EL PAíS › JOSé MIñO, EL TESTIGO DE LA ESMA QUE FUE OBLIGADO A AUTOPICANEARSE
Fue secuestrado en 1979 y llevado a la ESMA. Pero durante tres días lo obligaron a asistir a su trabajo, donde habían preparado una trampa para otro secuestro. Lo torturaban a cara descubierta y pensó que no iba a sobrevivir.
› Por Alejandra Dandan
Varias veces nombró la palabra locura. Una vez para referirse al encuentro en el bar Tabac cuando todavía estaba secuestrado en la Escuela de Mecánica de la Armada. Estaban él, otra prisionera y Marcelo, el alias del represor Ricardo Cavallo. Sucedió el 23 de marzo de 1980. Cavallo los había sentado en el bar de Avenida del Libertador y Coronel Díaz porque les daban “baja definitiva”. “Bueno –les dijo Cavallo–, yo sé que con tal de no salir un 24 son capaces de quedarse un día más, porque el 24 es un día muy importante para nosotros, pero para ustedes no.”
José Orlando Miño dejó la ESMA al día siguiente, ese 24 de marzo de 1980. De alguna manera ayer pudo volver a recordárselo a Cavallo, sentado en la sala de audiencias de Comodoro Py. Miño declaró por los crímenes cometidos en el centro clandestino de detención de la Marina, sentado a unos metros de distancia de Cavallo, ubicado entre los lugares destinados a los acusados.
Miño es arquitecto, correntino, y parte de quienes organizaban la Juventud Universitaria Peronista en la universidad. Lo secuestraron un martes 13 de noviembre de 1979, en su departamento del piso veinte de la Avenida del Libertador al 7000. Eran casi las doce de la noche. Alguien golpeó la puerta, y unas seis o siete personas entraron preguntando si él era José Miño. Dentro del departamento no pasó nada hasta que uno de los represores se acercó a la biblioteca: encontró una carpeta con documentos y fotografías que él le había guardado a otro compañero. “Ese fue el punto de partida para que se iniciaran los golpes –dijo–, nos pegaron patadas, nos golpearon a los dos.” Lo subieron a un Ford Falcon verde, lo esposaron, le pusieron una capucha y lo llevaron a la ESMA.
En el sótano lo subieron a una cama de hierro, con un colchón de gomaespuma muy fino. Lo ataron de pies y de brazos, y durante la picana le preguntaron por Jorge “Pata” Pared. “Finalmente les dije que solía llamarme al estudio de arquitectura donde yo trabajaba –dijo–, y ahí la tortura bajó de alguna manera.” Le dieron un pantalón y empezó eso que él una y otra vez describió como locura. Su trabajo estaba en un estudio de Avenida del Libertador y Juncal. Lo llevaron ahí y durante tres días, de 9 a 18, cumplió horarios de oficina custodiado por dos o tres personas, los teléfonos intervenidos, esperando la supuesta llamada del compañero. Del estudio además no lo llevaban a la ESMA sino al departamento de Libertador ocupado por “una gran cantidad de patotas –explicó Miño– muy, muy armadas, haciendo esa especie de ratonera para que llegara el momento”.
La ratonera fracasó. Pared cayó secuestrado por otro lado. Alguien informó, pero enseguida golpearon la puerta del departamento. ¡Policía!, dijeron. “Fue un momento muy terrible –dijo el testigo–, de mucha tensión, porque uno piensa en un montón de cosas; los de adentro dijeron también: ‘Somos policías, no tiren porque estamos armados’. A mí me llevaron a la habitación del fondo, cambiaron documentos por abajo de la puerta, y el camino quedó liberado.” Con el tiempo supo que los que golpearon eran de la guardia de Videla, de ronda porque el dictador hacía un acto en Obras Sanitarias, instalado justo en frente.
En el auto, a la vuelta, le pegaron una brutal golpiza. Alguien le sacó la capucha, y le dijo: “Yo soy un general de la Nación y usted es un subversivo”. En la ESMA, lo dejaron esposado en el suelo, lo golpearon, le pegaron patadas, lo tiraron de cabeza al piso, y empezó nuevamente la locura. Un represor le hizo sacar la capucha, le dio la picana para que se torturara a sí mismo si las respuestas no eran las que esperaba escuchar. “La cara descubierta –dijo Miño–, ver un represor haciendo eso, nos sacaba las garantías de que pudiéramos seguir con vida.”
Un sábado escuchó cadenas, luego gente llorando. De pronto se hizo un silencio total, dijo. Le pusieron a un lado a Pared y del otro a Horacio Domínguez, un chaqueño, con el que estaba organizando la Juventud Universitaria Peronista. Los tres quedaron encapuchados hasta que uno de los suboficiales dijo: ¡Eh, así no van a ver nada! Y les sacó las capuchas. Enfrente había un televisor, trasmitían una pelea de box. Miraron uno, luego otro, dulces, cigarrillos, agua mineral. “Terminada la velada –dijo Miño– nos pasaron otra vez a Capucha.”
Miño pasó por tres estadios en la ESMA. El primer tiempo estuvo en Capucha esposado sobre una colchoneta, entre tabiques donde estaban inscriptos los nombres de guerra. Nombró a Pata, Víctor Basterra y el grupo de los Villaflor, entre los que mencionó a la Negrita Josefina Villaflor, la Gallega Elsa Martínez, José Luis Hazan y más tarde a la Tía Irene. Uno de sus compañeros de secuestro, el “Sueco” Víctor Carlos Lordkipanidse, se acercó a preguntarle qué sabía hacer, él dijo que era fotógrafo, y por ese dato comenzó a hacer la clasificación de los negativos del diario Noticias. “Me piden que haga ese trabajo y era más loco todavía –dijo Miño–: miraba a contraluz las marchas, las reuniones, eventos de deporte y reordenaba un trabajo que generaba cierta expectativa de vida”.
Miño se detuvo en ese momento. Dejó de hablar, emocionado. “Gracias a este compañero puedo estar acá probablemente, con vida.”
La segunda estadía durmió en cama. Eran un grupo grande, desayunaban mate cocido con pedazos de pan y luego tenían que bajar las escaleras con sumo cuidado, dijo, porque estaban en el Casino de Oficiales. “Y el personal de civil no tenía que saber que nos tenían ahí: una situación muy loca, nadie tenía que saber que había desaparecidos.”
En ese espacio vio a Héctor Febres, Cavallo, Adolfo Miguel Donda, Abdala. González, que era un suboficial, Tortuga y Panchito. Y también a la Hormiga Negra, por Juan Carlos Correa. Para entonces, se había producido el cambio de mandos, y cuando preguntó por los Villaflor le respondieron que no se preocupara, que se habían ido para arriba. En ese período, vuelven atrás algunos beneficios que habían conseguido como los francos: todos los fines de semana había conseguido empezar a ir a su casa. El siguió con el archivo, aunque tuvo que explicarle a uno de los represores que se presentó como médico cómo acceder a los planes Fonavi, sobre los que trabajaban en su estudio. Y para otro represor, alternar el archivo con el trabajo sobre un plano para construirle una casa en el Tigre.
El 24 de marzo de 1980 recuperó la libertad con Ana Testa. En una esquina le dejaron su tablero de dibujo y los elementos de trabajo. Siguió vigilado. “Pasamos a ser algo así –dijo–: para ellos éramos informantes claves en la calle.” Una vez le preguntaron por Juan Carlos Silva. Le pidieron que si sabía algo se los dijera a ellos, y no al Ejército; que la Marina les cuidaba la vida. Silva –dijo Miño– continúa desaparecido.
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