Dom 21.11.2010

EL PAíS  › OPINION

Argentina centrífuga

› Por José Natanson

No siempre fue así. En 1989, luego de que Raúl Alfonsín entregara anticipadamente el poder, los bloques del radicalismo acompañaron en el Congreso durante seis meses, hasta que se produjo el recambio legislativo, la sanción de las leyes reclamadas por Carlos Menem, que había puesto esa condición para asumir la presidencia. Más tarde, durante la accidentada gestión de la Alianza, el peronismo contribuyó a lo que en aquel momento se creía era necesario hacer para mantener la convertibilidad: votó el impuesto a las transacciones bancarias (50 a 6 en el Senado), facilitó el quórum para la sanción de la Ley de Déficit Cero y hasta ayudó a reunir los votos para aprobar los poderes especiales a Domingo Cavallo. Por último, todo el período de Eduardo Duhalde fue un ensayo de presidencialismo parlamentarizado sustentado en el respaldo de casi toda la clase política (incluyendo al menemismo, que buscaba la finalización del período de gobierno para poder candidatear a su jefe). En todos estos casos, oficialismo y oposición se facilitaron la vida mediante acuerdos más o menos coyunturales, eso que en Estados Unidos se define como bipartisan.

La semana pasada, sin embargo, el Gobierno fracasó en su intento por aprobar el Presupuesto 2011. En la primera sesión había conseguido el quórum gracias al apoyo de algunos diputados radicales, del peronismo federal y del PRO, aunque no logró reunir los votos necesarios para la aprobación. En la segunda, convocada luego de que comenzaran a circular las acusaciones sobre presuntos intercambios turbios, directamente no llegó al número necesario. Al final el resultado fue el peor de todos: un país sin Presupuesto, con todo lo que eso implica en términos de calidad institucional, junto a acusaciones flojamente sustentadas pero que siembran sospecha y hasta una piña en vivo y en directo.

El Gobierno acusa a la oposición de buscar imponerle un proyecto propio sin siquiera facilitarle el quórum para discutirlo. Y los opositores acusan al oficialismo de plantear un Presupuesto fantasioso con una inflación dibujada. Sin entrar en una polémica en la que ambos parecen tener parte de la razón, quizá sea interesante pensar por qué este tipo de cuestiones se convierten en el núcleo de conflictos políticos serios. Como en su momento sucedió con la Resolución 125 o la utilización de reservas para el pago de la deuda, esta vez también se trata de una decisión de política económica discutible pero en absoluto extravagante. ¿Por qué un acto administrativo normal espiraliza en un crescendo de insultos, acusaciones políticas y sospechas penales, generando escenarios de bloqueo?

La primera explicación es institucional. La ciencia política lleva tiempo analizando los efectos políticos concretos de los diseños institucionales. En América latina, una influyente corriente es la que representa el español Juan Linz, quien advierte sobre los riesgos de bloqueos que genera la rigidez del presidencialismo. Para Linz (Democracia: presidencialismo o parlamentarismo, ¿cuál es la diferencia?), la escasa flexibilidad del sistema presidencial y la doble legitimidad de los poderes (el Ejecutivo y el Legislativo se votan por separado) crean dinámicas de escasa cooperación que a veces pueden derivar en escenarios de ingobernabilidad o incluso quiebre institucional. En análisis posteriores (Juan Linz y Arturo Valenzuela, La crisis del presidencialismo) se afirma que el problema no es el presidencialismo en sí, sino el escenario de “gobierno dividido”: cuando, como ahora en la Argentina, el Ejecutivo responde a un partido y el Congreso a otro (u otros). En una relectura posterior de Linz, Scott Mainwaring (“Presidencialismo, multipartidismo y democracia: la difícil combinación”, Revista de Estudios Políticos) afirma que el problema no es el presidencialismo, ni siquiera la posibilidad de desalineamiento Congreso-Ejecutivo, sino esta misma situación bajo sistemas multipartidistas.

Muy de moda en la ciencia política local (muchas veces como resultado de la copia snob de las corrientes hegemónicas de la academia norteamericana y su abundancia de subsidios), los análisis institucionales explican, en el mejor de los casos, sólo una parte del problema. También hay que mirar el sistema de partidos y el estilo de los liderazgos. Como sostiene Jorge Lanzaro (La socialdemocracia criolla), los sistemas partidarios institucionalizados y estables, con partidos orgánicos y disciplinados, tienden a morigerar o al menos encauzar el conflicto político. La explicación es simple: el partido que hoy está en la oposición puede ser gobierno en el siguiente período, y el que está en el gobierno sabe que en algún momento será corrido al otro lado del mostrador. Esto genera incentivos para la negociación y el acuerdo y crea una dinámica política más centrista, que reduce las tentaciones mayoritaristas, del ganador se lleva todo, y da como resultado cambios más moderados, más negociados y a menudo más permanentes. En un sistema de este tipo, los equilibrios interpartidartios se reflejan en sistemas institucionales más balanceados, que imponen límites al decisionismo y la concentración de poder, de un lado, y al obstruccionismo estéril, del otro.

El sistema político argentino parece bastante alejado de estos modelos ideales (ningún país se ajusta plenamente, pero algunos –Uruguay, Costa Rica– se acercan más). La crisis de 2001 produjo una fragmentación de los partidos y le otorgó al proceso político una fluidez inédita hasta el momento: las fuerzas políticas perdieron cohesión y disciplina y se convirtieron –exagerando apenas– en estructuras blandas y en disponibilidad, aprovechables por uno u otro líder según el momento y la conveniencia. Detrás de todo esto se encuentran fenómenos complejos como la desafección política, la individuación de la vida social y el malestar democrático, que no son exclusivos de nuestro país pero que aquí parecen verificarse con singular intensidad.

En un contexto de este tipo, con instituciones blandas y partidos en permanente mutación, el líder puede moverse con más libertad. Es el caso de Kirchner, gran emergente de la política pos crisis, que sucumbió, como en su momento Menem y en mucha mayor medida que Cristina, a la tentación decisionista: la concentración de poder en su figura y la escasa voluntad de someter a la deliberación pública sus decisiones, casi siempre sorpresivas. Y lo mismo para una oposición que, astillada en mil pedazos, se muestra proclive al bloqueo, más como consecuencia de su juego interno –el concurso diario a ver quién es el más anti-K– que por una opción ideológica de fondo (esto explicaría por ejemplo que algunos legisladores radicales hayan facilitado el quórum un día para retacearlo al siguiente).

Todo esto se recorta sobre el fondo de una cierta cultura política, esa que explica tantas cosas pero que resulta tan difícil de capturar. El esfuerzo sin embargo vale la pena, al menos como hipótesis difusa: Argentina arrastra una larga historia de luchas sociales por la expansión de derechos, más que casi todos los países de la región. Experimentó, muy tempranamente, importantes episodios de reclamo social organizado (desde la huelga contra la ley de inquilinos de 1902 hasta la Patagonia Trágica de 1920) y más tarde una serie de movimientos cívicos impulsaron, antes que en buena parte de América latina, las luchas por el sufragio universal, cuya derivación casi natural fue el primer populismo de nuestra historia, el yrigoyenismo, sólo comparable por su intensidad política al batllismo uruguayo. Más tarde, el peronismo protagonizó un impulso redistributivo inédito y fue desplazado del poder con una crueldad también inédita. En todo caso, el conflicto social permanente en el que vive la Argentina ha conformado una escena política en general conflictiva, tensionada y por momentos muy violenta, como si el país fuera capaz de grandes hazañas (los cinco Premios Nobel y todo eso) pero también de crueldades mayúsculas.

Como señalamos al comienzo de esta nota, hubo, desde la recuperación democrática, algunos ejemplos de acuerdo entre las fuerzas políticas. Pero fueron sólo momentos, en general breves y ante situaciones de crisis y emergencia. Si se mira con atención, la dinámica suele ser centrífuga y escasamente cooperativa: aunque debe haber varios motivos, quizá los mencionados en esta nota –la infraestructura institucional del presidencialismo, las características del sistema de partidos y el fondo fangoso de nuestra cultura política– ayuden a explicar una coyuntura que nunca deja de sorprender.

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