EL PAíS › OPINION
› Por Mario Wainfeld
La discusión sobre el discurso de Hebe de Bonafini coloniza el abordaje del acto masivo del martes en Plaza Lavalle. El cronista escribió sobre la movilización y no lo mencionó, por entenderlo menos relevante que otros tópicos que abordó. La magnitud del debate le demuestra que esa omisión fue un error: algo debió expresar. Lo hará a continuación, dejando en claro que le sigue pareciendo que, en orden de importancia, ocupa un rango secundario. Sigue creyendo que es más relevante el derecho de los manifestantes y oradores a expresarse dónde y cómo lo hicieron. También analizar sus razones. Y discurrir acerca de una potencial sentencia de la Corte, que (según versiones consistentes) elegiría la peor de las tres opciones disponibles para dirimir el recurso interpuesto contra la medida cautelar que suspende un pilar de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (LdSCA).
Esa es la jerarquía, en su agenda, distinta a la de otros. Empecemos, pues, por el final.
Bonafini incurrió en demasías y faltas de respeto al tribunal, impropios en un acto de reclamo de derechos. La titular de Madres de Plaza de Mayo es una luchadora, una oradora de barricada, pero el contexto le exigía adecuar su discurso y su estilo. Les hablaba a los presentes y también al conjunto social, con muchos pergaminos en la mano: su trayectoria, intachable en materia democrática; su persistencia en no apelar a la violencia en ninguna circunstancia; su batallar contra la dictadura. Interpelar a la Corte es un derecho, preservar su investidura un correlativo deber ciudadano. Fue incorrecto motejarlos de “turros” o arrojar sospechas de corrupción no corroboradas. Estela de Carlotto expuso contenidos similares sin resignar firmeza ni banderas, pero guardando la distancia que corresponde con autoridades públicas.
Esto expresado, pasemos a lo más sustancial.
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La Constitución Nacional en su artículo 14 asegura a los ciudadanos el “derecho de peticionar a las autoridades”. En sociedades de masas, este derecho incluye el de manifestar en espacios públicos. El Poder Judicial es una de las “Autoridades de la Nación”, conforme estipula la misma Carta Magna en su Segunda Parte, Sección Tercera. Proponer que no corresponde una movilización en las puertas de Tribunales carece de asidero institucional. Las aclaraciones parecerían ociosas si no fuera porque, entre otras entidades, la Asociación de Empresarios Argentinos (AEA) y la Asociación de Magistrados y Funcionarios de la Justicia Nacional (mayúsculas, sic) censuraron esa práctica. Los textos son casi calcados, aunque el de AEA contiene menos errores de sintaxis. La corporación de jueces asevera que la indemnidad brota porque la Corte es el último intérprete de la Constitución Nacional. Es verdad, pero esa condición no la aísla del debate ciudadano o de los reclamos. Los ciudadanos pueden peticionar (manifestarse) a favor o en contra de todas las autoridades, ningún privilegio exime a los togados. Es válido (es usual) convocar actos para cuestionar al presidente, quien (otra vez, conforme a la Constitución) es “el jefe supremo de la Nación (y) jefe del gobierno”. Se puebla la Plaza de Mayo, también se ha caceroleado frente a su residencia en Olivos. Suponer un rango superior de los magistrados, too much.
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Los manifestantes tenían indiscutible derecho. Este columnista, entre muchas otras voces, entiende que tienen razón. La LSdCA se aprobó en forma reglamentaria y suspenderla es un acto extremo, sólo justificable si existe un interés superior o inconstitucionalidad. En este caso sólo media una medida cautelar en la que el Grupo Clarín alega que desprenderse en un año de las licencias no autorizadas por la ley antitrust sería ruinoso para sus intereses. No está probado ese daño hipotético. El derecho de propiedad no es absoluto, mucho menos en caso de bienes concesionados por el Estado, por ende otorgados por plazos acotados y sujetos a eventuales regulaciones modificatorias.
Tampoco se explica por qué el, eventual, perjuicio no puede preservarse mediante una acción de daños y perjuicios que coteje el valor de venta real con el de mercado, previa producción de prueba.
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La Corte tiene tres posibles sentencias para dictar. La más adecuada sería admitir el recurso extraordinario y revocar la cautelar. Corresponde “abrir” el recurso porque hay, palmaria, gravedad institucional, lo que impone excepcionar la regla general que veda el recurso extraordinario para las medidas cautelares.
Si la Corte opta por el atajo de rechazar el recurso por motivos formales (“hay cautelar, no procede”... y a otra cosa) se congelaría por largo plazo una ley por una decisión infundada, basada en hechos no acreditados. Se vulneraría la decisión de poderes. Y se abriría una ventana de oportunidad a litigantes aventureros, jueces solícitos y Cámaras poco serias. La Corte conoce los peligros de la “cautelar fácil”: los puntualizó con inteligencia y crudeza cuando rechazó una demanda promovida por el diputado Enrique Thomas.
Si la Corte “abriera” el recurso extraordinario y tratara el fondo de la cuestión, tendría la disyuntiva de confirmar la cautelar o de dejarla sin efecto. El cronista cree que se vería en figurillas para explicar que hay un daño cierto o muy verosímil. Pero, en todo caso, debería explayarse, habría que analizar sus argumentos. Y marcaría un límite a audacias procesales que cunden. De lo contrario, destaparía una caja de Pandora para litigantes y jueces chantas o inescrupulosos, que los hay en cantidades.
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De eso se trata, en suma. De la defensa de una norma democrática contra una caprichosa sentencia que deja en el limbo, por plazos vaticanos, un aspecto nodal del nuevo sistema.
A sus Señorías, como a cualquier protagonista, debió molestarles que una muchedumbre se movilizara para condicionarla. Así es la democracia y para eso está la acción directa, válida si se ejercita con apego a las reglas.
El bullicio callejero que hace zumbar los oídos es un condimento esencial de la república. Fastidiados o no, los Supremos deben honrar el derecho vigente, hacerse cargo de la excepcionalidad que implica suspender la vigencia de una ley por una simple alegación de la parte interesada, comprender las consecuencias institucionales de un fallo concesivo con las corporaciones. Internalizar que la equidistancia no es, apenas, despegarse de las consignas tribuneras. También hacer oídos sordos a los halagos, los susurros telefónicos o los aplausos de los palcos VIP.
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