EL PAíS › OPINION
› Por José Natanson
Desde un punto de vista estrictamente político, la candidatura presidencial de Cristina se impone como natural. Las encuestas la ubican en un cómodo primer lugar, muy por encima del resto de los candidatos. En una mirada menos cuantitativa (no solo de encuestas vive el hombre), la Presidenta parece la única capaz de garantizar el apoyo del peronismo partidario –y lo que implica en término de aparato de intendentes, gobernadores y toda la infraestructura punteril sobre todo conurbanera–, con una apelación al peronismo, digamos, emocional (el 17 de octubre y esas cosas), y al mismo tiempo sumar segmentos menos definidos partidariamente (no decimos independientes porque la expresión es un poco desacertada, como si el resto no lo fuera). En todo caso, sectores que se acercaron al Gobierno como resultado de las iniciativas implementadas en la gestión de Kirchner, como la política de derechos humanos, pero sobre todo durante el gobierno de Cristina, con hitos como la ley de medios y la de casamiento igualitario.
Cristina podría entonces ampliar su arco de apoyos de modo de apelar a un electorado más amplio que el puramente peronista, para lo cual será necesario desplegar una buena campaña y elegir cuidadosamente las listas y figuras que la acompañarán: el nombre del candidato a vicepresidente será la señal más clara de esta orientación. Como demostró gráficamente la poco feliz idea de las candidaturas testimoniales, las alquimias de aparato resultan secundarias en comparación con el estado de la opinión pública y la capacidad de un candidato de sintonizar con ella.
Algunas de las últimas decisiones oficiales –como la designación de Nilda Garré– sugieren la voluntad de Cristina de seguir este camino. Si lo hace, podría lograr lo que consiguió Menem en 1995, aunque con una orientación ciertamente diferente: trascender el voto peronista duro –necesario pero insuficiente– interpelando a un electorado más amplio. Y, al hacerlo, reconocería implícitamente lo desacertado de la lectura política efectuada tras las elecciones del 2007: en aquella oportunidad, el kirchnerismo se impuso con el apoyo del voto peronista y resultó derrotado en las grandes ciudades, lo que convenció a sus líderes de que era necesario aferrarse a los dos aparatos políticos más importantes –el PJ, sobre todo bonaerense, y la CGT– como garantía de gobernabilidad. El resultado fue un debilitamiento de la relación con la clase media, a la que, en una lectura inversa a la de Borges, se consideró incorregible. La derrota en el conflicto del campo –y su corolario electoral en los comicios del 2009– demostraron los límites de esta estrategia.
En suma, todo apunta a una candidatura de Cristina. Y, sin embargo, hay que considerar también una dimensión extra. Aunque a menudo no lo parezcan, los políticos son personas y, como tales, portadoras de emociones, sentimientos, miedos. La sorpresiva muerte de Kirchner dejó a la Presidenta sin su compañero de toda la vida y a cargo de una familia cuya hija todavía es adolescente. La decisión de pelear por la Presidencia implica para cualquier político un costo personal importante. Salvo para los sádicos, ejercer el poder supone una serie de sacrificios. Hasta ahora, Cristina ha dado sobradas muestras de su decisión de mantenerse firme en su cargo y nada indica que no esté dispuesta a disputarlo nuevamente. Dicho esto, en su decisión pesarán no solo los factores políticos, sino también los emocionales y familiares: hay una dimensión personalísima de la política, que merece ser tratada con prudencia pero que sería necio no considerar.
Si, como todo indica, Cristina es la candidata, la incógnita se centrará en quién logra polarizar con ella y eventualmente pasar a una segunda vuelta, donde las cosas, pese a los números que hoy favorecen a la Presidenta, nunca son tan claras. De quién se trate dependerá el tipo de debate político que se instale. O al revés: el opositor que logre sintonizar mejor con los temas y el estilo de discusión que la sociedad prefiere será el que consiga disputar un eventual ballottage. Si es Ricardo Alfonsín, cuyas diferencias con el Gobierno existen pero no son tan marcadas como en otros candidatos, el eje será partidario: peronismo-radicalismo, como en 1983 y 1989, con la particularidad de que la política se tramitará en clave progresista, pues ambos contendientes (Cristina y Alfonsín, sobre todo si forma una alianza con Hermes Binner) pueden justificadamente reclamar esa condición. En este caso, la campaña seguramente girará más alrededor de temas institucionales y de estilo que en torno de políticas sustantivas (como fue la campaña de 1999, en la que la Alianza aceptó la continuidad del modelo y garantizó la vigencia de la convertibilidad). En cambio, si el contrincante es Mauricio Macri, que propone llevar las retenciones a cero, bajar la edad de imputabilidad y cerrar la puerta a los inmigrantes, el eje no será partidario sino ideológico: Macri puede ser tan peronista como Menem o Scioli, por lo que la discusión con el Gobierno probablemente se desplace hacia temas más de fondo, en clave derecha-izquierda. También resulta interesante pensar qué sucedería en una disputa con Julio Cobos o Ernesto Sanz, radicales pero con un perfil más conservador que Alfonsín: en ese caso, el debate puede ser ideológico o partidario o las dos cosas. Por último, no hay que descartar un escenario de mayor atomización del electorado opositor: aunque el sistema político parece haberse ido normalizando en torno de tres grandes espacios (el peronismo kirchnerista, el radicalismo reunificado y el peronismo disidente-macrista), puede ocurrir que dos figuras opositoras fuertes –supongamos Alfonsín y Macri– se dividan más o menos equitativamente el voto anti-kirchnerista, como sucedió en el 2007.
El juego de los escenarios tiene sus límites. Si se prioriza el análisis de los candidatos, puede dejar afuera factores de contexto, como la situación económica o incluso el marco internacional. Una mirada más estructural suele excluir las posiciones de los actores. Pero no deja de ser entretenido, a ocho meses de las elecciones y en medio del calor de un verano en el que no todos los columnistas gozamos de una pileta.
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