EL PAíS
› LA EXTINCION DEL TURISMO GREMIAL EN MAR DEL PLATA, ALGUNA VEZ MOTOR DE SU CRECIMIENTO
La clase obrera no va al paraíso
Los hoteles sindicales fueron los impulsores del desarrollo de la ciudad. Durante el primer peronismo, miles de obreros viajaban allí por primera vez de vacaciones. Ahora, esos hoteles sólo conservan los nombres, algún busto del General, algún retrato de Evita. De trabajadores, ni hablar.
› Por Alejandra Dandan
Desde Mar del Plata
Pompom está sentado en una oficina de viajes, pero las cosas no van muy bien. Quiere irse a Córdoba de vacaciones, pero la operadora turística no lo deja. Las empresas de micros, dice, ya no reciben más perros entre los pasajeros. Claudia Puglisi, su dueña, y los operadores de la agencia intentan venderle una alternativa distinta para un viaje distinto, a Miami. La oficina está instalada entre una barrera de locales diseñados al estilo de los aeropuertos. El podio de ventas no está en un shopping sino en el hall central del hotel de Luz y Fuerza, uno de los hoteles gremiales más viejos de Mar del Plata. En los asientos cercanos, además de Pompom, el caniche que anda buscando un viaje, están algunos turistas, pasajeros del interior del país o veraneantes de temporada. Afiliados o trabajadores sindicales, por el momento, ninguno.
En los últimos años, la costa viene perdiendo esa porción del país que se perdió con la economía. Los alojamientos disponibles en hoteles pasaron de 68 a 55 mil plazas durante los últimos años. En ese mismo período, mientras crecían los edificios de cinco y cuatro estrellas, cerraron los hoteles de menos categoría. El apagón más fuerte estuvo entre los hoteles familiares y los gremiales. Los primeros cerraron, los otros eligieron distintos modos de reformularse. Adrián Cacciabue, a cargo del mostrador del edificio de los textiles, lo explica así: “Si trabajamos sólo con el gremio, a esta altura estaríamos fundidos”. El hotel es el Juan Domingo Perón, esquina de Moreno y Corrientes, y con nuevo público desde el ’95. “En ese momento, cuando se tercerizaron algunos servicios, dejamos de trabajar sólo con afiliados”.
–Perdón –pregunta una recién llegada–, ¿esto es para cualquiera o sólo para el gremio?
Cacciabuel responde:
–No –aclara–, también tomamos “invitados”.
Desde aquel ’95 hasta ahora, el hotel se mantiene abierto con la afluencia de los turistas que llegan del interior del país a través de algunas agencias de viajes. La mitad de los “invitados” llega por ese carril, el resto lo hace de modo autónomo y los textiles ni siquiera llegan. “En este momento –vuelve a decir el encargado–, no sé, tal vez deben ser el 2 por ciento”.
Julio César Ayala es uno de los sociólogos locales especializado en la clase turística de vacaciones. “¿Qué desapareció?”, se pregunta antes de la respuesta: “Yo diría –dice– que el oficial metalúrgico, que hoy no existe en la Argentina, salía de vacaciones, pero hoy no sale”.
En la sala del Domingo Perón, Osvaldo Alberto Mexandeau prepara uno de los bolsitos, la sombrilla y las cosas pendientes para salir a la playa. Al lado está su mujer, algunos amigos mendocinos y un grupo de niños.
–¿Si tengo que ver con qué? –pregunta.
–Con los textiles, Alberto, con los textiles, los dueños del hotel –le aclara Mónica, su mujer.
A unos metros de ahí, alrededor de las mesas de espera, Manuel Raposeiras, otro de los mendocinos llegados con las agencias de viajes, corre apurado para alcanzar uno de los remises que esperan afuera. Manuel no es textil sino empleado sin gremio ni historia de vacaciones entre el turismo social, esos que se anclaban en Mar del Plata para pasar los veranos. “¿Los textiles? –pregunta–: se ve que este hotel los muchachos no lo usan, si hay tres fábricas en todo el país es demasiado.”
Entre los pasillos del Luz y Fuerza nadie anuncia desde ningún lado la salida de un avión, pero quienes atienden podrían pasar por comisarios de a bordo. “Mirá, no te quiero decir una cosa por otra”, aclara ahora María Alcira Ortiz, trabajadora de uno de los molinos tucumanos. “Por lo que escuché, reciben contigentes todavía, pero –murmura– les dan los lugares con menos categoría”. Alcira paga 80 pesos por día por una habitación para ella y sus dos hijas. Hace tres años repite el viaje a Mar del Plata, pero sabe, avisa, que ésta es su última temporada. “Se me terminaron los ahorros”, explica. En enero de 2001 gastó una parte del dinero que había ahorrado para que su hija viajara a Estados Unidos, otra parte la gastó el año pasado cuando supo que no iba a conseguir más dólares. Y este año está liquidando los últimos que quedaban: “Con los robos y el corralito, decidí que lo que tenía me lo gastaba en mis gustos –dice– y en el de mis hijas”.
Desde octubre, los operadores turísticos de la provincia de Buenos Aires comenzaron a advertir que este año la costa se trasformaría en una opción masiva de vacaciones. En aquel momento, los primeros relevamientos marcaban un aumento del 50 por ciento de turistas, aumento de las estadías y de los destinos. Esas sospechas se fueron confirmando durante los primeros días de enero. En general, la costa está con más gente y los alojamientos están casi completos. Cuando los conocedores de estos temas explican este movimiento, hablan del fenómeno de los acorralados, aquella población que solía irse del país pero que este verano ya no cuenta con dólares para hacerlo. De algún modo, eso explica la demanda que existe en Mar del Plata, Pinamar y Gesell de las instalaciones de tres, cuatro y cinco estrellas, pero no da cuenta de las trasformaciones de los canales subterráneos. El 60 por ciento de los veraneantes de Mar del Plata, por ejemplo, no alquila lugares residenciales sino alojamientos de categoría baja: los hoteles de una y dos estrellas, o las alternativas familiares. “Acá la brecha se fue ampliando –dice Julio César Ayala– la segmentación económica transformó hábitos y gastos, en los últimos treinta y pico de años desaparecieron diez mil plazas hoteleras. ¿Qué desapareció? La metalmecánica, los obreros de Smata, los oficiales torneros, esa gente que salía a veranear hoy debe estar sin trabajo o, no sé, desaparecieron.”
Para algunos se trata de un descenso hacia abajo: este año, todos los sectores bajaron un escalón. Los que se iban al Caribe están en Punta del Este, los de Punta están en la costa nacional, los de Pinamar veranean en Mar del Plata y los que estaban en Mar del Plata, o no están, o no llegaron.
Sobre la calle Corrientes al 2000 está el hotel del gremio de la Sanidad. En la recepción, alguien atiende a las visitas para contarles que sólo trabajan con los afiliados. Afuera está María Bernasconi, una cordobesa de 21 que lleva cuatro días alojada aquí. “A los afiliados les cobran menos, los otros vienen, pero pagan más”, dice. Ella está ahí con su madre profesora de inglés y su padre agrónomo. En setiembre llamaron para hacer las reservas después de tres años sin vacaciones.
En el interior de estos pequeños universos donde los obreros se han convertido en leyendas o fantasmas, los turistas se encuentran con las fachadas de uno de esos lugares capaces de estar acá o en cualquier otro lado. Las galerías interiores son iguales a cualquiera de las galerías interiores imaginadas con recepcionistas, camareros y empleados similares. Magdalena Lasarte está encantada con ese estilo “tan término medio”, dice, de la Federación de Obreros y Empleados Vitivinícolas. Conoció el hotel hace unos años, cuando no acompañaba a una de las delegaciones de viñedos sino de jugadoras de hockey. Su hija estaba en aquel grupo con otras chicas de Tandil que se instalaban aquí para la época de los torneos provinciales. Con ese antecedente, Magadalena ahora decidió este nuevo viaje. Uno, porque conocía el hotel, y dos, “porque esta vez no dudamos: sea como sea –dice– queríamos irnos de vacaciones”. Total de pesos por día, 150 por persona; con eso comen, duermen, pasean y hacen alguna compra. La que no entiende nada de nada de lo que está pasando por acá es aquella mujer que descansa ahora en uno de los sillones, frente a la entrada del hotel donde no se ven las olas sino las calles repletas de gente. “¿Si conocía Mar del Plata? –pregunta–. Bueno, tengo que decir que no porque en realidad vine de luna de miel, hace cincuenta y dos años”. Ella es Clara Castro, “porque firmo como si fuera que mi marido todavía lo tengo conmigo”. Como buena parte de los que están aquí, Clara decidió salir de vacaciones durante los primeros días de diciembre. Es de Posadas, Misiones, jubilada y con hijos de distintas profesiones, excepto las relacionadas con los viñedos. “Pero este gremio –dice– no discrimina, recibe a todas las congregaciones”. Clara llegó en medio de una de esas congregaciones, uno de los contingentes de jubilados que salió hace unos días desde Misiones. “¿La edad? –repregunta ahora–. Poné taitantantos... Cuando tengas mis años, también vas a decir lo mismo.