EL PAíS
ILUSIONES
› Por J. M. Pasquini Durán
Mientras los personeros de la vieja política siguen instalados en la estratosfera de las maquinaciones electorales, hay organizaciones sociales y políticas dedicadas a encontrar formas nuevas de participación. Por tercer año consecutivo, el Foro Social Mundial en Porto Alegre trata de organizar una concepción distinta de la globalización, basada en la libertad, la justicia y la paz. Deliberaciones multitudinarias y plurisectoriales son incapaces de elaborar recetas detalladas, tampoco nadie las busca, pero pueden confeccionar, por vía del intercambio de experiencias y opiniones, una manera distinta de habitar el planeta, hacerse cargo de las necesidades y aspiraciones de sus pobladores y, sobre todo, fijar las pautas generales que hagan posible otro mundo. Hay que tener en cuenta que el Foro no es una superestructura vertical sino un espacio de encuentro, al que llegan delegados y voluntarios de movimientos de base y de organizaciones no gubernamentales de distintos tipos, tamaños y geografías, que realizan su actividad principal en los ámbitos específicos de sus vidas cotidianas. O sea que sus resultados expresan los avances, retrocesos, triunfos y frustraciones del conjunto, cargado además por las incertidumbres y angustias de la época.
El Foro ofrece la posibilidad, entre otras, de echar una mirada global sobre el estado de situación de los movimientos populares, ya que los grandes canales de información suelen ocuparse más de las ocurrencias en la estratosfera, la mayoría subyugados por la convicción que los destinos colectivos no serán decididos desde las bases. Algunos están interesados en descalificar o en ignorar lo que sucede por debajo del poder establecido, aunque sea para evitar su propagación, y otros, sin esas ataduras, tienen que vencer grandes dificultades para reunir los datos dispersos en sociedades cada vez más fragmentadas y compartimentadas. Así, salvo en momentos excepcionales, las porciones organizadas de la sociedad escapan a la mirada de los demás. Es el caso de las asambleas vecinales, cuya existencia o vitalidad es puesta en duda, después de la euforia por su existencia en las semanas posteriores a diciembre de 2001.
Quienes siguen de cerca esas trayectorias reconocen que no tienen ya la asistencia de sus primeros tiempos, pero un recuento informal revela que siguen funcionando, con distinta suerte y envergadura, alrededor de un centenar de asambleas en todo el país. La mayoría cumple tareas comunitarias y de solidaridad en sus territorios barriales, pero en un número impreciso también se dedican a pensar sobre las posibles reformas políticas que le den otra calidad al sistema democrático. Es un esfuerzo difícil, porque no hay recetarios ni manuales de referencia para elaborar las hipótesis de la renovación, pero es preferible el tanteo inseguro a la resignación o el mero desprecio generalizado por los partidos de la vieja política. Allí donde estos temas son abordados por la reflexión colectiva, las discrepancias afloran lo mismo que los interrogantes sin respuestas definitivas. Entre los extremos de los que imaginan una próxima toma del Palacio de Invierno, a la manera de la revolución de los soviets, o la fundación de falansterios, comunidades cerradas y puras, típicas de la etapa romántica del socialismo primitivo, hay una oferta considerable de variantes. La mayoría tropieza con dos dificultades principales: definir los roles del Estado y de los partidos políticos, por un lado, y las maneras de organizar una democracia de participación, por el otro.
Quienes trabajan sobre estos tópicos suelen partir del supuesto de mantener la democracia como sistema, en lugar de suspirar por salvadores providenciales o liderazgos verticales. Esta semana, por ejemplo, circuló por Internet un anteproyecto de reforma política, cuya elaboración se atribuye a la asamblea popular de Plaza Bélgica en Rosario, que propone “un sistema de representación mixto y equilibrado, donde coexistanpolíticos partidarios y apartidarios, donde los gobernantes tradicionales convivan con el control ciudadano”. El texto rechaza “cambiar la representación partidaria por la no partidaria –un monopolio por otro, con el agravante de que la ausencia de partidos siempre deriva en el partido o facción única– ni menos aún eliminar la representación”, aunque reclaman “algún Plan Fénix” que remueva el anacrónico modelo de partidos en el país. Para sus autores el futuro modelo institucional deberá combinar el verticalismo partidario con la horizontalidad de las representaciones comunitarias, en primer lugar en el nivel municipal mediante la elección de concejos vecinales –citan la experiencia de los dieciocho concejos de Montevideo– y abarcar después los otros andariveles del Estado, a partir de la sustitución del actual artículo 22 de la Constitución –el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes– por otro texto que podría decir así: “Los representantes y autoridades del pueblo no gobiernan sino de rigurosa conformidad con los instrumentos de control ciudadano creados ad hoc. Toda autoridad constituida que ignore o conculque estos mecanismos incurre en acto de insanable nulidad”. (La versión completa puede encontrarse en www.plazabelgica.com.ar)
Por supuesto que estas ideas son una incitación a la polémica y a la reflexión compartida antes que una propuesta terminada, pero su difusión apunta también a incentivar a las fuerzas políticas que manifiestan voluntad de cambio para que avancen por ese rumbo de transformaciones, en lugar de seguir estancados en la mezquina disputa por los cargos y los espacios de poder en estructuras institucionales que están vaciadas de contenidos y ajenas al sentimiento de la ciudadanía. Sin necesidad de análisis refinados ni artes de adivinación, el sentido común indica que candidatos elegidos a dedo, congresos de aparatos partidarios o recursos leguleyos manejados con tráfico de influencias, tal vez podrán instalar boletas en el cuarto oscuro, pero el gobierno que surja de las urnas será insanablemente débil para afrontar la complejidad y el número de asuntos públicos que requieren soluciones equitativas o innovadoras a fin de terminar con el ciclo de la decadencia insoportable.
Tampoco es factible desplegar un plan de desarrollo sustentable mientras los parámetros sean los que establecen las técnicas del Fondo Monetario Internacional (FMI), cuya incompetencia ha sido comprobada hasta el hartazgo en todo el planeta. No existe un solo ejemplo en el Norte o en el Sur del mundo que ese organismo pueda mostrar como un modelo cierto de progreso para las mayorías. Cada vez que el gobierno celebra, como ahora, la firma de una carta de intención, los ciudadanos tienen motivos equivalentes para lamentarse. En esta ocasión, aún antes de firmar el acuerdo transitorio, ya estaba listo el decreto presidencial que allanará el camino para el aumento de tarifas de los servicios públicos privatizados, cuya prestación actual emula la tan criticada gestión estatal del pasado, con cortes de energía eléctrica, agua potable que no se puede ingerir, déficit en los servicios cloacales, y la enumeración podría seguir del mismo modo que lo hacían en su tiempo los propagandistas de la privatización. No se trata, por supuesto, de volver a las deficiencias del pasado pero tampoco existe razón alguna para soportar las del presente a un costo que sigue midiéndose en dólares como en los momentos de jolgorio de la convertibilidad.
El movimiento popular tuvo que hacerse cargo de múltiples obligaciones que el Estado ignora, en primer lugar las más elementales de alimentación y subsistencia que millones de personas reciben por obra de la solidaridad o de las organizaciones civiles básicas. A pesar de ese cuadro, hay voces de elogio para el ministro de Economía, Roberto Lavagna, al que se adjudican méritos de comportamiento, pero sin contrastarlos con los resultados concretos. Una de las características de la decadenciaconsiste, precisamente, en bajar los estándares de referencia a dimensiones menos que módicas. Parece suficiente con que no haya muertos por hambre en las calles –todavía fallecen en los hospitales– o que la paz social dependa de los aportes del BID o del Banco Mundial para financiar los programas asistenciales. La trascendencia del Foro y de los esfuerzos por encontrar un camino a partir de las asambleas, los piquetes, las fábricas recuperadas y tantas otras muestras de organización de base atienden y resuelven muchos problemas, pero ante todo son un recordatorio constante de que otro mundo y otro país son posibles.