EL PAíS
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Justicia divina
Hay que sentir simpatía por los esforzados ministros de la Corte Suprema de Justicia, estos hombres doctos que encarnan lo mejor de la sabiduría jurídica de un país en el que las universidades siempre se han especializado en fabricar abogados.
Luego de emitir, acaso por primera vez desde que llegaran a su eminencia actual, un fallo que casi todos concuerdan es constitucional, legal y moralmente impecable y que, como si tales méritos ya no fueran más que suficientes, corresponde con exactitud a lo que ha estado reclamando con ruido justiciero “la gente”, los supremos están siendo acusados de ser golpistas, chantajistas, extorsionistas, irresponsables, dolarizadores menemistas, cobardes y muchas otras cosas feas sólo porque acatar lo que dicen es la ley podría provocar una serie de calamidades que dejarían al país totalmente destruido.
Pues bien: ¿Qué hay de malo en pedir lo imposible o en pasar por alto las dificultades prácticas? ¿Qué tienen que ver tales pequeñeces materialistas con la ley? Al fin y al cabo, ¿no es lo que siempre han hecho políticos y sindicalistas, comentaristas de ideologías diversas, obispos, jueces, abogados y, claro está, la gente, sin que a nadie se les ocurriera basurearlos por su escaso respeto por algunos datos miserables? Por el contrario, lejos de ser vilipendiados por su falta de realismo, los muchos cultores de esta modalidad tan entrañablemente criolla han prosperado gracias precisamente a su voluntad de distanciarse, volando hacia arriba como águilas, de un mundo que todos consideran indigno.
Afirmarse imposibilista, jactarse del profundo desprecio que uno siente por una realidad que es intrínsecamente reaccionaria y por lo tanto éticamente repudiable ha sido durante mucho tiempo la mejor forma de abrirse camino en la vida pública argentina. Cuanto menos realista el dirigente, más será venerado por su sinceridad y por su sensibilidad humana. Se trata de un principio que han aplicado con éxito envidiable políticos que juraron que la democracia de por sí produciría comida y educación, otros que hablaron de revoluciones productivas que serían potenciadas por el mercado y nada más, los que hace apenas un par de años dijeron que su mera presencia en el Gobierno nos aseguraría “el cambio” deseado, además, es innecesario decirlo, de sus adversarios que, al comparar sus propias utopías con el país efectivamente existente, no tardaron en llegar a la conclusión de que todo es culpa de la traición de los gobernantes de turno de suerte que bastaría con voltearlos como para que la Argentina se transformara en un país mejor.