EL PAíS › OPINION
› Por Juan Carlos Aguilo *
Fueron diversas las emociones que me surgieron al enterarme de que el Senado trataría el proyecto de ley de Servicio Cívico Voluntario presentado por los senadores Ernesto Sanz y Laura Montero. Me animaría a decir que del estupor inicial generado por la confirmación periodística de que la Cámara alta efectivamente trataría tan “disparatada” medida, pasé a la profunda decepción al conocer que este despropósito legislativo había obtenido media sanción. Pretendo compartir mi indignación por este desaguisado desde una óptica adicional con la que ha sido evaluado desde distintos sectores. Pretendo que esta mirada complete las opiniones que ya han mostrado la inviabilidad político-operativa y los peligrosos fundamentos del proyecto.
Ha sido la propia ministra de Defensa la que, además de calificarlo de disparate y mamarracho, ha puntualizado su impronta militarista y la inviabilidad de su aplicación en el marco del nuevo paradigma que define el rol de las Fuerzas Armadas en el marco de la sociedad democrática. En la misma línea, y sin dejar de mencionar la inviabilidad de su aplicación, el ministro de Educación llamó la atención sobre el contenido retrógrado y estigmatizante del proyecto. Es que no deja de asombrar cómo reaparece, en forma velada e implícita, la visión culpabilizante que sobre los sujetos en condiciones de privación se ha hecho carne en el sentido común imperante a partir de la matriz de valores del neoliberalismo reinante en las últimas décadas. Lo puntualizó con rigurosidad el colega Norberto Alayón, de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, en este diario: control social para los jóvenes pobres que con su masiva existencia ponen en crisis el discurso neoliberal que privilegia las explicaciones individualizantes para dar cuenta de sus situaciones de privación social. Tengo dudas si los autores del proyecto se habrán remitido a los discursos de la elite liberal del Centenario (el Centenario del estado de sitio y la represión añorado por la Sociedad Rural) que se enfrentaba perpleja y azorada a la cuestión social en Argentina y ponía el acento en la tutela y educación correctiva de los niños de las clases populares.
Sin dejar de adherir a la imprescindible tarea de no flaquear en el cuestionamiento de los relatos hegemónicos que circulan libremente vehiculizados por los formatos mediáticos y conforman el sentido común reinante. Este distanciamiento de las generalizaciones del sentido común debe constituirse en una suerte de ejercicio intelectual permanente a la hora de reflexionar sobre los acontecimientos sociales. Y constituye el primer paso, imprescindible, para la construcción de marcos conceptuales que permitan analizar críticamente la realidad política y social y, consecuentemente, el adefesio aprobado.
Decía que quería compartir otro enfoque, de corte más intimista y personal. Enterarme de la noticia me retrotrajo a vivencias y emociones del pasado y creo que una parte importante en la que se basa la indignación, además de la disquisición analítica, es en los recuerdos penosos e ingratos que provienen de la experiencia personal vivida en torno de lo que significaba el servicio militar obligatorio –la colimba– en los años de plomo. Lo expresa alguien que tuvo la fortuna de no realizarlo, pero que pudo compartir la bronca y desesperación de aquellos amigos que tuvieron el infortunio de perder sus derechos ciudadanos y sobrevivir bajo la tutela militar durante largos meses. Mi humilde e individual experiencia se remite a la desazón y congoja que reinaba en mis padres cuando regresando del colegio en aquella tarde de 1983 confirmaban conmigo lo que ellos también habían escuchado: el número del sorteo era alto, muy alto, lejano de la posibilidad de salvarse por número bajo para este ciudadano de la clase ’65. Mi padre, sacando fuerzas de la pesadumbre del momento, decía que algo encontraríamos para finalmente escaparle a ese oscuro año que se avizoraba en el horizonte. Por fortuna y gracias a una dolencia física, el pesimismo de ese momento se transformó en inmensa alegría cuando al cabo de unos pocos meses la deseada excepción a la colimba estaba estampada en el documento. Sin embargo, ha quedado grabada en mi memoria la sensación de estar viviendo una suerte de ruleta rusa cuando los locutores cantaban las últimas cifras del documento y el número que tocaba definía la posibilidad de salvarse. Era una pequeña expresión de la fuerza autoritaria que se desplegaba sobre nuestras vidas para decidir sobre nuestro futuro próximo como una muestra más de la injerencia que tenían sobre la vida de los jóvenes de la sociedad argentina. Un pequeño ejemplo del poder asesino que habían instalado en la Argentina desde 1976.
Pequeña y humilde experiencia, incomparable a la de aquellos que perdieron un año de su vida en aquellos cuarteles donde reinaba la ley del más fuerte y se “aprendía” a sobrevivir a fuerza de maña y astucia. Estos recuerdos estaban guardados en mi memoria junto a otros tantos de aquellos años que no se olvidan pero que suponía superados. Quizás el recuerdo vivo de Omar Carrasco ilumine a los diputados que deban tratar esta propuesta y, finalmente, todo se trate de una desgraciada confusión.
* Decano de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, Universidad Nacional de Cuyo.
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