Mié 13.10.2010

EL PAíS  › OPINION

El método de la democracia

› Por Washington Uranga

El conflicto es parte de la dinámica social. Es ineludible cuando existen intereses encontrados. Y eso ocurre en todas las sociedades. También es cierto que es mucho más sano que los distintos intereses queden en evidencia, que se expongan a la luz pública. La aparición de las diferencias y la visibilidad de los conflictos es, en todos los casos, una manifestación saludable para una sociedad que sabe vivir en democracia. La falsa paz de los cementerios es sólo una consecuencia del autoritarismo y de las tiranías.

Discrepar, discutir, debatir, poner de manifiesto los desacuerdos es parte esencial del ejercicio democrático. Y un aporte fundamental del sistema democrático es precisamente ofrecer las garantías necesarias para que las diferentes voces se escuchen, para que las opiniones se intercambien. Más importante aún es que se garantice la expresión de las minorías, porque las mayorías adquieren peso específico por propia capacidad numérica. Dado que la verdad no se plebiscita ni es el resultado de un escrutinio, la expresión de las minorías es siempre una alternativa que puede ayudar al mayor equilibrio y al mejor resultado político y social.

En consecuencia, nadie debería alarmarse por la existencia de los conflictos, por las diferencias. Sobre todo cuando –como ocurre tanto en nuestro país como en otros de la región– se atraviesa por procesos de cambio que implican dejar atrás situaciones de privilegio y, en no pocos casos, devolver derechos negados a muchos durante largos períodos que van desde décadas a siglos. Si la “torta” es una sola, es inevitable que quienes gozaban de las mejores tajadas se resistan a perderlas.

Para la democracia, entonces, el problema no está en el conflicto. Sí en la forma de procesarlo. Afortunadamente, tal como quedó recientemente demostrado en el intento de golpe de Estado contra el mandatario ecuatoriano Rafael Correa, el modelo democrático se ha afianzado en la región y existe una proactiva disposición compartida para resguardarlo más allá de las diferencias políticas e ideológicas. Como se ha repetido hasta el cansancio “la democracia es el menos malo de los sistemas”. Sin embargo, esto que aparece con claridad incuestionable fronteras hacia afuera, no se verifica de la misma manera en la conducta de los dirigentes políticos en el interior de nuestros países. Porque si el conflicto es un dato insoslayable, también lo debería ser el tesón y la disposición para aceptar la diferencia como un valor, más que como un obstáculo. Nadie puede pedir –sensatamente– a otro que abandone sus posiciones y puntos de vista. Sí se debería demandar a todos y todas, en el marco de la democracia, hacer los mayores esfuerzos para generar metodologías políticas que permitan procesar las diferencias conceptuales y teóricas, los conflictos de intereses. La agresión, la bravuconada, la mal entendida “viveza”, la trampa y el atropello no son recursos que puedan valorarse y no le hacen bien a la necesaria construcción del bien común.

Hemos crecido mucho en capacidad democrática. Afianzamos un modelo que, aunque imperfecto, mejora la calidad de la convivencia. Pero mientras la medida del éxito sea la humillación, el exterminio o la aniquilación del diferente, y el método la agresión y la ofensa, todavía estaremos muy lejos de cualquier ideal democrático en paz y justicia.

Cualquier similitud con el escenario político nacional y latinoamericano es mera coincidencia.

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