EL PAíS › OPINION
› Por Washington Uranga
A esta altura de la disputa política –y esto será peor a medida que se profundice la campaña electoral de cara a las presidenciales del año próximo– parece ingenuo y falto de realismo pedirles a los diferentes actores, comenzando por la Presidenta y el vicepresidente, que dejen de lado los insultos y las agresiones para encarar sus diferencias. Sin embargo, sería sano que así fuera porque si el debate se hace sobre ideas y propuestas siempre resulta más enriquecedor tanto para los participantes como para la ciudadanía en general, aun cuando las posiciones sean antagónicas. Lo otro (léase chicanas, agresiones e insultos) sólo aporta al empobrecimiento colectivo.
Es igualmente falso pensar que las chicanas o las agresiones sólo se instalan en el terreno del lenguaje verbal. También es una provocación –seguramente mucho más grave y contundente– utilizar resortes legales para desconocer aquello que los mandantes –en un caso votantes y en otro los propios legisladores– expresaron claramente como voluntad. Es lo que hacen por ejemplo, por un lado Julio Cobos, usando su condición de vicepresidente para ejercer como uno de los líderes de la oposición y, por otro, la “unión transitoria” montada entre poderosos intereses mediáticos y algunos estamentos de la Justicia para impedir, a través de la judicialización, la aplicación de la ley de servicios de comunicación audiovisual aprobada por ambas cámaras legislativas.
Más allá de los calificativos que merezca, Julio Cleto Cobos es legalmente el vicepresidente. Pero no menos cierto es que está ocupando ese lugar ilegítimamente. Porque la voluntad del votante cuando se expresó le confirió la responsabilidad de acompañar a la presidenta Cristina Fernández, elegida para comandar los destinos del país. Quienes votaron a Cobos no lo hicieron ni para que “controle” al Ejecutivo ni para “ponerle límites” a la Presidenta, sino para secundarla. En ese sentido, nada de lo que está haciendo Cobos legalmente puede ser legítimo. No es legítimo que un vicepresidente use la presidencia del Senado para actuar como uno de los jefes de la oposición. Y por eso mismo resulta injustificable que dirigentes políticos hoy opositores se llenen la boca de “institucionalidad” para “respaldar” a Cobos y a la presunta legitimidad de sus actos. Algo en lo que “creen” de manera tan circunstancial y oportunista, que no podrían mantener los mismos argumentos si la historia los enfrentara a la situación contraria: un presidente propio y un vice ejerciendo de opositor. Más grave aún, porque en privado la mayoría de esos dirigentes opositores (incluidos los radicales que antes expulsaron a Cobos de la UCR) están calculando los plazos y las formas para sacarse a Cobos de encima (porque lo consideran un lastre) cuando haya que jugar las verdaderas cartas electorales. ¿Podrán? La pregunta es si entonces no lo habrán alimentado tanto que les será imposible prescindir de él (como lo desean) sin un costo mayor.
No tengo conocimientos jurídicos y probablemente ello me lleve a incurrir en algún error técnico en materia de derecho. Solicito excusas de manera anticipada por este motivo. Pero recurriendo apenas a mi sentido común no llego a comprender cómo puede ser posible que jueces de primera instancia puedan, legítimamente, impedir la puesta en marcha de una ley como la de servicios audiovisuales de comunicación que fue aprobada legal y legítimamente en ambas cámaras. También en este caso la legalidad se opone a legitimidad. La judicialización de la ley de SCA es una maniobra tan legal como ilegítima al mismo tiempo.
Y podríamos abundar en los ejemplos. Para no ir más lejos, la situación planteada en torno de la constatación de identidad de los hijos adoptados de Ernestina Herrera de Noble corre por el mismo carril. Las argucias legales para impedir que las pericias se concreten son un atentado contra el derecho legítimo a la verdad, también (pero no sólo) de las dos jóvenes víctimas aunque los condicionantes histórico-culturales de su propia vida les impidan verlo así.
Otro caso no menos grave. Hay quienes, desde la función pública, se enriquecen de manera desproporcionada haciendo uso de los privilegios que da la gestión. Incursionan éstos también en el terreno de la ilegitimidad así estén amparados legalmente.
La tensión legalidad-legitimidad no es un descubrimiento ni de la Argentina ni de este momento histórico. Pero cuando esta contradicción comienza a volverse cotidiana, habitual, es sin duda un signo de deterioro de la calidad del sistema y, sobre todo, de las relaciones y los vínculos humanos que lo sustentan. Un mal síntoma al que hay que prestarle atención para remediarlo cuanto antes de la mejor manera porque, como bien dice Estela de Carlotto, a esta democracia nuestra hay que cuidarla.
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