Mié 20.10.2010

EL PAíS  › MARíA INéS SáNCHEZ CONTó LA úLTIMA VEZ QUE VIO A SU MADRE SECUESTRADA

“Ella me dijo que iba a volver”

Ni los jueces pudieron evitar conmoverse con el testimonio de la hija de Silvia Angélica Coraza de Sánchez, desaparecida después de su paso por El Vesubio. Ella se quedó con la imagen de su mamá cuando la llevaron a su casa y ya había nacido su hermana.

› Por Alejandra Dandan

“Intentó morir, intentó escapar y de alguna manera creo que se dio cuenta de que no tenía otra posibilidad, hubo personas que han llegado a decir que ella misma torturaba: mi mamá era una víctima más, más allá de lo que cada uno puede hacer, las cartas estaban echadas.” María Inés Sánchez estaba sentada en la sala de audiencias de Comodoro Py. En un momento necesitó acudir a la mirada de alguien. Buscó la cara de uno de los integrantes del Tribunal, pero el juez también estaba llorando.

María Inés, que es antropóloga, reconstruyó en la audiencia la historia de su madre, Silvia Angélica Coraza de Sánchez, secuestrada con dos meses de embarazo en El Vesubio. Durante su vida, su hija rearmó los pedazos de su historia a partir del escudriñamiento de fotos, claves de un diario personal y unas pocas cartas que su madre mandó desde el encierro. “Tengo una imagen bastante borrosa”, dijo después sobre la última vez que la vio. Ocho meses después del secuestro, en una visita corta, cuando ya había nacido su hermana. “Pero después de muchos años de describir cómo estaba vestida –explicó–, creo que cada vez es más real: tenía una blusa blanca, una manta blanca llevando a mi hermana, y estaba con tres personas de oscuro.”

María Inés nació el 13 de agosto de 1975. Su madre nació el 21 de abril del ’50. “Pertenecía a una familia humilde de Rosario, era la segunda hija de un matrimonio de trabajadores que desde siempre sufrieron una historia de desarraigos, mi abuelo había llegado de Italia a los 7 años, mi abuela era huérfana, se había criado con su hermana.” Ese matrimonio con cuatro hijas se mudó a San Telmo a fines de los ’50 con las mejoras del peronismo. Silvia hizo el secundario en el Nacional de Buenos Aires y el clima político del colegio marcó la dirección que tomó después, militó en la Juventud Peronista, dentro de la CGT de los Argentinos con Raymundo Ongaro y en la Resistencia Peronista, con Cacho El Kadri, Caride y Gustavo Rearte.

Dentro de su militancia en la zona sur conoció a su esposo Alberto Sánchez. La anécdota es, dijo Inés, “que haciendo algunos actos ‘relámpago’ por el Luche y Vuelve de Perón tenían que fingir que eran pareja y organizaban cinco segundos de tirar panfletos y de esa manera decían que provocaban mucha simpatía entre la gente”. En el ’72 entraron a Montoneros, siempre en la zona sur. Trabajaban en Villa Jardín, Caraza, y por la militancia y varias gestiones lograron fundar una escuela con un cura local que todavía está en Caraza, un barrio donde también está la escuela. En el ’73, su madre, que hacía de la militancia un trabajo de tiempo completo, entró en Foetra. Vivían en un departamento muy chico de Capital y en pleno embarazo de una hija que murió pocos días después del nacimiento, decidió ir al entierro de Perón a despedirlo. En el ’76 se mudaron a Llavallol, y en enero del ’77 a Banfield.

En el verano del ’76 al ’77 viajaron a Santa Teresita a veranear con otros compañeros y sus hijos. “Pude conseguir fotos donde aparecemos nosotros con los otros hijos, y cuento esto porque entre ellos estaba Chela Clara Josefina Lorenzo Pillar, que después la secuestraron con mi madre.” En esos días, “venía siendo mucho más complicado seguir con la militancia, habían dejado de trabajar en los lugares donde estaban; mi papá era médico de la organización, trabajó en el Hospital de Clínicas hasta el ’73 y en el hospital de Lanús. Mi mamá trabajaba en ese momento en una fábrica pero no pude saber mucho más sobre eso porque seguramente usaba otro nombre”. Y explicó eso, dijo, “por el trasfondo que venían viviendo, que venían siendo perseguidos por su ideología política y para contar cómo era mi mamá, que era muy laburadora, que si bien reconocía y sentía miedo nunca quiso entregar esa tarea, pese a que mi abuelo quería que se vayan del país”.

A Silvia la secuestraron el 19 de mayo de 1977 en el bar Clavel, de la avenida Pavón, frente a la estación de Lanús. Silvia tenía una cita con otros compañeros. “Lo que se pudo reconstruir fue qué sucedió alrededor de las tres y cuarto de la tarde, que primero había bastantes dudas sobre si fue adentro o afuera, aunque después supe que fue afuera.” Por otra de la secuestradas de El Vesubio, supo que estaba con Chela caminando, que dieron unas vueltas antes de llegar porque vieron la zona rara o que las seguían. Cuando estaban por cruzar, le dieron un culatazo a Silvia en la cabeza y otro compañero que estaba citado murió por la ingesta de cianuro. El padre de Inés sabía de la cita. Y al final del día entendió lo del secuestro. Fue a buscar a su hija a la guardería, empezaron a buscar un alojamiento porque no podían volver a la casa y un mes después la dejó con los abuelos. La familia creyó que Silvia no había sobrevivido hasta noviembre de 1977, cuando llegó la primera carta.

Todavía no se sabe quién hizo de correo. Dejaron las cartas en el buzón: había una para sus padres, otra de siete hojas para su marido y una carta equivocada encabezada con un “Querida Ana” y firmada por Juan. “Mi mamá decía que estaba tranquila, que no podía decir dónde estaba, decía que continuaba con el embarazo e iba a dar a luz en diciembre de ’77.” A su esposo, le decía además que abandone la militancia. Una forma, dijo Inés, de alentarlo a que se fuera del país. En el medio hubo algún llamado en el que preguntaban a sus abuelos por su padre, una señal, dijo Inés, de que obviamente lo seguían buscando.

No hubo más novedades hasta el 3 de enero de 1978. Ese día, en cambio, mientras su abuelo estaba fuera de casa llegaron dos autos con su madre. Uno de los represores que la acompañó agarró el teléfono con el que su abuela estaba hablando y cortó la llamada. “El relato de lo que pasó es de mi abuela obviamente”, dijo Inés. “Pero la imagen no, es bastante vívida, mi mamá se queda 45 minutos, y una de las personas le hace firmar a mi abuela un escrito donde dejaba constancia que estaban entregando a mi hermana y que ella se comprometía a no entregarla a ninguna persona.” Inés dijo después: “Mi mamá se queda jugando conmigo y después habla con su madre, algunos minutos, me entregó una muñeca y un trompo”. En la sala de audiencias de Comodoro Py no hablaba nadie. Inés también se quedó callada y tomó un vaso de agua. “Ella me dijo que iba a volver –explicó– y yo siempre me quedé con esa última palabra, de que iba a volver, mi abuela también siempre lo creyó, pero la verdad es que no, no tuvimos más noticias.”

Su hermana había nacido el 29 de diciembre del ’77. En esa visita, Silvia les dejó ropa usada y ropa sin usar y una serie de cartas en las que daba indicaciones de cómo había nacido, el peso y los cuidados. Esos datos convencieron a Inés de que esas cartas estaban preparadas de antemano y que ni siquiera su madre sabía que iba a volver.

Su padre se había ido poco antes a Brasil y luego a Noruega. En el llamado previo y en esa visita, los represores tiraban anzuelos para que los abuelos de Inés lo entreguen, prometiendo el regreso de la madre. Por suerte, dijo Inés, ellos no lo hicieron: cada vez que les preguntaban por él decían que estaba afuera. “Con mi papá me vi muy poco, había un amigo que de tanto en tanto hacía de nexo para vernos un rato cuando mi abuelo me sacaba a pasear; nos volvemos a ver en el ’79 cuando viajamos a Noruega para que conozca a mi hermana, en el ’81 en México y cuando regresó en ’84.”

En junio del ’78 recibieron una información oficial que decían que Inés estaba a disposición del Poder Ejecutivo Nacional, pero fue desmentida. “Recuerdo que mis abuelos no se rendían: íbamos a todos lados juntos, a cada lugar nuevo a encontrar información; las idas eran esperanzadas y las vueltas, de una angustia muy profunda y de mucho silencio.” Se acordó, “de verla llorar a mi abuela sola, y yo hacer lo mismo, de ir al colegio y que en realidad nos dieron todo lo que necesitábamos, menos lo que no podían darnos. Y a pesar de esa tristeza recuerdo momentos de mucho cariño y mucha alegría, pero esperábamos siempre la Navidad o después del Mundial, fechas en las que se suponía que podía pasar algo”.

En el colegio, no sabía qué hacer: “Sentía que la estaba matando a mi mamá cada vez que decía que se había muerto en un accidente”.

Diez o quince años atrás, explicó, pudo empezar a conocer a las personas que estuvieron secuestradas con su madre. Entre ellas, Elena Alfaro. Le contó que la primera semana estuvo muy mal, que en un momento uno de los guardias le dio un golpe terrible. Alfaro le preguntó por qué. El hombre le respondió que Silvia había querido poner los dedos en el enchufe, había querido suicidarse: “A partir de ahí estaba claro que no podía decidir ni siquiera su muerte como ninguna otra persona”.

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