EL PAíS › LOS TESTIMONIOS DE LAS MADRES DE PLAZA DE MAYO EN LOS JUICIOS CONTRA LOS REPRESORES DE LA ULTIMA DICTADURA
Son convocadas por los casos de sus hijos o por hechos vinculados con los organismos de derechos humanos, como el secuestro de las fundadoras de las Madres. Los testimonios pronunciados con la ritualidad del juicio oral dejan en las salas la sensación de relatos definitivos, contados para el después.
› Por Alejandra Dandan
Enriqueta Maroni acababa de llamarla. Aída Sarti con el teléfono en mano a su vez hacía otro llamado, conmovida, apresurada por la muerte de Nélida Chidichimo, pero detenida en esa otra cosa que aún desvela a estas mujeres: todo lo que todavía les queda por hacer. “Acabo de decirle a Enriqueta que no podemos perder más tiempo –dice–, tenemos que poner las cosas en orden.”
Ellas son algunas de las muchas Madres que pasaron, en los últimos meses, por los tribunales federales de Comodoro Py a declarar por los crímenes de lesa humanidad. Algunas lo hicieron convocadas por los casos de sus seres queridos, aquellos que integran las listas de las víctimas de la represión; pero otras como Nora Cortiñas, Aída Sarti o María del Rosario Cerruti acudieron como testigos de otros hechos, como el secuestro en la Iglesia de la Santa Cruz. A la hora de hablar, Nora no sólo se refirió a aquello sino que abundó en detalles de la historia de las Madres. Aída se llevó un afiche con las caras de las primeras mujeres de la Plaza y recortes de diarios de época para que nadie “ande cambiando” las fechas, lugares y, sobre todo, la historia. Entre unas y otras, los testimonios pronunciados con la ritualidad del juicio oral dejaron en las salas la sensación de relatos definitivos, contados para el después. Eso, y la idea de un final tal vez un poco más próximo, parecen estar empujándolas a hablar sobremanera.
El caso paradigmático tal vez sea el de Nélida Chorobik de Mariani. El año pasado, la fundadora de las Abuelas de Plaza de Mayo pidió a los jueces del Tribunal Oral Federal 6, que juzgará el plan sistemático de robo de bebés, que habilitaran una audiencia especial y, virtualmente, adelantaran el comienzo del juicio, para que ella pudiera declarar. El debate no había empezado y no empezará hasta fines de febrero, pero Chicha les dijo lo que aún repite cada tanto, que está grande, y que no sabía si para cuando finalmente se abrieran las audiencias ella iba a estar en condiciones de declarar sobre la desaparición de su nieta Clara Anahí.
“El 27 de noviembre cumplí 87 años y creo que hasta ese momento no me había tomado muy en serio”, dice. “A tres años de cumplir los 90 creo que me di cuenta de que uno les exige al organismo y a la salud demasiado y decidí hacer una serie de cosas, como acelerar lo que tengo entre manos, tanto juicios como proyectos.” Y en seguida agrega: “¿Te parece extraño que a mi edad hable de proyectos? Pero son las cosas en las que trabajé en estos 33 años”.
Ella declaró en octubre durante casi siete horas. Describió. Lloró y habló pese a su ceguera casi total y los altibajos de presión: dice que como fue la primera, sintió la necesidad de contar lo que nadie puede contar. En ese sentido, se la escuchó puntualizar la historia de Abuelas o cómo siguieron pistas inverosímiles para encontrar un modo de hacer los análisis genéticos; de papelitos guardados en una agenda, de viajes a Suecia, a París o Alemania buscando expertos que les cerraban las puertas, de los portazos de la Iglesia y también de las razones por las que cree, entre expedientes cerrados y lentitudes de la Justicia, que Marcela Noble podría ser su nieta.
“En la declaración en Comodoro Py traté de contar de alguna manera lo que significó la tortura de buscar sin fin, porque si hubiese sabido el primer día que iban a pasar 33 años y que todavía no encontré la respuesta, creo que me hubiese muerto ahí mismo”, dice a Página/12. Corrió siempre como detrás de una zanahoria, cuenta, saltando con la esperanza de aquí para allá, “y siempre estoy pensando en un milagro, y convencida de que por eso soy bastante tonta”.
En medio de la declaración, aquel día los jueces no esperaron a que termine y de hablar y ordenaron un cuarto intermedio y la hicieron esperar porque querían almorzar. Chicha esperó en una salita adonde, pese a que está prohibido que alguien hable con los testigos, acudió para interpelarla José Valentín Martínez Sobrino, el juez de ese mismo TOF 6 recusado por ella y apartado de la causa.
Nora Cortiñas entró en la sala de audiencias del juicio por los crímenes de la ESMA con taquicardia y con un papelito de ayudamemoria. Antes de sentarse, ya había tenido una primera batida a duelo con los puntillosos jueces del TOF 5. El secretario le dijo: “Señora, no puede entrar con el pañuelo puesto”. Nora se lo puso lo mismo, “que me lo hagan sacar los jueces”, le dijo. Horas más tarde, supo qué sucedió con la veda para su pañuelo. Uno de los jueces le contó que cuando entraron y la vieron con el pañuelo en la cabeza, discutieron: eran dos contra uno, uno quería que se lo saque y dos que se lo deje. “Pero el hecho estaba consumado –dice Nora– y como me lo tenían que decir adelante del público, decidieron que me lo dejaban.”
Nora, que declaró en noviembre, siguió en enero en Buenos Aires, piensa que te piensa, cuándo se sentará a escribir las cosas que todavía no escribió. A ella la convocaron a hablar sobre el secuestro de las monjas francesas y el grupo de las Madres que por esos días se reunían en la Iglesia de la Santa Cruz, y juntaban dinero y los nombres de los desaparecidos para publicar la primera solicitada en los diarios. Nora habló durante horas. Pero antes de contar de la Santa Cruz, habló del secuestro de su hijo, de su acercamiento a las primeras Madres, del momento en que le preguntó a otra madre cuánto hacía que buscaba a su hijo y se dio cuenta de que ella no sabía si iba a poder aguantar tanto; de fechas, de los cruces en los bares, de Alfredo Astiz. Pero también en esa línea, en la que la historia se hace memoria en el presente para intervenirlo políticamente, se dedicó todo lo que pudo a recordar el plantón que les hizo Clarín; los pormenores de la negociación con el diario La Nación para la trabada publicación de la solicitada, alguna charla con Claudio Escribano y Joaquín Morales Solá, y el vínculo con Robert Cox del Buenos Aires Herald, con un aire de final y definitivo.
“En mi caso, sobrepasé las preguntas que me iban a hacer, en el relato fui recordando cosas y las contaba.”
Ese mismo día declaró María del Rosario y al día siguiente Aída Sarti, que es la meticulosa encargada del archivo de las Madres Línea Fundadora. Nora se había juntado con María del Rosario para recordar un poco los detalles, sobre todo por el paso de los años. “A ella la llamaron exclusivamente para hablar de la Santa Cruz, porque fue testigo de los secuestros y nos dijimos –dice Nora–: ‘Mirá, yo me voy a ceñir a esto que lo viví; yo el día 9 de diciembre, por ejemplo, no estuve porque tenía que trabajar’, y así nos fuimos complementando.” Hay algo de la necesidad de construir un relato de un purísmo histórico que apareció en algunas, como en el caso de Aída que se llevó los archivos a la audiencia para que nadie cambiara las cosas.
Pero esa idea de único relato, que de alguna manera sigue presente o las atraviesa, se vive de distintas maneras. Para darse ánimos y tranquilizarse, y encontrar la forma de ir adelante, Nora se buscó una respuesta reparadora: “Yo creo que si tres o cuatro de nosotras estuvimos alguna vez sentadas a una mesa en una circunstancia equis –dice Nora–, el relato de cada una al final siempre va a ser distinto, porque cada uno cuenta sus momentos: y vos juntás los cuatro relatos y nunca van a ser iguales”.
María del Rosario ya había hablado cuando Nora empezó. Y como es una de las testigos de los secuestros de la Santa Cruz, su relato sirvió para situar a cada una de las víctimas en tiempo y espacio, y los jueces le pidieron que haga el dibujo del lugar en una pizarra. Ella lo hizo, y sólo habló exhaustivamente de lo que le pidieron que hablara. “Fui sin ninguna expectativa porque la Justicia cuando es tan lerda deja de ser justicia, pero fui porque me siento obligada con los desaparecidos.” En ese contexto, María del Rosario parece hablar después de la posibilidad de transmitir su experiencia pese a todo, en ese contexto que está ritualizado y aparece revestido de características históricas. Una experiencia que una y otra vez, repite, sabe que a la Justicia no le interesa, pero los intereses pueden estar en otro lado: “El pueblo se va informando –dice–, y eso es tan importante desde mi punto de vista, creo que está bien hacerlo, pero en la Justicia no tengo fe”. Ella tiene 83 años.
Aída Sarti tiene en el archivo de Madres un recorte un diario mexicano que en plena dictadura publicó una noticia informando que el 16 de diciembre de 1977 habían aparecido tres cadáveres de sexo femenino en Santa Teresita. “En ese momento no lo asocié –dice ahora–, pero después el recorte lo dejé pegado en un carpetón y me lo llevé a la audiencia.” También llevó la presentación de 199 hábeas corpus que hicieron en junio de 1977. “Querés que te diga más –dice–, el 30 de junio.”
Aída está hace unos nueve años en el archivo, organiza el mundo de documentos de Madres. Dice que esos documentos aparecieron cuando se puso a ordenar papeles que habían quedado en distintos lugares, que puso en carpetones y que organizó y cuida especialmente como parte del material que integra los siete primeros meses de la organización, que es el tiempo en el que estuvo Azucena Villaflor. El Tribunal le pidió copia de ese recorte, y ella está convencida de que ninguna de las Madres se acuerda del hábeas corpus, que entre ellas todavía estaban “muy desconocidas” y que es un documento que se hizo cuando ya las rodeaba Astiz. “Hacía muchísimo frío –dice–, y él tuvo las carteras de las Madres y ese día llevó al chico con el que iba. Yo en ese momento tuve la primera duda, aunque después se me fue, pero me pareció que no era el mismo chico que había llevado a la Plaza la primera vez, que ése era morocho y el otro era castaño. Ese día tomamos un café con leche con Pepa Noia y no conversé nada con él, y ni siquiera se nos pasó la idea de nada.”
Como otras, antes de declarar le preguntó a uno de los querellantes cómo era el proceso. “Ellos te van a hacer preguntas, pero vos hablás de lo que quieras”, le contestaron. “Nosotras hablamos de Astiz, de cómo comenzamos, pero el problema es que todas queremos ser primeras: yo tuve que hacer un afiche para decir quiénes eran las catorce primeras que estuvieron, para que no se cambiara la historia.” Esas catorce son las que estaban en la segunda cita, ella empezó en la tercera, no está en ese afiche y ya eran alrededor de veinte. En estos momentos, Aída sabe que pierde los anteojos adentro de las papas “veinte veces en el día”, que se olvida a lo mejor lo que hizo cinco minutos antes, pero de la historia de las Madres, dice, no se olvida de nada.
Aurora Bellocchio declaró en la causa del circuito Atlético- Banco-Olimpo, y entre los rumores se dijo que ella estaba tan nerviosa que se descompensó: “¡¡Pero no!!”, dice. “¡¡Para nada!!” Ella está a un año de los 90, cuando se enoja un poco dice que todas están a “un pie de la fosa”, pero en la audiencia ni se enojó, ni se descompuso: con su relato hizo llorar a los jueces.
“Te diría que no fui nerviosa, me había tranquilizado un psicólogo y me habían dicho que no me fuera por las ramas, como hablo mucho, salgo contando de mi bisabuelo.”
Aurora declaró el mismo día que su nieto Carlos Pisoni, de la agrupación HIJOS. Ella sabía, pero, claro –dice–, “como te llevan a otra habitación yo no sé qué habló o qué hizo, cuando lo veo sentado como nervioso, no sé si lo besé o le toqué la cara, pero ya me llevaban para la sala”.
En la audiencia no miró ni una sola vez para donde estaban “los malditos”, dice. Y las preguntas fueron tan gentiles, que en un momento creyó que estaba en un reportaje. Miró a una de las juezas y vio que lloraba. “Fue cuando conté que me traen a mi nieto dos mujeres, una era policía, y como decían que no podían tener hijos se querían quedar con el bebé.”
Era un día de lluvia, dice Aurora, una mujer con tono imperativo golpea la puerta de su casa para preguntar por “Bellocchio”. Les pide documentos, y mientras bajaba Aurora pensaba que no podría ser una vecina porque nunca les podrían hablar así. “Y entonces le veo un bulto en los brazos, yo le pregunto, veo una mantita tejida, me pide los documentos y cuando veo al nene pienso: ‘le pasó algo a Irene’.”
Con esa mujer había una señora con un moisés que se puso a llorar: “¿qué pasa?”, preguntó. “Lo que sucede es que mi hermana (me decía que ésa era la hermana de ella) me dice que no lo entregue, que no quiere, que el nene llegó sin papeles, pero yo toda la noche estuve hablando con ella, porque la orden era que lo traigamos a los abuelos.” Se lo dieron de “mala gana”, dice, pero cuando subieron el bebé, que ya había llorado durante toda la noche, todavía no paraba. “Mi hija, la que me quedó, me dijo: ‘bue, tenelo vos’, y yo lo tuve en los brazos, pegado al corazón: ¿vos me crees? Se durmió y se calló. Yo dije, porque es la verdad, que ese bebé nunca se iba a separar de mi corazón.”
Aurora sintió aplausos del otro lado del vidrio, en el auditorio. El vidrio divide la sala en dos partes, de un lado están los testigos, el tribunal, los abogados y los acusados. Y del otro, los familiares, los sobrevivientes y el público. Su nieto ya había declarado. Les pidió a los genocidas que digan dónde están los cuerpos de sus familiares. “Inconscientemente –dice ella–, yo no miré jamás para ese lado.”
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