Mar 05.02.2002

EL PAíS  › OPINION

Transformar las protestas en reformas

Por Víctor Abramovich*

A pesar del trágico final del gobierno de De la Rúa, la vigencia de las instituciones democráticas y la salida institucional que la crisis finalmente recibió, reflejan que la sociedad ha forjado una conciencia cívica capaz de enfrentar la emergencia. Ningún sector propuso el quiebre de la continuidad institucional. Ello, pese a las dificultades, resulta por demás positivo.
Sin duda, esta conciencia colectiva ha sido forjada con dolor, sobre la memoria de miles de desaparecidos y con el constante esfuerzo de quienes defendieron el orden constitucional. Profundizar la democracia frente a la crisis es, entonces, la opción que puede posibilitar el cambio.
La indignación popular que resuena aún hoy no parece hallar todavía un cauce seguro y sólo un pensamiento original permitirá que el poder de la protesta encuentre interlocución con la política. Es urgente dotar de contenido al poder transformador que se ha desatado. Este desafío requiere la atención sobre tres cuestiones todavía prioritarias: la violencia institucional y política, la fragilidad institucional y la degradación de los derechos sociales.
Desde 1996, la mayoría de las protestas sociales ha obtenido como respuesta la represión y la persecución penal de los manifestantes, marginada de cualquier solución estructural. En este contexto el inusitado despliegue de violencia institucional en los hechos de diciembre, que erige una investigación completa y la sanción de los responsables inmediatos y políticos.
En el período democrático no se ha conseguido reconstruir la función de las instituciones de seguridad con garantes y protectoras de derechos. A su vez, la dirigencia política ha soslayado el poder destructivo de una creciente violencia institucional.
La crisis ha expuesto, además, el peligro de que se reedite la apelación a la violencia como forma de acción política. Es urgente, entonces, que se investiguen las denunciadas maniobras de agitación previas a los saqueos y los sucesivos hechos de violencia, como los ocurridos en el Congreso el 29 de diciembre. El Estado debe garantizar las condiciones del diálogo democrático y éste se interfiere tanto cuando el propio Estado irrumpe sobre las libertades personales como cuando grupos aislados imponen su intolerancia.
El mejor antídoto contra las prácticas violentas es la recuperación del rol mediador de la política.
Es necesario por ello discutir las vías para el fortalecimiento del sistema político. Remozar el debate acerca de la utilidad social de los partidos políticos y el modelo electoral y activar los mecanismos de democracia semidirecta que la Constitución prevé. Las críticas que se limitan al renunciamiento de ciertos dirigentes o a la reducción del costo de la política pueden ser justificadas, pero están lejos de configurar una agenda sobre el diseño institucional que una democracia sólida exige.
La remoción de los jueces de la Corte Suprema es hoy un reclamo con fuerte consenso. Pero la discusión no debe limitarse a un simple cambio de nombres. Necesitamos debatir el modelo de tribunal que la democracia necesita, como un primer paso hacia una profunda reforma del sistema de justicia.
El modelo económico que la gente repudió, signado por la concentración de la riqueza y el aumento inédito de la pobreza, fue posible merced a un proceso de degradación paulatina de los derechos sociales, sujetos a una lógica económica, aplicada en un escenario de emergencia permanente. Para ser viable y de alta intensidad, la democracia necesita reconstruir una base de igualdad y recuperar la calidad de los derechos sociales.
Después del cimbronazo es indispensable que el sistema político convierta la fuerza de la protesta en impulso para estas reformas inaplazables. Lo reclama la suerte de nuestro rezagado proyecto democrático.

* Director ejecutivo del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS).

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