EL PAíS › EL TESTIMONIO DE MERCEDES JOLOIDOVSKY, SOBREVIVIENTE DE EL VESUBIO
Contó que los obligaban a confeccionar listas con todos los secuestrados y que hacían cinco copias. Ubicó a la estudiante Laura Feldman, cuyos restos se identificaron el año pasado, en El Vesubio. Habló mientras el represor Durán Sáenz dormitaba abrazado a un rosario.
› Por Alejandra Dandan
Pedro Durán Sáenz escuchaba sentado frente a la pantalla gigante de la sala de audiencias, con un rosario de color madera enredado a la mano. El jefe en 1977 del centro clandestino de El Vesubio estaba solo, sin la compañía habitual de los otros siete imputados de la causa. Se dormía. Cada tanto levantaba la vista. Frente a él, Mercedes Joloidovsky hablaba desde España, sobre la inmensa pantalla, acordándose de uno de sus guardias. Era uno que cantaba muy bien, dijo. Que tenía una voz maravillosa, que cada tanto les preguntaba a las detenidas si no se acordaban de ese tema de Víctor Heredia, entonces se ponía a cantar. “Era muy llamativo –explicó Mercedes–: escuchar ahí canciones nuestras, nos provocaba mucha angustia, encontrar ahí todo eso no era grato, él lo sabía.”
La imagen de la declaración se emitía desde el Consulado argentino en Madrid, como en los últimos dos días. Frente a ella, en esa antesala imaginaria estaba la sala de audiencias de los tribunales de Comodoro Py, las querellas, sólo dos defensores oficiales y en medio de la nada el represor. Detrás todo parecía mas vacío todavía. En el lugar reservado para el público había una persona: la hermana de Laura Feldman, desaparecida en El Vesubio.
Mercedes es la única sobreviviente del centro clandestino que podía ubicar a Laura con vida en el lugar. Por eso, la querella pidió su declaración. Laura tenía 18 años cuando la secuestraron, estaba con un grupo de estudiantes secundarios. “Cae un grupo de chicos muy jóvenes, aunque vamos –aclaró Mercedes–, más jóvenes que noso-tros, entre ellos estaba Feldman, que estaba muy asustada, decía que su papá la iba a sacar, que era un cineasta, que ella no tenía nada que ver con nada. Las otras chicas estaban más tranquilas si se quiere, pero esa noche fue un gran lío, una cosa desproporcionada de gritos, de locura, de golpes, patadas.”
Laura estaba con jean, una camisa de flores, muy rubita, dijo Mercedes. La pasearon al menos por dos casas: la casa dos destinada a las torturas y la tres al alojamiento. “No la vi en el lugar de la tortura porque no podíamos”, indicó Mercedes. Sí la vio en cambio en las “cuchas”, las celdas divididas por aglomerados, donde con la llegada de las estudiantes empezaron a estar de a dos a la vez. “El primer día le habían destrozado la cara, que era lo que les encantaba destrozar de las mujeres, a los golpes, a las piñas.” También la vio en una sala donde estaba el grupo de secundarias. Mercedes se acordó porque estaba desesperada por agua, pero no las dejaban tomar nada, una de las medidas posteriores a la tortura.
Ninguno de los represores del juicio está imputado por homicidio. El año pasado, el Equipo Argentino de Antropología Forense identificó el cuerpo de Laura Feldman, que había sido enterrado como NN en el cementerio de Lomas de Zamora. Las querellas están pidiendo incorporar este hecho a la causa, junto con otras cuatro identificaciones como parte de las pruebas.
Mercedes era militante de Montoneros. Estuvo diez o doce días secuestrada en El Vesubio; luego pasó al “Sheraton”, en la provincia de Buenos Aires, a una comisaría de Ramos Mejía, fue juzgada por el Consejo de Guerra y quedó detenida durante tres años y cuatro meses en la Unidad 21 de Ezeiza.
La secuestraron el 23 de febrero de 1978. Primero intentaron encontrarla en la casa de los padres, como no estaba, presionaron a su padre. El terminó llevándolos a la casa de una abuela, a dos cuadras de ahí. Los militares también buscaban a Luis María Vidal, su compañero, también de Montoneros. El operativo se demoró, explicó, porque Luis María no aparecía. Finalmente lo ubicaron abajo de una cama, acababa de tragarse la pastilla de cianuro. Preguntaron por el hospital más cercano. Lo llevaron al Centro Gallego, pero al otro día ella supo durante una sesión de tortura que él había muerto.
“Me decían qué cómo nosotros que éramos cristianos habíamos hecho eso. ¿Qué cómo lo habíamos hecho si respetábamos la vida? Ipso facto –aclaró– empezaron con los golpes, ése era el respeto que tenían por la vida.”
En El Vesubio, la llevaron a la sala Q, después al primer interrogatorio que duró poco. “Bah, no seamos eufemísticos –aclaró–: lo que había ahí no eran interrogatorios, era la tortura cruda y dura, todos estábamos muy lastimados, muy desquiciados porque no sabíamos en qué momento iban a empezar otra vez.”
Cuando se lo preguntaron, detalló: “Me parece que con los hombres se ensañaron muchísimo, eran condiciones mucho más duras”. En la sala de interrogatorios ubicó al Francés, el coronel Gustavo Adolfo Cascivio, que después de muchos años de intentar descubrir quién era quedó detenido hace dos meses. “Un tipo que iba de fajina verde, con pistola, siempre muy perfumado, muy señor, muy macho él, alto, de bigotes, fornido, con el pelo muy para atrás, con anteojos de sol, sus botas muy lustradas.” Duro, dijo, malo y perverso. Detrás había otro, de más edad, con los dedos enormes. “Me decía que las piñas que había sentido eran de esas manos, que iban a hacer falta muchas manos más para ablandarme.”
Como sucede en cada audiencia, le preguntaron por la violencia sexual. “Sí”, dijo. “Cuando quedábamos desnudas en los lugares de tortura siempre había un hijo de puta que te metía una mano, que te decía: qué buenas tetas, qué buen culo. Yo no puedo hablar exactamente de violación, pero de manoseo por supuesto, no de todas, puedo hacerlo de mí y nada más.”
Mercedes declaró en 1984 ante la Conadep, y años después en el juzgado de Daniel Rafecas. En ambos casos habló de unos listados que se confeccionaron en El Vesubio. Ella fue una de la que los escribieron. “Nos hacían hacer copias mecanografiadas con todos los que entraban detenidos, eran listados, cinco copias con su carbónico adentro y ellos después les ponían a mano Cuerpo 1, Cuerpo 2, Cuerpo 3... A la quinta copia no le ponían nada, la dejaban como si fuera para el archivo.” Las listas se hacían diariamente, explicó, por la mañana, con los nombres de todas las personas que iban llegando. Se ponía nombre y apellido, zona de militancia y lugar de donde se lo llevaron. Había identificaciones del ERP, de Montoneros y también creyó que de Vanguardia Comunista, cuando llegaron los estudiantes. En alguna de sus viejas declaraciones, habló de otras identificaciones como de una letra y un número. Ayer no lo recordó.
“Lamentablemente la Justicia en este país tarda muchísimos años –dijo–: han pasado cuántos años desde que yo declaré por primera vez, ¡y ahora tanta minucia por saber si hay un numero o una letra! Si ustedes pretenden que yo me acuerde, pues no me acuerdo.”
Desde la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación le preguntaron si creía que la saña había sido más grande porque era judía: “Yo no soy judía”, explicó. “Sí, mi apellido es de origen judío, en todo caso ucraniano, pero es una confusión que también ellos tuvieron porque al principio sobre todo me lastimaban bastante mal por portación de apellido”.
Al final, Durán Sáenz volvía a estar medio dormido. “Quiero saber dónde está Luis –dijo ella, probablemente sin saberlo–, dónde está Marta, dónde está Pepe: ¡por qué no tienen los huevos suficientes para decirlo!”
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