EL PAíS › PANORAMA POLíTICO
› Por Luis Bruschtein
Muchos de los que alguna vez dijeron que les importaban los derechos humanos, ahora los califican de demagogia porque creen verlos copados por el Gobierno. Demagogia podría ser hablar de los derechos humanos pero que no se juzgue a nadie. Si los juicios se hacen y salen las condenas, eso, en vez de demagogia, se parece más a cumplir con el viejo anhelo de justicia. Allí están, en Córdoba, Luciano Benjamín Menéndez, quejándose porque lo están “difamando”, y el dictador Jorge Videla, pidiendo protección porque se siente amenazado por el “resurgimiento” de los montoneros.
Los que perdieron a un ser querido o los que están verdaderamente interesados por los derechos humanos siguen con mucha atención esos juicios, donde, según los mismos defensores de los represores, hay unos 815 militares y civiles acusados. Hay una página en Internet de una vieja publicación ultraderechista llamada El Informador Público que exhibe dos informaciones: una lista de los 815 “prisioneros del gobierno kirchnerista” (los llaman así aunque muchos no están presos y algunos están muertos) y la reproducción de una entrevista publicada por la revista Noticias a un diputado que se dio vuelta y ahora es antikirchnerista, que denuncia la “demagogia” del Gobierno en los derechos humanos.
Para los familiares, estos juicios tienen una fuerza diferente a los anteriores que se hicieron a los ex comandantes. Aquí están los ejecutores directos y los intermedios, a los que ellos conocen con nombre y apellido, y saben que son los que dieron y ejecutaron directamente las órdenes de secuestrar, torturar y asesinar a sus seres queridos. Están, por ejemplo, el mayor Pedro Durán Sáenz o el Francés, los jefes de El Vesubio y de los grupos de tareas dependientes del Ejército que asolaron el conurbano bonaerense. Durán Sáenz y el Francés tuvieron secuestrados a Haroldo Conti y a Héctor Oesterheld, entre otros centenares de víctimas. Ellos los llevaron al último infierno para torturarlos y asesinarlos.
Muchas veces los familiares les ven las caras por primera vez. La mayoría de esos represores siguió en actividad en democracia y algunos fueron ascendidos o premiados con destinos en embajadas. Durán Sáenz fue agregado militar de la embajada argentina en México en 1984, durante el gobierno de Alfonsín, y luego fue asesor de la Secretaría de la Producción de General Alvear. Otros estuvieron en Sudáfrica. Las historias que los tienen como protagonistas son tan aberrantes como las que se conocen de la ESMA. Pero como en general los grandes medios coinciden en que “los tienen podridos con la dictadura”, son pocos los que relacionan esos nombres y esas caras con el horror concreto. Están menos escrachados que el Tigre Acosta o Astiz, pero han sido iguales o peor de cobardes y sanguinarios.
Durante décadas en democracia, los familiares y las víctimas sobrevivientes cargaron con algunos de esos nombres, se los aprendieron de memoria, los rumiaron, sabían que estaban en libertad. Soportaron con paciencia, reclamaron sin descanso y casi sin esperanzas y ahora ven a estos asesinos en los tribunales y muchos de ellos ya condenados y presos. En 1997, tras catorce años de democracia, Menéndez todavía era invitado a los actos oficiales públicos, en ese momento con el gobernador radical Ramón Mestre. Y ese gobierno democrático mantenía como director de Inteligencia de la policía provincial al “Tucán” Yanicelli, el jefe de la Triple A cordobesa antes y durante la dictadura. Los dos estaban denunciados hasta el cansancio pero nadie hacía nada y algunos los protegían, como habría hecho, según denunciaron testigos en el juicio, el actual diputado radical Oscar Aguad. Que Yanicelli y Menéndez hayan ido al banquillo de los acusados y sean condenados como reos de graves delitos constituye el hecho más trascendente de todos estos años de democracia en Córdoba. Durante todos los ’90, el dictador Menéndez siguió siendo el hombre fuerte de la provincia. Para Córdoba, el juicio y condena a Menéndez ha sido más importante que el juicio a los ex comandantes.
Porque se daba esa terrible paradoja. Mientras Alfonsín acometía con valentía en Buenos Aires el juicio a los ex comandantes, en Córdoba los mismos radicales, los peronistas y en general políticos de diversas extracciones trataban con respeto al viejo dictador local. Para los cordobeses, el símbolo de la dictadura no era Videla sino Menéndez. Ahora están los dos juntos para responder por sus crímenes ante la Justicia cordobesa. Quedaron atrás los días en que Menéndez traicionó a Videla e intentó darle un golpe, acusándolo de ser “condescendiente” en la represión. Para la Justicia son la misma cosa.
En este país de equívocos y lleno de malentendidos es difícil encontrar un candidato al bronce. Pero una cosa está clara: si nadie ha sido muy puro, otra cosa diferente son los golpistas, los asesinos y torturadores. La historia reciente ha dejado campos minados, puertas ciegas y senderos pantanosos que llevaron al abismo. Cualquiera que haya participado metió la pata en algo. El que está inmaculado, nunca hizo nada porque nunca le interesó nada, lo cual le resta derecho al reclamo. Una cosa es hacer justicia con los represores y otra es el debate en la sociedad por las hipocresías y responsabilidades propias y ajenas, por nuestras acciones, graves o circunstanciales, por omisiones o por excesos. Ese es un debate que se da en la sociedad. El otro, el de los golpistas y represores, civiles y militares, se da en la Justicia.
Es una diferencia grande que no queda clara, porque para alejar la conciencia de las propias limitaciones se tiende a rechazar los matices y la diferencia. No es lo mismo el que estuvo callado en la dictadura que el que apoyó los secuestros y las desapariciones. No es lo mismo el que se metió en el barro hasta las cejas porque era la única opción que se vislumbraba y sufrió torturas, perdió amigos y familiares o fue preso o exiliado, que el que aceptó torturar o secuestrar bebés y violar detenidas amparado en la impunidad del poder. Nadie está limpio, pero hay muchas diferencias.
En el debate cruzado entre el ex fiscal Julio César Strassera y el Gobierno se mezclan muchas cosas. El ex fiscal se ganó el respeto de la sociedad porque actuó con valentía cuando fue el juicio a los ex comandantes. En un momento tan difícil soportó todo tipo de presiones y amenazas reales a su vida y la de sus familiares. Lo que sucedió antes no borra el lugar que ocupó después. Pero tampoco el haber sido fiscal en ese juicio justifica lo que él haya hecho en situación de debilidad.
Es injusto descalificar a Strassera. Pero justamente por ser el ex fiscal del juicio a los comandantes, Strassera no puede justificar hechos de la dictadura ni su actuación en la investigación por la venta de Papel Prensa. Alfonsín reaccionó con mucha dignidad cuando se anularon las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Podría haberlas defendido porque él las había dictado. Pero reconoció que las había tomado cuando estaba en situación de debilidad y que esas circunstancias habían cambiado. Alfonsín respaldó que un gobierno de distinto signo anulara una legislación que él se había visto obligado a impulsar. Ahora, cuando el partido radical está abroquelado en defensa del statu quo de concentración mediática y de Papel Prensa, por más radical que sea, resulta penoso que el ex fiscal del juicio a los comandantes salga a desacreditar a una víctima de la dictadura, Lidia Papaleo, sólo porque su testimonio respalda la posición del Gobierno. Desde el punto de vista político, siempre es más fácil arreglar un entuerto así, con una reparación económica –como se resolvió en el gobierno de Alfonsín–, que meterse en semejante macroconfrontación al salir apenas de la dictadura. Era una situación de debilidad semejante a la que motivó las leyes de obediencia debida y punto final que, por suerte para la democracia, fueron anuladas.
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