EL PAíS › POR QUE EL RESCATE DE LOS MINEROS TUVO UNA AUDIENCIA GLOBAL, PLANETARIA
Se dijo que era como un reality, pero dos especialistas explican que la fuerza de las imágenes vino de que eran, justamente, una realidad. Sin guión, sin participantes voluntarios y con riesgo verdadero.
› Por Soledad Vallejos
El comentario, una letanía: la medianoche del martes concitó la audiencia televisiva más grande de la historia. Que a la hazaña de la supervivencia de los trabajadores la acompañaran regueros de números (dos mil periodistas enviados, cientos de medios de todo el mundo, mil millones de espectadores) y comparaciones no aptas para personas impresionables (la audiencia superó, dicen, a la alcanzada por la Final del Mundial) algo dice. Por lo pronto, imprime al rescate, o mejor dicho a la transmisión que se hizo de él, ese carácter de evento global que poquísimas, elegidas ocasiones han tenido en los últimos años.
Los primeros minutos que los astronautas pasaron en la Luna, la caída del Muro de Berlín, los atentados del 11 de septiembre, el discurso en que Barack Obama se reconoció ganador de las elecciones presidenciales: todas esas ocasiones también traen pegada la etiqueta del recuerdo personal (¿dónde estaba esa persona ese día? ¿cómo lo vio?). Y el rescate de los mineros sumó a la espectacularidad la dimensión de Internet y del espacio virtual, que pueden volver más o menos real las nuevas tecnologías.
Claro que todo eso, ni sumado ni por sí mismo, tiene el don de explicar a qué se debió el hechizo. ¿Qué convirtió al rescate de los mineros en el más acabado –hasta ahora– ejemplo de evento global?
“El espectáculo era aburridísimo”, dispara sin pizca de sorna el licenciado en Letras y docente de Ciencias de la Comunicación Pablo Leona. Insiste en que “era muy poco atractivo” lo que había para ver: “El campamento desde lejos, el aparejo con la polea, los 33 ascensos. Muy poco dramático”. Para tratar de entender la fascinación, habría que pensar en “lo que se sabía que sucedía por detrás de lo que se veía”.
–¿Qué es lo que sucedía por detrás de lo que se veía?
–Hay una tendencia a decir que fue una suerte de reality espontáneo. Eso está como instalado. Pero, a decir verdad, en un reality hay una realidad supuesta, construida, guionada, con un casting que se hace a partir de personas que se presentan espontáneamente, firman un contrato, tienen posibilidad de renunciar... Pero ninguno de esos elementos está presente en el rescate. Entonces, el grado de parentesco entre ambas situaciones es sólo para alguien que está frente a la pantalla. Los realities precisan el casting, los conflictos fraguados o azuzados, la exhibición consensuada de la realidad. Con los mineros, en cambio, se dio el negativo de esas situaciones. Cuando ellos empiezan a comprender que se transmitían imágenes de su vida cotidiana, que habían registrado ellos mismos, deciden dejar de mandarlas. Pero al tomar la cuestión de la intimidad se ve con claridad cómo la televisión trató de forzar lo que no tenía. El tratamiento que se hace de la situación del bígamo es descontextualizado: hacía 20 años que ese hombre vivía con su mujer actual.
–¿Todo eso se forzó para evitar el aburrimiento?
–Había algo que la televisión no podía mostrar, que no era espectacularizable. Pero sin embargo la TV lo aprovecha oportunistamente, hace una capitalización del acontecimiento extraño: esos hombres estaban ahí, a 600 metros de profundidad, se podían llegar a morir. Eso sí se sostiene. Es dramático en sí mismo, a diferencia de los realities, donde no hay algo dramático sino algo inventado. En el hecho bruto, hay algo que es convocante, inquietante, que es la cuestión de ver en una experiencia condensada en poquitos días cómo se vuelve tangible la fragilidad de la vida. También podría pensarse que había una pregunta sobre cómo iba a terminar: ¿se salvaban todos?, ¿no se salvaba ninguno? De todas maneras, decir que el encendido altísimo (de la transmisión) se justifica por la vigencia del formato del reality show es como pensar que lo de 1969, con la llegada a la Luna, tiene que ver con Viaje a las estrellas. De vez en cuando pasan cosas que, como hecho tremendo, tienen pregnancia.
–Las intervenciones sobre el rescate fueron múltiples.
–Hubo políticos que lo usaron como propaganda. Empresas que mandaron anteojos gratis para que los usaran los mineros. Otras empresas de comida enviaron, claro, comida. La televisión también participa de eso, porque tiene rating y encendido con un gasto mínimo, que es mantener un equipo pequeño a la vera de la mina. Pero la televisión es capaz de transmitir y propiciar otras participaciones: no sería capaz de producirlo. La TV es siempre la misma, pero esta vez fue detrás del hecho en sí.
–A la vez, fue el triunfo de la realidad ingresando en el régimen televisivo, en lugar de algo producido para parecérsele.
–Es eso. El público conoce la diferencia entre reality show y realidad: a los primeros, los ve como ficción. En cambio, esta situación tenía de atrapante y particular que era todo lo contrario. Que hayan tenido que interrumpirse ciertos programas para dejar pasar el rescate es un síntoma saludable: la realidad ganó a la banalidad. Eso es excepcional.
La semióloga Marita Soto se tomó un tiempo para pensar y procurarse una “palabra diferenciada”. “Porque se habló mucho, sobre el tema hay una especie de conversación pasajera con mucho contenido. Forma parte de una conversación social ya. Es difícil aportar algo que no se esté diciendo. Y es ahí donde aparece algo interesante.” Que todos hayan tenido algo para decir o al menos la intención de pensar sobre el acontecimiento y su alrededor no es menor. “Hay un sistema de medios que acá apareció operando de manera fuerte: la TV, la radio, los diarios y las redes sociales. Todos potenciando la simultaneidad.”
–¿Pero se trataría de una simultaneidad diferente, novedosa?
–Es que uno piensa: la simultaneidad es una característica propia de la televisión desde que la habilitó la tecnología, porque no siempre estuvo la toma directa. Pero lo interesante esta vez, lo que la diferencia, por ejemplo, de lo que pasó en los ’60, es que generó la simultaneidad y la visibilidad del acontecimiento, pero a la vez también su clasificación al mismo tiempo que su transmisión. ¿Qué quiero decir? A todo hecho tremendo, como éste, la sociedad le da un nombre. Lo nomina, lo clasifica. Esta vez, esa clasificación se produjo al mismo tiempo que se vivió el acontecimiento: se clasificó el propio registro del acontecimiento (“esto será memorable”, “es histórico”, etc.). En ese mismo instante apareció, también, la valoración estilística de los personajes políticos, creados por ellos mismos en la propia transmisión. Esa simultaneidad del acontecimiento, la clasificación que hace la sociedad y la valoración estilística son diferentes: es un rasgo típico de la instantaneidad.
–¿La instantaneidad sería un rasgo más fuerte en este caso?
–Sí. No es sólo lo instantáneo: es también la irrealidad de evaluar sin esperar a tener la distancia temporal, de clasificar sin demora. Esta vez no hubo distancia entre una cosa y otra. Se veía la transmisión y escribía en Twitter al mismo tiempo. Los chistes, los comentarios y el debate ocurrían no después, sino mientras. Es una especie de simultaneidad en n dimensiones. También un costo del tiempo real.
–¿En qué sentido?
–Cuando vas viendo el rescate en tiempo real, se empieza por la salida del 1 y terminan con el 33. Esa temporalidad del acontecimiento se impone al medio, es
inevitable. Pero la morosidad del acontecimiento provoca también una morosidad afectiva: el primero, el segundo en salir emocionan, pero a medida que pasa el tiempo se va imponiendo una reacción cada vez más fría. Cuando sale el número 33, te fijás cómo está vestido el presidente, cómo camina otro... Ese es un costo.
–El costo que paga el espectáculo al depender de la realidad en directo, con sus tiempos muertos.
–Sí. Influye en la percepción del acontecimiento. Aunque como espectadores estemos acostumbrados a la repetición de imágenes, de titulares, esto era diferente: los rescates se mantienen entre sí y no se mantiene la emotividad.
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