; fui esposado de espaldas, se acercaron varios vehículos y algunas personas de la zona. Con un megáfono en mano, uno de ellos gritó que las fuerzas de seguridad conjuntas estaban llevando adelante un operativo contra un delincuente común, me empujaron al baúl de un vehículo.”

Notó cuando el coche tomaba el túnel de Avenida del Libertador y por la información que circulaba entre la militancia, dijo, imaginó que iba camino a la ESMA. Al llegar, bajó las escaleras, escuchó la música del sótano, estaba vendado con su camisa, y escuchó a quien parecía hablar con voz de jefe. “Me abrazó”, contó Gras. “Me besó a través de mi camisa, y me dijo: ‘¡Cómo te quiero! Te quiero, vos no sabes cómo te quiero.” De pelo entrecano, pantalón con saco, camisa de seda o a medida, corbata de seda, el represor con tono autoritario y firme le explicó “las reglas de juego”. “Me dijo que seguramente yo estaba entrenado para resistir el dolor, pero que me encontraba en un momento inédito porque ellos contaban con tiempo ilimitado y medios irrestrictos para obtener la información.” Los marinos estaban convencidos de que los detenidos tenían un umbral de dolor, que llegaban a cruzar tarde o temprano. El problema, advirtieron, era que ninguno podía decir cómo llegaban físicamente a ese momento. En el sótano, lo ataron a los flejes de una cama, entre paredes de telgopor, sobre un camastro, dos personas lo torturaron con picana. Uno era Jorge Acosta, dijo, alias “el Tigre”, “Aníbal” o “Santiago”. Y el otro Miguel Angel Benazzi, alias “el Turco Salomón” o “Manuel”. Se alternaban en aplicar la picana en lugares especialmente sensibles: los órganos sexuales, la boca, las encías. Allí, en la relación entre esos dos represores entendió parte de la dinámica del centro: “Más brutal Acosta –dijo–, más extraña la de Benazzi”. Curiosamente, señaló Gras, “en un momento Benazzi me dijo: ‘Vos sos un caso mío, debería ser yo, pero te interroga el jefe, pero te voy a demostrar que soy capaz de torturarte’. Pese a que yo le decía que no hacía falta, lo hizo”. Cuando estaba Acosta, Benazzi se quedaba a un costado. Luego lo picaneaba pero no interrogaba. Le llamó la atención “esa peculiar fundamentación jerárquica de Benazzi que parecía entender que se había puesto en duda su capacidad como interrogador”.

Durante la declaración, Gras describió en varios aspectos la lógica de la ESMA. Habló de “la división de tareas”, entre oficiales de inteligencia a cargo de los interrogatorios y los oficiales operativos, a cargo de las detenciones y de los traslados. Los interrogadores eran más prestigiosos. Así como en la Segunda Guerra Mundial, se habían desarrollado los blindados como arma estratégica o para la Guerra Fría se necesitaba conocer los códigos de los misiles con hombres que tuvieran el know how, aquí, ante un enemigo evanescente y fantasmagórico, dijo, la pregunta era cómo identificar los cuerpos, para identificarlos estaba la tortura, y el uso de la tortura era privativo de los altamente capacitados.

Todos los miércoles, sus compañeros eran sujetos a “traslados”, el mecanismo de eliminación de los detenidos que luego se conoció como los vuelos de la muerte. Entonces no lo sabían. Una vez a la semana, los oficiales de inteligencia se reunían para discutir a quiénes no iban a trasladar. Es decir, dijo, por rutina todo secuestrado era sometido al traslado, la excepción era no serlo. Eso, que en la jerga llamaron “derecho a veto”, era un mecanismo que mostraba además el poder interno dentro del centro. Al comienzo, el traslado aparecía como un beneficio. Creían que a las personas las llevaban a centros de detención de prisioneros como los de la Segunda Guerra. Pero la contradicción entre esa suerte de beneficio y la presión a la que eran sometidas las personas que iban a ser trasladadas levantaron sospechas. Los miércoles desaparecían los oficiales, entraba un grupo de suboficiales que llamaban “Los Pedros”, nombraban a los prisioneros por sus números y se los llevaban. Entre los detenidos estaba Silvia Labayru, embarazada. Jorge Astiz solía visitarla. Una vez, en el baño, Labayru le contó a Gras que le había pedido a Astiz el “traslado” para ver a su familia. Astiz se puso muy mal y violento, le dijo que de ninguna manera ella tenía que insistir con eso y que iba a hacer todo lo posible para que no la trasladaran nunca. Gras le pidió, entonces, que le preguntara si los traslados eran una ejecución. Que como Pernías estaba esos días en Washington dijese que él se lo había dicho. “Tenías razón”, le dijo Labayru después. “Astiz se puso furioso, me dijo, bueno si el jefe te lo dijo, él sabrá: los únicos que están vivos son los que están acá.” En ese momento, Gras se desmayó del miedo. “Debo confesar que yo pensaba que estaban vivos y de golpe me di cuenta de que estaban muertos.”

En marzo de 1977, Gras había empezado a ser “caso” de Pernías. Solía descender de capucha al sótano, pasaba horas en el banco de un pasillo. Usaba “anteojitos”, que eran como las vendas para dormir en los aviones, pero con doble algodón y un elástico “tremendamente tirante que se clavaban en los ojos, provocando una suerte de conjuntivitis constante”. El había conseguido aflojárselo. Un día, a fines de marzo, sintió de pronto “tensiones en el aire”, una “carga en el ambiente diferente”.

–¡Hay que desalojar, hay que desalojar! –escuchó– Hay que llevar esta gente afuera.

En el sótano había un baño. En medio del desorden, entró, esperó un rato y salió. “¿Qué hace este tipo acá?”, escuchó. Y en ese momento, “me arrastran hasta la escalera de descenso al sótano –dijo–, tropiezo con un grupo que baja, en la camilla desnudo de la parte de arriba, veo a Rodolfo Walsh, llevado a la enfermería, y yo sigo a Capucha”.

Días después, en el sótano, adentro de una oficina-depósito de Pernías vio en un tacho la colección de la CGT de los Argentinos, una carpeta gris con archivos periodísticos y ciertas hojas mecanografiadas: la carta de Walsh a la Junta y un cuento por el cual, dijo, “me convierto en parte del club de los pocos que pudimos ver el último cuento de Rodolfo, por lo menos del lado de acá”.

En “Juan se iba al río”, de pronto se abre el Río de la Plata, se vacía y aparecen restos de barcos, seres fantásticos y este hombre, Juan, marcha a caballo y decide cruzar a caballo con el río retirado. El cuento termina cuando se mete y se desata la tormenta. “Creo que estaba hablando de alguna manera de todos nosotros –dijo Gras–: quiero creer que eso está en algún botín personal y quisiera creer que está en algún lado.” Cuando tiempo después se encontró con Lilia Ferreyra, la compañera de Walsh, ella le contó que le había preguntado a Rodolfo si Juan finalmente llegaba al otro lado. “La pregunta importante –le dijo él, y recordó Gras– es que se anima a cruzar.”

El testimonio recordó a Dagmar Hagelin; al grupo de la Santa Cruz como el primer operativo de inteligencia de Astiz. De Arrostito. De cómo los marinos tiraron sangre en el mismo lugar del supuesto fusilamiento para reforzar la idea de la muerte. Y habló de los archivos. En el sótano, a todos los detenidos les tomaban una foto. A la vez, la Marina llevaba fichas de cada operativo con la zona del secuestro, los datos básicos y los resultados. Las fichas, aseguró, fueron microfilmadas con tres copias: una destinada al Servicio de Informaciones Navales, otra a Emilio Eduardo Massera y otra al archivo personal de Acosta. Por eso la querella pidió los allanamientos. El Tribunal no hizo lugar. Dijeron que era información que ya se poseía de la etapa de la instrucción, y que no había nuevos elementos.

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