Dom 20.02.2011

EL PAíS  › OPINION

El último vagón

La búsqueda de culpables de un accidente, recurrencias mediáticas y judiciales. Los maquinistas frente a un riesgo y un trauma constante. Un fiscal imaginativo, que aguanta los trapos. La inventiva contra las garantías constitucionales. La responsabilidad empresaria, cargada sobre los trabajadores.

› Por Mario Wainfeld

El accidente de tren en San Miguel, con su secuela de cuatro muertos y decenas de heridos, escandaliza por unos días a “la sociedad”. La identificación con las víctimas es clave en el tratamiento mediático porque cualquier lector, oyente o televidente pudo serlo. El enfoque dominante procura certezas y culpables a velocidad de rayo. Se detiene a los maquinistas Sergio Balbi y Pablo Raviola. Se les toma indagatoria seguramente en estado de shock, el fiscal Paul Starc pide que se les deniegue la excarcelación ulterior. Pide cambio de carátula, de homicidio culposo a homicidio con dolo eventual, lo que acrecentaría la condena. El juez federal Juan Manuel Yalj, con apego a derecho, los libera tras interrogarlos durante horas y no cambia la carátula.

Se acumulan datos dispersos, acaso prematuros, sobre los hechos. Varias radios excitan la pasión ciudadana, hay protestas de oyentes cuando los acusados salen del juzgado. En el fárrago de palabras, una recomendable crónica de este diario publicada anteayer recoge un comentario del vocero de La Fraternidad, Horacio Caminos. El hombre destaca que un maquinista con 30 años de labor carga en su vida con 30 o 40 accidentes graves o mortales que no causó pero en los que participó. El autor de esta columna evoca de sus tiempos de abogado laboralista un par de casos de accidentes de trabajo sufridos por guardas que asumían, con asombrosa naturalidad, la abundancia de “descarrilos”. Eran otras épocas, claro, había más ferrocarriles y más frecuencias. Pero vale la pena retomar el punto e imaginar la escena. Si el tren es eléctrico, el conductor va adelante. El maquinista ve que va a chocar contra un ser humano, registra que no puede impedirlo, lo intenta en vano, siente el atroz ruido, tal vez gritos. Se produce el siniestro, el tren se para, ve los restos de otra persona. Los pasajeros quizá curioseen durante unos minutos, pregunten. Luego volverán a su rutina, a sus derechos, exigirán que se reanude el servicio. Despotricarán o putearán a los que tienen cerca, a los laburantes. Entre ellos, los que cargan con esos segundos terribles, que los acompañarán toda la vida. Las empresas ferroviarias, aun las argentinas, tienen esos traumas previstos como contingencias de trabajo: sus ART los atienden, si hace falta se derivan al servicio psicológico. Uno de esos psicólogos acompañó a los maquinistas durante la indagatoria.

El cronista no pretende ahondar sobre las responsabilidades penales estrictas en el caso en cuestión. Sí debatir cómo se acusa, cómo se encubre la explotación, cómo se induce al público a centrar la mira en empleados híper exigidos. El objetivo es analizar cuestiones de contexto, legales, judiciales, culturales y políticas.

En estas situaciones, como en tantas, hay un declive peligroso a desenganchar el último vagón. O a tomárselas con el último orejón del tarro.

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El impacto de los accidentes en los maquinistas ferroviarios es un trauma clásico de su actividad, en todo el mundo. En la Argentina, hasta mediados de la década del ’80 la legislación no lo contemplaba o tutelaba. Un conductor que sufriera esa circunstancia no se consideraba accidentado, pues no había padecido lesiones corporales. Tampoco tenía derecho a licencia. En el decurso de la apertura democrática, la protección se amplió. La Unión Ferroviaria, cuando José Pedraza era un digno dirigente, consiguió mejoras y habilitó un departamento de atención profesional, en el que interactuaban médicos, trabajadores sociales, psicólogos. La estructura fue desmantelada por el propio Pedraza, ya reconvertido a principios de la década del ’90, en plan de aligerar las cargas económicas y protectorias de las concesionarias que vendrían con la privatización. Este diario conversó con profesionales vinculados a esa experiencia, con la confidencia evidente para casos concretos. El trauma post choque es tremendo, se prolonga durante años o toda la vida. Es un estigma para quien embistió a una persona aunque esta fuera un suicida o aunque la responsabilidad del maquinista fuera nula. Sobre su conciencia carga el daño y, de alguna forma, hasta responsabilidades empresarias: la obsolescencia o mal mantenimiento del material ferroviario. Quienes ven todas las semanas cómo gente de a pie arremete al joven futbolista Diego Buonanotte pueden imaginar cuán ruin se puede ser con quien ha participado en un hecho luctuoso, qué fácil es lastimarlo. Un maquinista puede encontrar diatribas parecidas en una enardecida discusión familiar o en su barrio.

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Paul Starc es fiscal desde hace años. Se tomó una licencia para desempeñarse como subsecretario de Investigaciones de inteligencia criminal, durante la gestión de Carlos Stornelli como ministro de Seguridad Bonaerense. Fue su segundo, “viceministro” en jerga política aunque no técnica. Tuvo su cuarto de hora mediático, cuando la desaparición de la familia Pomar. Starc fue el gran opinador durante (llamémosla así, compasivamente) la investigación. Encarnó una vergüenza memorable: la Bonaerense y las autoridades de Seguridad fueron incapaces durante semanas de dar con un auto que había sufrido un terrible accidente, exactamente en el lugar por el que se suponía que transitaba. Las autoridades y los medios discurrieron sobre hipótesis morbosas o perversas de homicidio. Starc aparecía con frecuencia ante las cámaras y era el interlocutor predilecto de las familias de las víctimas, amén de fuente en off de las versiones más atrabiliarias. Hasta que se conoció la verdad obvia, que resultó (si eso fuera posible) más dolorosa por el franeleo y el destrato a la reputación de los Pomar.

Starc debió renunciar, precediendo por un ratito a Stornelli, hace cosa de un año. Con tamaña deslegitimación en su mochila regresó al rol de fiscal. Lo ejercita con la misma imaginación tropical enderezada a buscar las penas más graves y las condiciones más mortificantes para los trabajadores acusados.

Se repite por última vez, aunque vale para toda la nota: no se discute acá el detalle de la tragedia, sino el modo en que se trata a inocentes sujetos a proceso. El dolo eventual, por ejemplo, es una tipificación muy compleja. Un delito, el homicidio entre tantos, puede cometerse por “culpa”, esto es, por negligencia u omisión de acciones debidas. O por “dolo”, intencionalmente. El “dolo eventual”, categoría muy excepcional años ha, es una variante “muy fina”, como dirían los comentaristas de fútbol. El autor no causó el daño adrede pero creó las condiciones, debió imaginar las consecuencias. El problema es que en la culpa eso pasa también. No la hay si el autor no pudo manejarse de otra forma o no pudo suponer lo que pasaba. ¿Por qué se apela tanto al “dolo eventual”? Porque sintoniza con lo que supone es la vindicta pública, el ansia de condenas severas, de delincuentes “que se pudran en la cárcel”. La Constitución nacional no dice, exactamente, que esa deba ser la función de las cárceles: estipula lo contrario. El sistema penal está diseñado en función del proverbio in dubio pro reo. En caso de duda debe elegirse la interpretación, la calificación, la pena menos grave para el acusado.

El fiscal, cabe reconocer, debe instar la acusación, no es el juez. Su función es arrimar elementos contra los reos. Pero eso no lo autoriza al dislate, ni a perder de vista el concepto general del derecho. Starc mira a los medios, como en el caso Pomar, y le aguanta los trapos a Sportivo Blumberg.

Podría hacer introspección, mirarse al espejo. ¿Su desempeño en el caso Pomar fue equivocado, culposo u obró con dolo eventual? Los daños están, le costaron la carrera ejecutiva pero sigue en función pública. No internaliza su rudo aprendizaje sobre la condición humana, el riesgo laboral y esas minucias. Se opone a la excarcelación, que debe ser la regla durante el proceso regido por la presunción de inocencia. Hay excepciones, que no tienen nada que ver con el asunto.

¿Quiere precaver que los acusados entorpezcan la pesquisa? Un disparate, las pruebas son elementos técnicos en sustancia, que los sospechosos no dominan ni controlan. Los maneja la patronal, que hará lo imposible por empujar la interpretación al “error humano” que mitigaría en parte sus responsabilidades. ¿Son Balbi y Raviola un peligro potencial para la sociedad? ¿Tendrán voluntad y oportunidad para causar nuevos siniestros durante la pesquisa? Si la pregunta luce sarcástica es a propósito. La prolongación del cautiverio tiene una sola finalidad: hincarse ante “la gente”, que se supone piensa en su mayoría como Radio 10 o C5N.

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Un ejemplo leído en un libro acude a la mente del cronista. Es tan extremo como verídico. La realidad es así, a veces recarga las tintas. Un ingeniero ferroviario registra, en un tiempo de flexibilización laboral, que unas barreras no bajaron mientras pasaba un tren. No había nadie cerca, no hubo víctimas ni testigos. El hombre se preocupa igual, el riesgo latente es grande. Comenta el hecho a sus superiores, es difícil de corroborar. Le sugieren que no importa, que no pasó nada, que no levante la perdiz. Sus mismos compañeros le hacen el vacío, por miedo a represalias. En soledad, presionado y solo, el ingeniero se angustia. Hace una tentativa de suicidio, queda con lesiones graves, lo internan por trastornos psíquicos. El psiquiatra y psicoanalista que divulga el caso se llama Cristophe Dejours, en “La banalización de la injusticia social”. Todo pasó en Francia, Dejours explica que la historia “no es nada excepcional en ese trabajo, aunque suele tener desenlace menos espectacular”.

Pinta el mundo y pintarás tu aldea.

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En nuestra comarca, cuando se produce un delito violento, la Vulgata discierne dos clases de personas, casi dos universos existenciales. De un lado, la gente que trabaja, vive en familia, tiene derechos conculcados. Enfrente, los “otros”. En la historia que nos ocupa, parte de la sociedad pretende Ley del Talión contra gente de trabajo que soporta responsabilidades que le son ajenas. Distan de comentarlo así pero reclaman que, como se destruyeron familias, se hagan trizas otras.

En verdad, el sistema de transporte hace agua por varios lados, muy por encima y muy lejos de los laburantes en cuestión. El desbaratamiento de las redes ferroviarias primero, el entreguismo sindical paralelo. Esas culpas son enormes, no dispensan las ulteriores. Los concesionarios incumplen sus cargas. Las enormes diferencias entre algunas prestatarias y otras demuestran que hay desidia o mala fe.

El Estado no termina de controlarlas o ponerlas en caja. El actual gobierno hizo y hace bien en abaratar los servicios urbanos de pasajeros, vía subsidios. Son parte del salario indirecto de trabajadores. Pero queda pendiente dignificar la prestación, garantizar buen trato a los pasajeros y un trayecto digno al que consagran horas de sus vidas. Son necesidades de segunda generación que se demandan con más ímpetu cuando, como pasó en el último septenio, mejoran las condiciones laborales y de vida. Es una cuestión compleja que exigiría importantes (mayores) erogaciones del Estado. Es parte de la agenda que debería ponerse en debate en la segunda década del siglo. La campaña podría ser un gran momento para acometer con esos temas. Por ahora, los protagonistas se dedican más a cuestiones tácticas que, como se apunta en nota aparte, son ineludibles y hasta necesarias, pero no suficientes.

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