EL PAíS › OPINION
› Por Mario de Casas *
Ahora sabemos: dos precandidatos presidenciales han “visitado” la Embajada de Estados Unidos y, en la práctica, han solicitado que se presione al gobierno nacional para que ajuste sus decisiones a los intereses del imperio. Como en otras circunstancias históricas, no hay límites en los intentos por frustrar un proyecto popular; se impone entonces hacer por lo menos algunas consideraciones.
Al comprobar que el principal argumento “político” de estos precandidatos en campaña es la letanía “hay que mejorar la calidad institucional”, se afirma nuestra convicción en cuanto a que para explicar el funcionamiento de las sociedades no hay que partir de lo que los hombres dicen, imaginan o piensan, sino de la forma en que producen los bienes materiales necesarios para vivir; por eso es importante explicitar la pertenencia de los peticionantes: Macri, miembro de la oligarquía diversificada y transnacionalizada; Sanz, aspirante a gerente de esa oligarquía, deshonrando -–de paso– lo mejor de la historia del radicalismo.
Desde los tiempos de Yrigoyen los sectores dominantes y sus voceros han cuestionado los movimientos populares en nombre de las sagradas instituciones. Lo que nunca ha dicho ni dice ahora la derecha es que cada vez que consiguió la conducción directa del Estado no sólo deterioró el funcionamiento institucional, sino que lo hizo a expensas del retroceso en las conquistas logradas por los sectores más vulnerables. Nada sugiere que en esta ocasión las cosas sean distintas, todo lo contrario, se trata de una fórmula que ha dado muy buenos dividendos a las oligarquías aborígenes.
Es decir que, aunque estas oposiciones tiendan la trampa de no hablar de política, presentando como problemas técnicos los que son esencialmente políticos: la regulación de salarios y precios, las relaciones de intercambio internacional, el rol de las Fuerzas Armadas y de seguridad, etc., y como cuestiones políticas las que no son tales: si este candidato es un buen padre de familia y aquél es un empresario “exitoso”, si tienen buen o mal carácter o la falsa preocupación por las instituciones, lo que en realidad está en disputa es la superación o no de los límites de la democracia argentina en todas sus dimensiones.
Tanto es así que uno de los condicionantes al que se han enfrentado las democracias en los países de nuestra América latina ha sido la histórica dependencia de sus oligarquías, que en proporción nada despreciable han funcionado como aliadas débiles de las burguesías imperiales. Pues bien, el proceso iniciado en 2003 ha atenuado también esta limitación al renegociar la deuda externa en términos beneficiosos para el país, independizar las decisiones de política económica del Fondo Monetario Internacional, impulsar la investigación en ciencia y tecnología y contribuir al fortalecimiento de la industria nacional.
Esto podría sonar extraño en la medida en que el tema de la dependencia hace tiempo que pasó de moda, que no es más objeto de preocupación de “cientistas” (cuentistas) sociales ni de opinadores con prensa. Pero lamentablemente, la obsolescencia del tema no responde a una extinción del problema, sino a la costumbre de convivir con él y a los altos niveles de manipulación ideológica que se han sufrido en la región; contexto que convierte al debate ideológico en un desafío fundamental.
Ya en este orden de cosas, no nos cansaremos de destacar que la nueva Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual es otra importantísima contribución a la expansión democrática, con ella se neutraliza en buena medida la capacidad de distorsionar la realidad por parte de los propietarios de los grandes medios. Al respecto y en relación con lo que venimos sosteniendo, es conveniente señalar que las falacias “culturales” que expresan sus comentaristas orgánicos no están en el hecho de encontrar en el país o en algunas provincias ciertas orientaciones de conducta singulares, manifestaciones que –se puede admitir– corresponderían a distintos estadios de desarrollo; sino en sustituir el análisis de las estructuras básicas de las respectivas sociedades por el de sus efectos más superficiales y presentar éstos como las determinaciones últimas del devenir social. En el mejor de los casos es ignorancia; de lo contrario, una maniobra con la que se responsabiliza a las víctimas, esta vez por falta de “cultura política”.
Como afirmábamos más arriba, el dilema del próximo octubre se podría formular en estos términos: o seguimos desplazando los límites que intenta mantener el bloque dominante o fracasará cualquier proyecto de desarrollo democrático y autónomo.
* Presidente del ENRE.
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