EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
La marcha estudiantil y docente del jueves pasado adquiere una significación especial. No es sólo por la notable cantidad de manifestantes, ni por repercutir ya en ciudades del interior, ni por haber carecido del aporte de grandes aparatos, ni porque ratificó el reverdecer movilizador del alumnado adolescente. Se trata, por más obvio que parezca, de cómo sectores populares dinámicos vuelven a apostar al Estado, a las políticas públicas, como motor de las reparaciones sociales. Y de que ahora es una apuesta manifiesta, no vergonzante.
Muy obvio, sí, pero si se lo piensa en términos históricos queda a la vuelta de la esquina aquello de que achicar el Estado es agrandar la Nación. Para constatarlo no hay que remitirse a Martínez de Hoz, ni a la rata, porque, si es por vigencia, rige que la ciudad más importante del país tiene como gobierno democrático a sus huestes sucedáneas. Gabriela Michetti (diputada nacional del PRO: con toda seguridad habrá muchos que perdieron la referencia de qué hace) acaba de decir que es una buena oportunidad para que los estudiantes aprovechen su energía, agarren el pico y la pala y arreglen, ellos mismos, los dramas edilicios de sus colegios. Es un testimonio impresionante esa frase de la ex vicejefa gubernamental porteña; cargo del cual tampoco habrá una mayoría que lo recuerde, incluyendo a quienes la votaron en 2007, porque su rol como tal fue sencillamente nulo. Refleja el pensamiento de derecha con una crudeza pornográfica que debe agradecerse, porque sirve para que nadie pueda hacerse el desentendido. Médicos y enfermeras deberían aprovechar su vocación y proveerse insumos quirúrgicos. Los albañiles de las obras públicas porteñas no tendrían que pensarlo un segundo más y gastar parte de sus salarios en la compra de materiales, para que Buenos Aires esté rápidamente bueno si es que los recursos municipales no alcanzan. Son esos fondos que según Macri bastaban y sobraban para ser Bruselas, sin necesidad de recurrir al erario nacional. Y ya que estamos, los docentes bien podrían hacer valer su espíritu combativo-solidario y colaborar con los inspectores en la requisa de los boliches. El firmante no intenta extremar un absurdo, porque de por sí el desatino de Michetti es insuperable: simplemente sigue la lógica de quien, por razones muy difíciles de digerir al estar tuteladas por la tilinguería, permanece al frente de las encuestas locales tanto en intención de voto como en imagen favorable. Una prueba más de cómo la propaganda mediática, por acción u omisión, es capaz de favorecer no ya a razonamientos reaccionarios sino, derecho viejo, a inútiles corroborados. Porque séase honesto: ¿de qué tipo de eficiencia de gestión estamos hablando si el Gobierno de la Ciudad no puede controlar que los estudiantes secundarios lo pasen por encima? Una pregunta que, tranquilamente, puede ser formulada por la derecha. A Macri lo votaron para acabar con la “vieja política”; para conducir lo público con cabeza de empresario eficiente; por la confianza en los cuadros técnicos que nunca jamás mostró, ni siquiera en campaña, pero se quiso creer que tenía. Y resulta que aparecen unos miles de pibes, dispuestos a demostrar que no son una manga de boludos irrecuperables, y se lo llevan puesto. ¿Dónde está, entonces, esa capacidad tecnocrática que iba a servir para poner en caja a tanto vago, munido de la plata que el PRO dijo le sobraba y de una masa de votantes que adujo su carácter de rico como presunción de que no robaría? ¿Dónde está? ¿Qué dirán ahora los que se encuentran con una metrópolis donde no se puede circular, con derrumbes a la orden del día, y con esas bicisendas ridículas que no se utilizan como única muestra concreta de la eficacia PRO?
Al agradecimiento a Michetti, por la india que le salió del alma sin ambages, se suma el redoble del envite. Macri bajó del avión que lo trajo de su intercambio cultural europeo, en medio de los colegios tomados, con la decisión de correr a un costado el eje inseguridad-boliches. Recibió el consejo de acentuar el combate contra el estudiantado y los docentes quilomberos (único adjetivo que procesa), como forma de refugiarse en su núcleo duro de electorado porteño conservador. Es la gente que lo vota seguro y que –¿increíblemente?– persiste en confiarle atributos presidenciales. Esa gente que no manda a sus hijos a la escuela pública; que quiere sacarse negros de encima; a la que le parecen bien las escuchas ilegales si es para controlar díscolos; creyente de que es el mejor candidato blanco, sea para la Capital o para la Patria toda, negado Reutemann e improbable de desmentir que cualquier radical no vuelva a acabar en helicóptero. Y entonces ponen más fichas ahí, y hablan de sanciones, y de que a los docentes les van a descontar los días de paro, y refuerzan la existencia de una “infiltración” en la que no creen ni ellos mismos. En lugar de no echar más nafta al fuego, acumulan tonterías incompatibles con bajar un cambio para administrar y amenguar el conflicto.
Pese a lo antedicho, sería un error grosero que esta movida se vea como una demanda sólo dirigida al macrismo. El centro, por cierto, es ése. Pero en los alrededores hay un requerimiento global, para el caso sobre el estado de la educación pública, que excede las animaladas del oficialismo porteño. En otras palabras, el liderazgo político kirchnerista y el clima de etapa local y regional –no importaría mucho cuál como causa y cuál como efecto– han liberado un brío que interpela al Poder en general. Estos pibes movilizados, como otros colectivos que ganan las calles y al igual que un proyecto para repartir ganancias con los trabajadores o el de una nueva ley de entidades financieras, son el producto de que las gentes, más gentes, se animan a avanzar contra los congelamientos ideológicos que parecían invencibles. Se adelantó, claro que sí, en haber construido algo o bastante más que otro discurso, opuesto al liberal. Pero ese mismo avance exige ahora profundizar los cambios. El Gobierno puede sentir que es subsidiario de la bronca contra factores emblemáticos de la derecha, y de la misma manera le cabe asumir que ya no es solamente carecer de retorno: las porciones sociales que alentó le piden más Estado, más intervención. Más izquierda, por qué no, así fuere por defección de la derecha antes que por convencimiento ideológico. Es lo que resultó.
A todo esto, el problema de salud vivido por Kirchner a comienzos de semana volvió a reflejar el grado de ansiedad del aglomerado opositor. Algunos aprovecharon la circunstancia para insistir con el fin irreversible de la experiencia kirchnerista. Otros, muchos, se montaron en la advertencia de que la enfermedad arterial del ex presidente es, ante todo, el producto de su carácter invariablemente enojoso, irritante, confrontador. Un cinismo a toda prueba. El mensaje no fue “pare de pelear que le hace mal”. Es “deje de pelearnos, retírese, ya está”. Es lo que les queda para agarrarse de algo, de lo que sea, a falta de la ninguna alternativa que presentan con excepción de sus espectáculos denuncistas. Aparte de ése tienen el problema de que cada vez más gente, y alguna tan impensada como los estudiantes secundarios, se suma a la pelea y no siente que le haga mal.
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