› Por Juan Forn
Hay que empezar por la cicatriz al hablar de Agustín Lara. El mismo empezaba por ahí cuando cantaba el bolero de su vida, que es la mejor de sus canciones, lo que es decir mucho, teniendo en cuenta las canciones que escribió. La cicatriz era un tajo que le cruzaba la cara desde la comisura de la boca hasta el nacimiento de la oreja. La leyenda dice que se la hicieron en algún momento entre sus trece y sus veinte años, en alguna de las casas de putas donde tocaba el piano. No se sabe si fue navajazo de chulo airado o botellazo de dama desairada, si fue por algo que él había hecho o por algo que decía en alguna de sus canciones. “No recuerdo que Agustín Lara haya dicho nunca una verdad y la cicatriz es su mentira más productiva”, diría su primer biógrafo, explicando por qué renunciaba a la tarea. La cicatriz, es decir la fealdad de El Flaco de Oro, es el mito de origen de sus innumerables conquistas. El le echaba la culpa a Dios: “El Señor de los Señores me hizo tan feo que me dio también la gracia de la divina musicalidad”. Quizá su don fuese de origen extraterreno, pero su fealdad no: era producto de aquel tajo que le arrancó media encía superior y la mejilla izquierda (su característico gesto chueco, su cara de feo, era porque la dentadura postiza no se sostenía sola). Las mujeres se enamoraban de la cicatriz, porque la cicatriz lo convertía en el protagonista de sus canciones, además del compositor e intérprete: cada canción hablaba de una mujer distinta pero de un mismo hombre, él.
Contaba Monsiváis que en Ciudad de México, hacia 1910, doce de cada cien mujeres entre los quince y los treinta años de edad eran prostitutas inscriptas (la expresión de la época era “pecadoras con contrato”). En los salones de esas casas de putas tocaba el piano el joven Agustín Lara. En los salones de esas casas de putas tenían lugar las confesiones más hondas y honestas de los varones de la época: no había momento de mayor disposición espontánea a la confesión inconfesable que rodeado de cofrades y putas cariñosas después de un buen coito por el que se había pagado. La genialidad de Lara fue convertir esas confesiones en canciones: “Letra y música exaltan a la perversión”, dijeron las damas biempensantes de la época, que primero quisieron prohibirlo y después sumarlo a la Comisión Permanente contra la Prostitución.
Si le creemos a la leyenda, Agustín Lara participó en la Revolución Mexicana, aprendió poesía en Durango de su gran amigo Renato Leduc mientras ambos trabajaban en el ferrocarril, recibió dos heridas de bala que casi lo mandan al otro mundo y hasta estuvo en la cárcel antes de ser descubierto en el café Salambó y grabar su primer éxito, “Imposible”. Según Renato Leduc (que alguna vez lo describió así: “Al mirarlo por primera vez, uno sentía que ya había visto ese rostro en alguna piedra rota, en un pájaro mínimo o en la arena calcinada por el sol del Caribe. Era una miniatura de tamaño natural”), lo que salvó a Lara de ser un Amado Nervo musical fueron las limitaciones de la industria del disco: la imposición de que las canciones no durasen más de tres minutos. Todo lo intenso debe ser efímero. Lo cursi, obligado a la brevedad, encontró su densidad justa y así nació el bolero como categoría ontológica.
Si le creemos a la leyenda, en 1928, aquejado de una pulmonía que él cree tuberculosis, Lara escribe “Mujer”, en momentos en que, según su esposa de la época, “no teníamos ni papel para escribir, así que en la tapa de una caja de zapatos él empezó a escribir la letra con la mano derecha mientras con la mano izquierda hacía como que tocaba el piano y con los pies llevaba el ritmo”. Dos años después tiene programa propio en la radio, en horario central, La Hora de Agustín Lara, donde casi cada noche estrena una canción. A cambio exige un estudio exclusivo para él, un piano de cola que nadie más puede tocar, un florero con 24 rosas frescas, una botella de cognac Napoleón y un cheque nuevo cada noche en el atril. Cuando conquista a María Félix, la mujer más hermosa y más famosa de México, le regala un piano de cola blanco con la inscripción: “En este instrumento sólo tocaré las melodías que componga para la mujer más espléndida del mundo” (en ese piano compuso para ella “María Bonita”, “Humo en tus ojos” y “Noche de Ronda”). Un día va en su decapotable rumbo al teatro donde actúa la Félix. En el asiento del acompañante lleva un tapado de visón con el que planea sorprenderla. En un semáforo en rojo se le acerca una “mariposilla muerta de frío que se me ofreció a cambio de un cigarro”. El le da en cambio el tapado de piel, llega al camarín con las manos vacías, le cuenta a la Félix lo ocurrido, logra emocionarla y cuando ella lo abraza deshecha en lágrimas y le susurra que ahora debe ir a comprarle otro tapado, más caro, él le contesta: “No puedo, mi bien. También le di todo el dinero que llevaba”.
Sus intentos de ser empresario de sí mismo lo llevaron a la ruina tres veces. Ponía a nombre de diferentes alias algunas de sus canciones para salvarlas de las leoninas condiciones de los contratos que firmaba en tiempos de escasez. Cuando lo acusaban de plagio (mis preferidas: que les afanó a Lugones y a Cole Porter), él decía que hasta a sí mismo con otros nombres se había robado y que no era su culpa si le adjudicaban canciones que no eran de él. Dedicó canciones a Granada, Sevilla, Toledo y el bar Chicote de Madrid sin haber puesto un pie en España. Cuando Franco lo invitó y lo agasajó, se ofendió de que se ofendieran sus amigos republicanos exiliados en México. Actuó en veintiocho películas haciendo siempre de sí mismo: pianista trágico, músico alcohólico, dipsómano, y a veces también ciego (aunque en la vida real, cada vez que le decían que tenía oído absoluto, él contestaba: “Y ojo también”).
Cuando algunas de sus doce viudas fueron a reclamar la herencia después de su muerte, en 1970, descubrieron que sus matrimonios eran falsos: él había contratado actores para que hicieran de sacerdote y de juez de paz. Con los hijos, en cambio, era egocéntricamente justo: los reconocía a cambio de que se llamasen Agustín (el que tuvo con Yolanda Santacruz se llama Agustín Lara Santacruz; el que tuvo con Vianey Lárraga se llama Agustín Lara Lárraga, y así sucesivamente). Hay innumerables biografías sobre él, incluso una para niños, con ilustraciones, para colorear. No ha de haber persona en el mundo que no conozca alguna de sus 400 canciones, aunque no sepa que es de él. En un reportaje que dio a la revista Siempre! en 1960 dijo: “He tenido la gloriosa dicha de que me amen. La esencia de mis manos se ha gastado en caricias. Las joyas que he regalado, puestas juntas en el cielo, opacarían a la Osa Mayor. Tres veces tuve fortuna y tres veces la perdí. Soy un ingrediente nacional como el epazote y el tequila. Soy más Werther que Dorian Gray. Quiero morir católico pero lo más tarde posible. Pueden llamarme el Hueso que Canta, el Esclavo del Amor”.
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