EL PAíS › EL TESTIMONIO DE HORACIO VIVAS, SOBREVIVIENTE DE EL VESUBIO
Abogado de militantes políticos, Vivas detalló desde España las atrocidades de su cautiverio. Contó que sus compañeros vieron al escritor Haroldo Conti y al cineasta Raymundo Gleyzer.
› Por Alejandra Dandan
Horacio Ramiro Vivas es uno de los pocos sobrevivientes de los centros clandestinos de detención que puede hablar del primer año de funcionamiento de El Vesubio. Lo secuestraron el 2 de junio de 1976, de un departamento al frente de la calle Echeverría en el barrio de Belgrano. Vivas era abogado de algunos militantes políticos, pero también del diario La Razón. Cuando lo secuestraron tenía 39 años. Ahora a los 73 años, sentado al otro lado de una pantalla gigante, desde el consulado argentino en Madrid, su declaración entró a través de una videoconferencia a la sala de audiencias de los Tribunales Federales de Buenos Aires. Vivas habló del secuestro, de cómo los ladridos de los perros le enseñaron a entender el paso del día a la noche. Habló del sótano de El Vesubio, el primer lugar de detención del que pueden hablar muy pocos sobrevivientes. Un poco de Haroldo Conti y menos de Raymundo Gleyzer.
Vivas habló de las dificultades para detallar treinta y pico de años más tarde cosas que debería guardar la memoria: “Suele suceder que cuando uno se vuelve viejo –dijo– los recuerdos antiguos empiezan a florecer porque los nuevos se van gastando”. Esta vez, las audiencias de El Vesubio se hicieron en la sala destinada habitualmente al juicio oral de la ESMA. A las ocho de la mañana, los integrantes del Tribunal Oral Federal 4 se sentaron en la mesa del jurado, las querellas a un lado y los abogados defensores del otro. Pese a que el Servicio Penitenciario Federal había recibido las comunicaciones correspondientes, los cinco represores imputados alojados en la cárcel de Devoto nunca llegaron.
Por esos procesos extraños de la memoria, explicó Vivas a poco de arrancar, muchos años después, ya en Madrid, recordó que una de las personas que fueron a buscarlo a su casa era, al parecer, un policía, integrante de la Brigada de Robos y Hurtos de la Provincia de Buenos Aires, al que había defendido él tiempo antes.
Eran las nueve de la noche cuando lo subieron a un Ford Falcon. En el trayecto, dijo, le hicieron dos preguntas “disparatadas”. “Primero quisieron saber quién era yo que el coronel me había pedido, y la otra era si conocía el apodo de Osvaldo Paludi, un abogado, ayudante de la cátedra de derecho civil en la Universidad de Buenos Aires”.
El Vesubio estaba en el cruce de Camino de Cintura y la Riccheri, aunque entonces le decían La Ponderosa, un lugar al que describió como “la casa de unos estancieros” y que con el correr de las audiencias, durante estos meses, se entendió como una estructura de tres casas, una de las cuales, la primera, la casa de la jefatura, era el lugar donde funcionó el sótano, usado sólo durante ese año como alojamiento para detenidos.
“El lugar estaba cerca de la Brigada de Perros de la Policía de la Provincia de Buenos Aires –dijo–, lo supe porque durante el largo período que estuve sentía los ladridos, y ese ladrido de los perros me servía para saber que era de noche.”
El piso del sótano estaba lleno de colchonetas. Los detenidos tenían que estar acostados, con las manos atadas atrás o adelante, según los cambios de guardias. Había tres turnos de guardias, explicó. Cada equipo cumplía jornadas de 24 horas con descansos de 48 horas cada vez. Así, pasaban tres grupos por semana: uno malo, otro menos malo y uno un poco mejor con la función de mantenerlos con vida. Las esposas tenían gravadas en el interior el nombre de la Unidad 16, un número que según su memoria correspondía a la Unidad Penitenciaria de Chaco. En el sótano había compañeros transitorios, detenidos que llegaban y pasaban a otros lugares o que iban camino a la muerte. En un momento, escuchó que un grupo iba a hacer trasladado a Neuquén: “En la jerga, me explicó uno de los guardias, eso significaba que los iban a matar. A mí no me trasladaron, por eso puedo hablar acá”.
Vivas declaró ante la Conadep y en 1997, en Madrid, entonces recordó nombres y detalles que ahora no ubicaba. Los querellantes volvieron una y otra vez a alguno de esos párrafos para confirmar otra vez algunos nombres. Pese a eso, el relato estuvo marcado por datos, nombres de personas que se sucedieron durante su detención. Todavía ahora no sabe si muchos de ellos quedaron con vida.
Nombró a tres mujeres. Estuvieron alojadas con él en el sótano. Una era Analía Magliaro, asesinada después en un supuesto enfrentamiento en Mar del Plata; Alicia Carriquiriborde y Graciela de la Torre, a la que conoció con el retorno de la democracia. Señaló a un muchacho joven que alguna vez identificó con nombre y apellido, alguien que trabajaba en una compañía de seguros, que se presentó como estudiante de un bachillerato nocturno, al que habían secuestrado porque hacía pegatinas del PJ. Los guardias, explicó, le decían Pañoleta, porque se la pasaba llorando: todas las noches lo sacaban a “lanchear” para marcar a sus compañeros.
También habló de Ramón o Moncho, secuestrado con el escritor Haroldo Conti. Moncho le dijo que habían estado primero en Campo de Mayo y que Haroldo estaba en la planta alta de la casa. Pasó un joven asmático. También un hombre mayor, fabricante de soda de Tres Arroyos que había estado buscando a su hija, una médica de La Plata. Entre tanto, las preguntas “disparatadas” se repitieron otra vez. A lo lejos, sentado en Madrid, todavía se pregunta qué es lo que buscaban. En las sesiones de tortura, sólo le preguntaron una cosa: ¿Cuál era la dirección de Firmenich? ¿Y cuál la de Roberto Santucho? “Si ellos eran los que hacían inteligencia eran ellos los que lo tenían que saber”, dijo. “No había preguntas específicas, querían que yo les contara un cuento de hadas, yo pienso que no tenían ninguna información que yo hipotéticamente podía saber, creo que eran todos disparos al aire por si cazaban un pato volando.”
Pero para cazar al pato probaron de todo. Le dieron corriente eléctrica, le dislocaban un hombro y volvían a acomodárselo en caliente. Sumergieron su cabeza dentro de una bañera llena de agua simulando un ahogamiento. “Vamos –se corrigió él–, simulando no, sin llegar al ahogamiento total pero el ahogamiento existía.” Le golpearon los oídos. Los dos al mismo tiempo, le hicieron estallar los tímpanos que sangraron varios días. “Recuerdo –dijo–, que le llamaban el teléfono”, un sistema de tortura que le dejó los oídos dañados.
El primer jefe del centro fue Alberto Neuendorf. Le decían “Neuman”, “Hitler”, pero Vivas lo recuerda como El Alemán. Un hombre al que siguió viendo en los lugares de detención adonde lo llevaron luego. Pasó por la comisaría de Montegrande, dato que supo por un guardia pero corroboró por el alucinado vuelo de una avioneta de propaganda: “Montegrande, Montegrande –decía– Motencudine para todos”. El Alemán lo visitó con el equipo de “eléctricos”, preparados para la picana. Luego lo llevaron a la Brigada de Investigaciones de Quilmes. Ahí lo interrogó un supuesto coronel. “Esa persona –dijo, no creo que haya sido un coronel, pero sí creo que había trabajado en Derecho en la Universidad de Belgrano donde yo estudiaba derecho penal: la venda se movía lo suficiente –aclaró– como para permitirme poder ver su rostro.”
El periplo que recorrió a continuación permite entender alguno de los circuitos represivos. Vivas pasó a la comisaría de Chacarita, le sacaron la venda y lo llevaron al cuartel de Palermo de la Policía Montada. “Me tiraron a un carro de asalto y con una inimaginable custodia me trasladaron a la cárcel de La Plata, digo lo de inimaginable –agregó– porque arriba volaba un helicóptero, había varias motocicletas, lo que ocasionó un gran alboroto”.
Llegó a La Plata con 45 kilos, veinte kilos menos de su estado habitual. La barba enorme le permitió hacer una broma sobre el aspecto de los talibán. Al momento del secuestro tenía un estudio en los alrededores de Tribunales y una cuenta bancaria. Había cobrado una suma importante del diario La Razón. En La Plata, durante una visita de su madre, preguntó por el dinero. Ella le dijo que en la cuenta no quedaba nada, y de la casa de Belgrano se habían llevado hasta el aire acondicionado.
La última noche en El Vesubio, un guardia llamado Beto le dijo a él y a las tres compañeras que se despidan. Esa noche, el guardia le permitió hacerle preguntas, él pudo saber de algunos detenidos. Paludi, lo habían matado en la tortura. Al fabricante de sodas lo habían liberado. A mediados de julio, también habían sacado a Noemí Fernández, su mujer, detenida en la planta alta, en el mismo centro. “Pese a eso –dijo Vivas–, algunas de las cosas yo las tomé con pinzas porque a este hombre no le podía creer.” Esa noche “tan especial”, explicó, ese hombre le habló de Haroldo Conti. “Me dijo que se lo habían llevado, unos quince días antes; sé que estaba muy mal físicamente porque el comentario de este guardia era que bueno, que lo mejor que podía pasarle era que no siguiera sufriendo, que era una piltrafa.”
Noemí Fernández más tarde también le habló de Conti. Había podido intercambiar algunas palabras, le dijo que hablaba de sus hijos. “Y era lo único que se podía decir porque todos éstos nos impedían mantener una conversación, si nos sorprendían hablando además de las torturas venían los castigos.”
Sobre los ruidos de El Vesubio, otros testigos hablaron de árboles. E incluso del ruido de un tren. En la ESMA, se habla de la música fuerte. Vivas se acordó en cambio de los temas de Julio Iglesias, una grabación a gran volumen, para tapar el sonido de las torturas. Cuando llegó a España, cada vez que escuchaba a Julio Iglesias, intentaba correr.
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