EL PAíS › OPINIóN
› Por José Natanson
Los avances de la técnica condicionan la política. La política de masas, por ejemplo, es resultado del acelerado proceso de urbanización de entreguerras, las presiones por la ampliación de los derechos sociales y la masificación de los partidos, pero también de los grandes progresos producidos en las primeras décadas del siglo XX, bajo el impulso del cine, en la tecnología del altavoz, sin cuya ayuda los discursos de Mussolini o Perón nunca hubieran llegado a sus destinatarios. El altavoz es la base técnica de lo que Daniel López Gómez (Tecnopolítica del sonido) define como “tecnologías sonoras de convicción”, aquellas que operan produciendo masa, esto es, sujetos colectivos organizados, con límites internos y externos claros, que componen un colectivo capaz de escuchar al líder y proyectar sus fuerzas hacia un único fin. La mejor analogía es la del director de orquesta, que no sólo llega al oído sino que incluso controla los cuerpos de quienes escuchan: por eso la gente tose, se mueve y se despereza en los intervalos.
¿Cómo está afectando el boom de las nuevas tecnologías a la política? ¿Cuál es la influencia real de Internet y sus mil derivaciones –las páginas y los blogs, los foros virtuales, las redes sociales tipo Facebook o Twitter–? ¿Y qué pasa con todo esto en la Argentina de hoy?
Vivimos en lo que Manuel Castells define como “sociedad red”, en la que cada vez más cosas –desde las instituciones de la Unión Europea y los flujos financieros globales al tráfico de drogas– funcionan bajo esa forma. En este nuevo contexto, que es global pero que asume características propias en cada país, las nuevas tecnologías están redefiniendo a los sujetos, en particular a los jóvenes, que nacieron en ellas y se mueven por allí como pez en el agua.
Cito desordenadamente algunas de las características compiladas por Sergio Balardini en Impacto y transformaciones de la cultura escolar ante la inclusión de las nuevas tecnologías (Flacso). Los jóvenes, señala Balardini, viven el ciberespacio con comodidad, como si estuvieran en su casa, lo que ha generado un fenómeno inédito: por primera vez en la historia saben cosas que sus padres, a menudo tecnofóbicos, directamente ignoran (les enseñan, por ejemplo, a usar la computadora).
Pero además desarrollan nuevas habilidades, como la capacidad de procesar mucha información de manera rápida (en esto los videojuegos, tan injustamente denostados, son una gran escuela) o de moverse en lenguajes no lineales: el mundo de los hipertextos supone el corte con la secuencialidad serial y la apertura de varios rumbos diferentes, lo que implica una dilución de las jerarquías de lectura clásicas (centro-margen) en pos de direcciones múltiples. Se construyen así discursos más horizontales a partir de diversos retazos, en los que el texto muchas veces funciona como auxiliar, como si sirviera para esclarecer algo que ha sido experimentado primero como imagen.
Hay más información (demasiada, como en la canción de The Police: “Too much information/ running through my brain/ Too much information/ driving me insane”); la clave ya no es su acceso sino la capacidad de jerarquizarla y ordenarla, es decir el filtro. Además, el ciberespacio crea una sensación de proximidad espacio-temporal, como si las clásicas categorías se achicaran, y abre la posibilidad de realizar varias actividades a la vez: hablar por teléfono, mirar la tele, chatear y comer una manzana. Como señala Balardini, la vieja frase de los padres, que por algún motivo Serrat no incluyó en su insoportable canción sobre los hijos, pierde sentido: “No estás prestando atención” ya no significa absolutamente nada.
Según los últimos datos, la banda ancha llega en Argentina al 40 por ciento de los domicilios, y el acceso de los jóvenes –en sus casas o locutorios– es casi total. Esto significa que la brecha digital no es tal, o al menos no se ha convertido en la fosa que muchos temían a principios de los ’90. Internet se ha democratizado, por los avances tecnológicos pero también –atención anticapitalistas– por el mercado: la superación permanente de la industria del hardware, impulsada por el tecno-snobismo de la clase media, empuja a la baja del precio de las máquinas usadas, fácilmente reciclables para los locutorios o cibercafés de los barrios populares.
Este problema es reemplazado por otro: la calidad en la navegación. Ahora lo crucial no es estar conectado o no. Prácticamente todos los jóvenes lo están, aunque la distancia aumenta entre los adultos, donde sí pesan las diferencias de clase. Ahora lo central es cómo y para qué se usa la red: los jóvenes de clase media –que cuentan con PC en casa, banda ancha, un ambiente cómodo, etc.– tienen más opciones de navegación: participan en comunidades virtuales, crean páginas y blogs, bajan video y música sin que nadie los apure. Las investigaciones revelan que los jóvenes de los sectores populares, que se conectan de manera más precaria, tienen menos posibilidades de interactividad. El Plan Conectar Igualdad puede ser clave para enfrentar estas diferencias.
La expansión de las nuevas tecnologías está modificando la política y redefiniendo la democracia. ¿Cómo? Señalemos, antes que nada, dos efectos fácilmente identificables. El primero es tecnocrático: la red permite mejoras de eficiencia y tiempo y abre nuevas oportunidades de gestión, como la posibilidad de hacer trámites en línea, elevar reclamos puntuales a las autoridades e incluso crea instancias –por cierto muy limitadas– de autocontrol comunitario, como el programa lanzado por el gobierno porteño para que los vecinos denuncien con fotos a los infractores.
El segundo efecto son las movilizaciones espontáneas en momentos de crisis. Tras los atentados en España del 11 de marzo de 2004, el gobierno del Partido Popular se apuró a responsabilizar a la ETA, consciente del posible impacto electoral de la noticia en las elecciones que se realizarían tres días después. A las pocas horas, sin embargo, comenzó a circular la versión de que los ataques habían sido cometidos por terroristas islámicos (el gobierno de Aznar había enviado tropas a Medio Oriente). Miles de manifestantes, reunidos espontáneamente mediante cadenas de mensajes de texto y mails, marcharon a la sede del PP para protestar por la versión oficial, que tuvo que ser desmentida y terminó costándole a Rajoy las elecciones.
Otro caso de movilizaciones espontáneas convocadas mediante SMS y mails fue el de Honduras, donde los partidarios de Mel Zelaya organizaron varias manifestaciones en defensa del presidente depuesto. En ambos casos, las nuevas tecnologías contribuyeron a romper el cerco desinformativo.
Pero más allá de las nuevas posibilidades de gestión y convocatoria espontánea, no resulta sencillo analizar los efectos de las nuevas tecnologías en la política. ¿Permitirán acaso acercanos a la utopía de la democracia directa?
En una primera mirada, daría la sensación de que la red puede encoger inmensos territorios hasta convertirlos en pequeñas aldeas suizas y, al hacerlo, concretar el sueño de la decisión colectiva e instantánea de todos los ciudadanos. Pero conviene andar con cuidado. Como sostiene Gilberto Dupas (Nueva Sociedad Nº 196), el bien común, fin último de cualquier democracia, no es nunca la simple suma de los puntos de vista individuales. La democracia exige procesos de deliberación que llevan cierto tiempo y que requieren un desplazamiento de los individuos del espacio privado al espacio público, donde se reconocen libres e iguales y se convierten en ciudadanos. Las nuevas tecnologías pueden ayudar a conectar pero también aislar, reforzar la dispersión. O pueden conectar al individuo social y culturalmente, pero no políticamente. La idea de la plaza publica a un click de distancia es una pavada.
El nuevo protagonismo de los jóvenes se nota en las tomas de los colegios y la marcha por la Noche de los Lápices, y por supuesto en el acto en el Luna Park. ¿Emerge una nueva militancia? En notas anteriores señalamos la dificultad del Gobierno para dar cuenta de este fenómeno y profundizarlo mediante políticas específicamente orientadas a la juventud (desde planes de primer empleo hasta programas para enfrentar el drama del embarazo adolescente).
También resulta interesante invertir los términos del razonamiento: los jóvenes de hoy, socializados en las nuevas tecnologías y portadores de las características señaladas al comienzo de esta nota, ¿qué le aportan al kirchnerismo? Alguien diría: ahí está el acto en el Luna Park. Fue impactante, por cierto, por su masividad y su entusiasmo, aunque también es verdad que Hugo Moyano puede hacer uno igual, o más masivo, en dos o tres días. Otro caso interesante es el de la liga de blogueros nac & pop: contracara de Carta Abierta, en cuyas asambleas prevalecen los sesentones setentistas, los blogueros discuten la coyuntura con inteligencia y frescura. La ausencia de militancia virtual de otros partidos confirma que es necesario “algo de política” para sostener este tipo de esfuerzos. ¿O alguien ha visto un blog que defienda las ideas de De Narváez?
Pero no se trata de plantear la militancia clásica versus la militancia virtual (ambas se retroalimentan y los protagonistas probablemente se superpongan), sino de buscar pistas acerca del lugar de la juventud en tiempos de Kirchner. Si en los ’70 la JP radicalizó al movimiento, condicionó al líder y hasta pensó en disputarle la conducción (hasta que fue expulsada de la plaza); si en los ’80 la Coordinadora aggiornó un partido de viejos y lo conectó con las masas universitarias, la pregunta que cabe formularse hoy es por el rol histórico de la juventud. En suma, ¿qué es lo nuevo que le aporta la juventud kirchnerista al kirchnerismo?
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