EL PAíS › OPINIóN
› Por Mario Wainfeld
El sacerdote Orlando Yorio testimoniaba en el Juicio a las Juntas militares. Contaba que, tras ser secuestrado, se lo llevó a un lugar desconocido. Le vendaron los ojos, lo maniataron, le pusieron grilletes en las piernas. No le dieron comida ni agua, no lo dejaban moverse ni para hacer sus necesidades. De vez en cuando, entraban desconocidos para insultarlo o amenazarlo de muerte. Permaneció, según su cálculo, dos o tres días. Un camarista le preguntó: “¿lo torturaron?”. Este cronista asistía, como público. En un plazo infinitesimal se dijo “¿cómo le puede preguntar eso?”. Pero, antes de que Yorio retomara la palabra (menos de un segundo, quizá), intuyó que su duda no era del todo adecuada. Intuyó lo que contestaría Yorio: “No –dijo–, no me torturaron”. Tortura, en la acumulación de historias ya conocidas eran el submarino, la picana, los tormentos físicos.
El cronista recordó la anécdota anteayer cuando Rafael Ianover, prestanombre de David Graiver, contó que fue detenido en 1977, llevado a un campo de concentración, sometido a interrogatorios kafkianos, eventualmente con los ojos vendados. Pero, remachó dos veces, no lo torturaron.
La percepción de las víctimas expresa algo, que es la magnitud del terrorismo de Estado y el modo en que trastrueca escalas de valoración. Un detenido que salía vivo era, en el marco del horror, un “privilegiado”. En los primeros tiempos, hasta un sospechoso para sus compañeros.
Ese contexto de supresión de las garantías legales básicas y hasta de negación de la humanidad regía a partir de 1976. Afrenta a la inteligencia ignorarlo, pretender que una transacción estratégica para la Junta Militar podía realizarse con visos de normalidad, de equilibrios contractuales, de libertad en casi cualquier sentido de la palabra. Máxime si se trataba del patrimonio de un empresario intrépido, judío para mayor incordio, que tenía buen diálogo con el ex ministro José Ber Gelbard (a quien se había privado de derechos, ciudadanía y patrimonio mediante un bando fundacional) y con la organización Montoneros. Cuando políticos relevantes dicen “las empresas no presionaron”, dan por comprobados hechos tangibles que no conocen. Y, de mala fe, soslayan un dato evidente, ineludible: había un gobierno genocida (dueño de vida, muerte y bienes) que presionaba por ellas, por sus socias deseadas.
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Denunciante al banquillo: Desde hace muchos años, las víctimas y sus familiares tienen una eminencia especial en la Argentina. Comenzó por las que sufrieron violaciones de derechos humanos, se fue propagando a otras. Las de gatillo fácil, las de delincuencia común, las de accidentes de tránsito, de Cromañón, en algún sentido los asambleístas de Gualeguaychú.
Las víctimas, así se fue construyendo, deben ser escuchadas, respetadas. Se mencionan sus nombres, a menudo se las identifica por los de pila.
El rol de víctima, su voz construyen una forma de autoridad. Centenares, acaso miles de víctimas de crímenes de lesa humanidad han declarado en juicios en toda la geografía nacional. Nadie los ha denostado ni menoscabado, salvo grupúsculos fascistas de nula representatividad y algunos abogados defensores. En los medios hegemónicos y en muchos de sus voceros del espacio opositor, Lidia Papaleo de Graiver hace excepción a esa regla.
Los argumentos para ningunearla (valga la expresión) son variados, contradictorios, acumulativos. Estirarlos una línea demostraría una perversidad inmensa. Recorramos algunos: es la hermana de Osvaldo, un dirigente de la derecha peronista. Su esposo manejaba dinero de Montoneros. No estaba casada con él en Argentina. No hizo la denuncia antes. Parecería que esas referencias tornan menos grave su padecimiento, menos intensos sus vejámenes. Un poquito justificables.
Intérpretes de todo pelaje “saben”, dan por sabido, por qué la chupó y torturó la dictadura. Fue por esto y no por aquello, por esa plata no por estas acciones. ¿Cómo estarán al tanto de la lógica de los represores, se pregunta el cronista, cuáles son sus fuentes certeras? Si se lee bien lo disponible, se llega a otra conclusión. Los documentos públicos de la etapa son poco fiables, predispuestos por los represores. Los diarios, en cambio, son más instructivos: dan cuenta de los pactos y celebran el apoyo dictatorial. En aquel entonces valía un festejo, era una condecoración. Ahora, es una suerte de confesión histórica.
La víctima pasa al banquillo culpabilizada por haber reflotado un conflicto de intereses. Las circunstancias básicas no se develan ahora: eran conocidas, se las denunció, se las acalló en el ágora, se narcotizaron las investigaciones en los tribunales. Resurgen porque son más viables, en otra contingencia histórica. Restablecida la legalidad, derrocadas las leyes de la impunidad, controvertidos los poderes mediáticos oligopólicos.
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El recorrido de las víctimas: Lo que define a la víctima del terrorismo de Estado, disculpe usted la obviedad, no es su trayectoria previa o ulterior. Es ruin e ilegal valerse de ella para justificar o mitigar la afrenta y los delitos.
Eran gentes de avería, tenían lazos con la derecha peronista o con las “orgas” los subterfugios remiten al clásico “en algo andaría” en gran medida superado, merced a la toma de conciencia del conjunto social.
Hubo un tránsito, para nada lineal. Recordemos que, en sus primeras apariciones, las propias Madres hablaban de la inocencia de sus hijos, entendida como sinónimo de falta de participación política. Ni hablar de ligazones con organizaciones revolucionarias o armadas. El Nunca Más politizó y cristalizó ese legado. Se pasó “de la lógica justificadora de ‘por algo será’ a la lógica despolitizadora del ‘no hicieron nada’, describe bien el sociólogo Daniel Feirstein. Extraemos esta cita de su libro El genocidio como práctica social, que también inspira en buena medida todo este párrafo.
No hablamos, sólo, de la “teoría de los dos demonios”, sino de un primer reflejo social, más vasto que la interpretación del libro de la Conadep. Permeó también textos y películas bien intencionadas del primer tramo del alfonsinismo. Luego el discurso y la visión histórica hincaron el diente en la realidad: muchas víctimas eran militantes, comprometidos, combativos, algunos combatientes.
Los organismos de derechos humanos, sus familiares, muchos de sus compañeros los tomaron como ejemplo de vida, como referencia política. En diciembre de 2001, reseña bien Feirstein, muchos jóvenes que salieron a la calle se definieron como sus sucesores. Estaban en otra coyuntura, pero interpretaban ser continuidad de “los 30.000”, recogían su legado insurgente.
Politizar, re-politizar es también acicatear los debates. Su responsabilidad histórica se puso en cuestión, no todos opinaron igual. Pero fueron contados, casi nadie, que refutó su condición de víctima o que intentó justificarla por sus actos o por sus pretensos errores políticos.
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El paso del tiempo: Es injusto restar mérito y proyecciones a la Conadep, al Nunca Más y el Juicio a las Juntas. Mucho más que avances, fueron un salto de calidad en la historia, elevaron impensablemente el piso de la lucha por la verdad y la justicia.
Medirlos con la vara actual, refutar desde hoy sus discursos es un anacronismo, plagado de riesgos. Pero se equivocan también quienes creen que ese proceso, esa investigación o ese libro cerraron la saga, fueron el clímax y no el inicio. Con los años se fueron agregando saberes, vivencias, un vocabulario nuevo, militantes, intelectuales, académicos, jurisprudencia creativa. Y muchas personas fueron superando reticencias, miedos o desconocimiento, sumando sus testimonios.
Si los crímenes de lesa humanidad son imprescriptibles, ¿cómo fijarle plazo terminal a la posibilidad de denunciar?
Se han acumulado sentencias contra represores. Unos pocos (que es algo muy distinto que ninguno) fueron absueltos por falta de pruebas en juicios completos o respecto de algunos delitos. Para los sobrevivientes (familiares o víctimas directas) son situaciones muy dolorosas, exasperantes. Desde un ángulo institucional que las condenas no sean automáticas consolida su legitimación social. Se sancionó en base a pruebas contundentes, a testimonios desgarradores y verosímiles. Hasta ahora nadie, salvo algún abogado con ínfulas de represor, adujo que una víctima mentía. Hay que colocarse en ese lugar, espantoso, y pensar antes de estigmatizar.
Los presuntos delitos de lesa humanidad vinculados con la venta de las acciones de Papel Prensa seguirán la regla. Pleno derecho de defensa, presunción de inocencia. Será arduo probarlos, pero enaltece a la sociedad que puedan sustanciarse, repasando en paralelo las responsabilidades históricas, “la conciencia pública”, escribió el sociólogo Horacio González en un artículo (“El año 2015”) publicado en Página/12 el 31 de agosto. Entre otras frases insuperables, consignó: “El secreto del Estado clandestino lo sabía el Estado visible (...) Era la confiscación general de bienes, en todos los planos de actividad –empresas y personas– cuya metodología en la mayoría de los casos reposaba en la ley de fuga, en los vuelos de la muerte o en los campos de concentración, cuarteles, comisarías o destartalados predios del Estado. Y en los otros, de la prisión anterior o posterior a los hechos, como coreografía de la cesión de bienes y contratos de traspaso de propiedades”. Un continuo, una realidad integral, totalizadora. Eso fue la dictadura. Hay narrativas que tabican: la city era una cosa, con un clima de negocios propicio. El mundo del horror funcionaba en otra galaxia. Quienes estaban en la previa de pasar a Puesto Vasco y la tortura gozaban de plena libertad.
De echar luz se trata, aunque se quiera aturdir con cronogramas, contratos de adhesión redactados por los dueños del poder o acusaciones contra los que fueron víctimas.
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