Vie 01.10.2010

EL PAíS  › OPINION

Hebe

› Por Horacio González *

Voz original que surge del pliegue interior de una catástrofe nacional, Hebe Pastor de Bonafini no puede ser fácilmente interpretada con categorías políticas usuales. Desata el verbo sin la continencia habitual del orador público. Su estilo, valor y planteo es la imprecación. Quizás la blasfemia. ¿Se hubiera podido forjar un núcleo de resistencia a la dictadura sin esa sensibilidad unívoca? Trasunta toda su figura un rasgo de autoridad que no surge sólo de una actuación amasada lentamente con el tiempo o de un aprendizaje en las esferas de lo político. Su autoridad proviene de una doble fuente que tiene otra índole: primero, la de la tragedia familiar, luego el componente quizás matriarcal de los órdenes familiares populares. Es una veta de desenfado, voluntarismo e ingenio emprendedor que caracteriza a los sectores plebeyos con fuerte capacidad de iniciativa en el ámbito doméstico.

Su pasaje a la esfera pública fue súbito. Así ocurrió con la mayoría de las Madres y Abuelas. Se desempeñaron, en su via crucis, en su condición primera. La que apelaba al vínculo filial, a los lazos genealógicos. El lenguaje que de allí surgía contenía una asombrosa llaneza, basada en el reclamo absoluto frente al Estado y a los símbolos de los patronatos más antiguos: jueces, iglesias, militares. Se aguzó así un modo de interpelación sin mediaciones ni cálculos de conveniencia. En esas demandas a la esfinge represiva iba también la vida. Todo lo que los primeros grupos de Madres hacían era un peregrinaje en el interior de los símbolos oscuros de dominio, lo que entrañaba un riesgo absoluto. Cierta inconciencia era necesaria para tal desenvoltura y, por lo tanto, la lengua que se hablaba era la de la irreverencia directa y también de la execración. La lengua de la “locura”. No era, no son palabras bonitas. Brotaban del estrato profundo de donde provienen las palabras que aparecen asociales, pero son las más colectivas y desnudas y, por lo tanto, las más fundantes.

Ese estrato idiomático es costumbre manejarlo con prudencia y selectividad. No tanto en los medios masivos de comunicación, donde los tabiques de diferenciación se han levantado ya con la hipótesis de que la masividad exige vaciar el vaso profundo de la lengua. Pero todavía en las conversaciones habituales, se eligen tonos, sabores, vocablos. Se pule y labra como en un taller de tornería, pues cada palabra reclama un breve destello de meditación antes de ser asestada. Hebe no proviene de esas cautelas. Sus mayores actuaciones fueron frente a los templos de los poderes habituales, sean ministerios o abadías. No es que antes y ahora no distinga alianzas o preferencias, pero su voz esencial es un grito apenado que surge de un antiguo sentimiento: es la corriente subterránea sin trabas que pronuncia las frases atrevidas sobre las tomas de edificios sacros, lugares ceremoniales o despachos canonizados.

Era posible pensar en cosas como éstas cuando por televisión –no pudimos ir al acto de Tribunales– la vimos producir su gesta discursiva. Así lo había hecho antes con santuarios, panteones y edificios de los que emanaron decisiones atroces. Pero no era el caso. Sin duda, no era lo que el momento reclamaba. Un sentimiento de angustia pudo habernos recorrido a muchos. Las maquinarias de captura de los medios de comunicación saben que refutar no es sólo esforzarse en el argumento propio, sino mostrar la palabra desnuda de aquellos a los que no quieren. Y la palabra desnuda de Hebe no fue la que debía ser; por la situación en la plaza, por lo que se debe debatir ante esta Corte y por ella misma. No lo fue, pero la drástica partición conceptual a la que está sometido el juego político del país de inmediato nos mostró al coro de los indignados, dispuestos a destilar toda la hipocresía necesaria para igualar la innecesariedad de esa lengua empleada por Hebe, con la justa causa que allí se defendía, y con la explícita historia que había llevado a miles de manifestantes a sostenerla. Y entre esas historias, la historia misma de Hebe. Se defendía una ley. Y se quiera o no, el uso de la palabra pública es otra ley, ley profunda, que no poco tiene que ver con las leyes innovadoras que se respaldan.

El hablar puede ser político e impolítico. Con este último, también se habla de política. Pero el arte político que finalmente precisamos construir –en este momento de tantas agitaciones y señuelos– pide ahora un gran esfuerzo que sin duda puede tener características inéditas. Hebe es una gran oradora pasional y es también una persona de grandes dotes para la autorreflexión. Quienes la conocemos lo sabemos. Encarna memoria y desgarramientos; sus anatemas surgen de su impulso profanador. El que profana quiere inventar un mundo y larga sin más sus flechas. Hebe importa por el modo en que esgrimió esos atributos discursivos. Pero no se puede decir ahora que importa por eso y que por siempre debería repetir del mismo modo su esgrima. Sobre todo esto tenemos que reflexionar con ella, que es también descubrir las primicias que nos faltan para enfocar más imaginativamente lo que precisa esta época y lo que esta época precisa de nosotros.

* Director de la Biblioteca Nacional.

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