EL PAíS › LAURA SEOANE, SOBREVIVIENTE Y TESTIGO EN EL JUICIO POR LA ESMA
Seoane era la mujer de Víctor Basterra, secuestrado en la ESMA y responsable de haber copiado las fotos de los represores que lo obligaban a falsificar documentos. Testimonió frente a Ricardo Miguel Cavallo, el marino que la capturó en 1979.
› Por Alejandra Dandan
Cuando la audiencia terminaba, ella pidió un momento más. Tal vez, dijo, “para muchos todas estas declaraciones se hayan naturalizado, pero para nosotros es de mucho dolor y de mucha angustia, es revolver cosas de treinta años que están siempre presentes, pero en este contexto seguimos sufriendo violencias”. Antes de irse, todavía en la silla, Laura Seoane nombró a Jorge Julio López, testigo desaparecido en 2006, y a Silvia Suppo, sobreviviente y asesinada este año en Santa Fe. “Por eso pedimos –agregó– la unificación de las causas.” En el fondo, algunos intentaron aplaudirla. El Tribunal Oral Federal Número 5 lo impidió.
A unos metros, sentado entre las primeras filas de la sala de audiencias de los tribunales de Comodoro Py, el represor Ricardo Miguel Cavallo seguía detenido frente a su notebook. Suele mantener abierta la pantalla desde que comenzó el juicio oral por los crímenes en la ESMA; hace tiempo, dicen, ya no actualiza su blog. Arriba, detrás de un vidrio que divide la sala, murmuraba el grupo de marinos que acompaña el proceso contra los represores. “¡La falsedad de la Justicia es imperdonable!”, comentó alguno. “¡Que lloren sangre porque se la merecen!”, dijo otro. Uno de los asistentes más frecuentes tenía en las manos un libro que lee hace días. “Voy por el tercer capítulo”, se ufanó de pronto. “Todavía no apareció ningún muerto.”
La audiencia había empezado temprano con el relato de Laura Lidia Iadlis, amiga de una desaparecida de la ESMA. Y luego declaró Laura Seoane, esposa en 1976 de Víctor Basterra, uno de los detenidos del campo, aquel experto en gráfica y fotografía que se convirtió en mano de obra esclava dentro del centro desde donde empezó a llevarse fotografías de detenidos, de represores y documentos que se convirtieron en elementos de prueba.
El 10 de agosto de 1979, dijo ella, en horas del mediodía, una persona golpeó a la puerta de su casa en la calle Tuyú de Lanús, presentándose como vendedor de seguros. Ella no abrió, pero el hombre, de campera de cuero negro, insistió. Víctor estaba pintando. Mientras el hombre golpeaba, por los techos del vecino entró una patota que lo tomó. Con el tiempo, Laura supo que el supuesto vendedor de seguros era Adolfo Donda Tigel, acompañado en esa ocasión por Carlos Capdevila y Fernando Enrique “Gerardo” Peyot. Ambos se quedaron en otra habitación, Donda revolvía otra parte de la casa con ella. “Me explicó que me iban a llevar para hacerme preguntas, que le preparara un bolso de ropa a mi hija, porque tenía una beba de dos meses”. Ahora, le dijo luego, “vamos a salir caminando hasta la esquina como si fuésemos de la familia”. Lo hicieron. Laura se subió con su hija a un Ford Falcon metalizado, cree que de color celeste; en el volante había otra persona, “Marcelo”, lo llamaron, aunque luego supo que era otro de los alias de Sérpico, Ricardo Miguel Cavallo, el mismo marino que la escuchaba en la audiencia.
El auto anduvo entre el Riachuelo y la quema, bordeando Villa Jardín. En un momento paró. Donda le sacó a la beba, a ella la tiró en el piso del auto y la cubrió. En la ESMA, Laura repitió el circuito de otros detenidos. Esposas, escaleras, la música de una radio muy fuerte emergiendo desde el sótano y ella en una habitación pequeña, sobre una cama. “Me sacaron la ropa y me ataron de pies y manos a los barrotes de la cama, ahí supe lo que era la picana eléctrica.”
En la sesión preguntaron por un cuñado, por la militancia de su esposo, por su nombre de guerra. Cuando dijo que no sabía, su torturador le dejó un ojo negro. Preguntó por su hija. “Quedate tranquila –le dijeron–, ella está bien, la están cuidando otros compañeros tuyos.” Luego “alguien me puso a la bebé en brazos, me pareció curioso porque le hacía caricias en la cabeza, la mano era una mano blanca con manchas, a lo mejor, pensamos después, se trataba de Colores (Juan Antonio Del Cerro).”
Laura estuvo cuatro o cinco días secuestrada. En un momento, la bajaron, la sentaron en un banco, le sacaron la capucha y pudo ver a Víctor golpeado. Cuando la liberaron la llevaron con su hija a la casa de una hermana en La Plata. “Dejaron las armas arriba de la mesa, le dijeron a mi hermana y a mi cuñado que estábamos todos bien, que no se nos ocurriera hacer una denuncia porque Víctor era boleta.”
Pese a la amenaza, Laura declaró esos días ante la delegación de la OEA que estaba en Buenos Aires. A mediados de agosto recibió un llamado de Víctor, en diciembre otro, y luego el padre de un ex detenido le acercó una carta de él. En ese tiempo, llamó una persona para darle los datos de una escribanía. Cuando llegó al lugar, ella y su suegra tuvieron que firmar papeles fraguando la venta de la casa de la calle Tuyú, con la promesa de que Víctor iba a quedar en libertad.
El 7 de enero de 1980 empezaron algunas visitas de Víctor y la reconstrucción secreta de una parte del archivo de la ESMA. Víctor le había contado que estaban haciendo documentos falsos, también certificados de autos, sacando fotos. Laura empezó a recibir parte de esos archivos que él se llevaba escondidos en los genitales. Para entonces se había mudado a una casa en José C. Paz. Los envolvieron en nylon y los pusieron en un agujero dentro del armario.
La fiscalía le preguntó a Laura si ella trabajaba. “Mis hermanos me bancaban, en realidad a mí me daba miedo salir a calle, me daba miedo dejar sola a mi hija, llamaban para controlarme.”
Pasaron años. Tuvieron otro hijo. Víctor estuvo en el nacimiento y también cuando su hija más grande cumplió un año. “Esos eran momentos de mucha angustia –explicó–, porque no sabía si íbamos a volver a vernos.”
En una ocasión, entraron a la casa: Laura todavía cree que fue un grupo de tareas que buscaba algo de documentación. No la encontraron, dijo, pero tampoco se llevaron el sueldo de maestra que ella había guardado en el primer cajón de un armario.
En 1984 se mudaron a Neuquén. Todavía para esa época un marino los seguía.
La fiscalía le pidió a Laura un reconocimiento sobre el archivo que aportó Víctor Basterra en los inicios ya remotos de la causa. Ella lo hizo, explicó además que las anotaciones con datos de los marinos eran letra de Víctor. En la revisión, reconoció a Elsa, la petisa, esposa de Villaflor, entre otros nombres. Intentó hacer lo mismo con los marinos. Eso dio lugar a un debate de más de treinta minutos entre el ministerio público y abogados de la defensa. Ellos no querían que la testigo leyera datos de los marinos antes de terminar con su testimonio. Luego de una deliberación, el Tribunal acordó una solución intermedia. Que “agote su memoria” y luego se hagan las preguntas de los archivos.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux