EL PAíS › OPINION
› Por Sergio Wischñevsky *
El 20 de noviembre de 1845 una flota enviada por Inglaterra y Francia avanzaba por el río Paraná hacia el interior del continente. Eran 22 barcos de guerra y 92 buques mercantes, estos navíos poseían la tecnología más avanzada en maquinaria militar de la época, impulsados tanto a vela como con motores a vapor. Una parte de ellos estaban parcialmente blindados, y todos dotados de grandes piezas de artillería forjadas en hierro y de rápida recarga, granadas de acción retardada y cohetes Congreve que causaban efectos devastadores. Disponían de 418 cañones y 880 hombres armados. Argumentaron que su presencia era por razones humanitarias y para garantizar el libre comercio. El gobierno de Rosas se dispuso a resistir las presiones de estas dos potencias europeas y decidió dar batalla. Los criollos esperaron a la flota en Vuelta de Obligado, un recodo donde el río se angosta a 700 m de orilla a orilla en la localidad de San Nicolás en Santa Fe. La idea era perpetrar una emboscada, contaban con seis barcos mercantes y 60 cañones construidos de apuro, con más fervor que pericia, con más voluntad que posibilidades de triunfo. Tres gruesas cadenas se desplegaron a lo ancho del Paraná para cerrar el paso, sostenidas por lanchones. Evidentemente no tenían chances, la desigualdad de fuerzas y de preparación era abismal. Sin embargo, es justamente esta evidencia lo que le otorga una nobleza especial al enfrentamiento. Fue una batalla perdida, la flota logró seguir avanzando y diezmó a las fuerzas de la Confederación, pero a partir de ese momento empieza otra historia.
Los opositores a Rosas habían convencido a los ingleses de que si atacaban iban a encontrar el apoyo y simpatía de los pueblos del litoral. De hecho, Florencio Varela dejó por escrito su entusiasmo con la llegada de la flota anglo-francesa y propició la separación de Paraguay, Uruguay y la creación de una república mesopotámica con la unión de Entre Ríos y Corrientes. En ese entonces el puerto de Montevideo era manejado por un comerciante inglés que tenía la concesión hasta 1848. Evidentemente muy buenos negocios, libres de impuestos, se presentaban como perspectiva al comercio europeo si lograban quebrar la resistencia a la “libre navegación” de los ríos Paraná y Uruguay.
La flota siguió su avance y tanto desde la prensa unitaria como desde medios británicos se festejaba la llegada de una nueva era comercial.
Pero los ecos de la batalla generaron una nueva resistencia, las poblaciones adyacentes a los ríos retiraron el ganado y todo aquello que pudiera servir de vitualla. Al pasar por las costas de San Lorenzo recibieron ataques de artillería como así también en otros puntos de la travesía. Al desembarcar en Corrientes y en Paraguay descubrieron con amargura que el alto costo de hambre, enfermedades y muerte no se ajustaba a los beneficios económicos que realmente esperaban obtener. Concluyeron que era mucho más racional reconocer la soberanía de la Confederación en sendos pactos que Inglaterra, y un año más tarde Francia, firmaron.
El gran triunfo fue dar la batalla. Quienes aseguran que el verdadero logro se dio en las negociaciones diplomáticas olvidan que en esas mesas de discusión siempre están presentes y juegan un rol fundamental la evaluación de las fuerzas y las voluntades en disputa.
Con la historia está sucediendo algo muy parecido a lo que se viene discutiendo en nuestro país con el periodismo. El historiador Luis Alberto Romero ha dicho que este “revival” de la Vuelta de Obligado abreva en un nacionalismo patológico que hace emerger al enano nacionalista que la sociedad argentina tiene muy arraigado. Por ello recuerda que para los historiadores profesionales la nacionalidad es una construcción social y no una esencia.
Eric Hobsbawm observó que la idea de nación reconoce tres etapas conceptuales muy diferentes: la primera ligada a la Revolución Francesa homologa nación con pueblo y tiene un carácter profundamente inclusivo. Todo el pueblo es la nación, el enemigo era la aristocracia. La segunda concepción es la que asociamos con las corrientes de derecha. El nacionalismo en este caso es excluyente. Enfrenta a las naciones, habla de superiores e inferiores, se desliza con facilidad al fascismo. El tercer nacionalismo posible es el que enfrenta a las naciones sometidas con sus metrópolis, es lo que se ha dado en llamar antiimperialismo y resalta los valores nacionales y la soberanía como impulso a la libertad a la autodeterminación de los pueblos. Por eso reivindicar en la historia aquellos momentos en los que se enfrentó a los imperios no es despertar al enano nacionalista sino muy por el contrario recordar que si bien es cierto que la nación no es una esencia, sino que es algo que se construye, está muy claro que esa construcción está jalonada de atrevimientos como el del 1845 y de derrotas que se convierten en victorias. En los días que corren es bueno tenerlo presente.
* Historiador, UBA.
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