EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
Chubut termina de prender lo que en Catamarca fue una señal de alarma enorme para la oposición. El panorama se agravaría si el recuento del escrutinio favoreciera al candidato kirchnerista, pero aunque no fuera así el dictamen ya es inequívoco. Desde las propias usinas de la derecha citaron como acertada la definición de Felipe Solá, quien fue el único del “peronismo federal” acompañante de Das Neves que, en la mal disimulada noche fúnebre de ese domingo, se animó a liquidar el diagnóstico en dos oraciones: “Hay un candidato que ganó por muy poco y hay otro que perdió por muy poco. Pero está claro que hay uno que ganó y otro que perdió”.
Lo que siguió a lo sucedido en Chubut da la pauta del grado de desconcierto que vive el conjunto opositor. Pero es necesario discriminar entre los indicios de reorientación o reagrupamiento producidos allí, y aquello que en verdad les dificulta dar algún paso adelante. Lo primero es un simple análisis de especulaciones dirigenciales. Das Neves, que se bajó de la interna. El hijo de Alfonsín, que ahora estaría dispuesto a resolver por consenso la candidatura radical. Duhalde, que de sostener la condena al éxito de la Argentina pasó a que están condenados a aliarse con Macri. De Narváez, que estaría manejando un plan B de articulación con los cobistas. Macri, que no sale de un ta-te-ti de agenda electoral ya exasperante para su propio entorno y ahora, según confluyen todas las fuentes que se quieran, dispuesto a congelar las relaciones electorales con el engendro de El Padrino & Cía. ¿De qué estamos hablando? ¿Sólo de que Catamarca y Chubut les sacudieron la modorra? ¿O de gestos inerciales que ocultan un trasfondo de impotencia, porque ni saben ni pueden ni, por lo tanto, quieren presentar a la sociedad una alternativa seria? Si admiten que la popularidad del Gobierno es haber establecido el piso del “nunca menos”, y esa definición encierra haber dejado atrás varias de las políticas más escabrosas de la etapa neoliberal, ¿cómo hacen para plantarse en la promesa de una instancia superadora, habiendo los antecedentes que portan? “Superadora”, para conceder, sólo les cabría a las huestes que se dicen de centroizquierda no kirchnerista, que tienen el pequeño inconveniente de demostrar por qué, para superar, serían mejores que los K. Si el tema es en cambio la derecha peronista, directamente debe hablarse de retraso y nunca de superación alguna. Es el retorno de la apertura a los mercados, de las relaciones carnales con “los países exitosos”, del discurso de la mano dura. Y el dato fundamental de que, en toda hipótesis, el kirchnerismo conservará, además de una contundente porción de votos, un volumen de movilización del que carece el resto. Para peor escenario opositor, hay ya significativas franjas del establishment que confiesan aceptar este modelo en rol de mal menor; ya sea porque les va antes muy bien que nada mal, como por el hecho de que se reconocen más cómodas ante quienes demuestran fortaleza de mando. Podría decirse, incluso, que Clarín es el único factor corporativo dispuesto a persistir en un oposicionismo feroz.
En la serie Cuadernos del Pensamiento Crítico Latinoamericano, coordinada por Emir Sader y editada por este diario, el martes pasado se publicó un ensayo del cientista social Pablo Alegre, investigador de la Universidad Católica de Uruguay. Es atractivo lo que señala sobre Argentina, en su caracterización de las trayectorias de desarrollo de los países del Cono Sur. “La Argentina mantiene un sistema de partidos poco institucionalizados, a lo que debe agregarse un proceso de creciente fragmentación y faccionalización de las elites partidarias. Hoy el Gobierno logra, gracias a la localización de amplios recursos estatales y poder político, tejer alianzas transversales con liderazgos regionales y locales (...) (Hay) la constitución de un frente electoral controlado por un liderazgo vertical, que procura recomponer algunas de las orientaciones neoestatistas en materia de políticas de desarrollo (...) El funcionamiento de esta alianza vertical (...), que logra articular vínculos (...) con sectores populares fragmentados por un lado, y con movimientos organizados heredados de la era Movimiento Sindical por el otro, ha permitido al Gobierno neutralizar el conflicto social, ampliando los márgenes para implementar distintos paquetes de políticas sin posibilidades de focos de veto”. Luego, Alegre adosa que a su vez “la Argentina ha presenciado el sostenido aumento del precio de sus bienes exportables, que, en combinación con la sensible disminución de los niveles de endeudamiento externo a partir de una exitosa política de canje, le ha permitido mejorar sus márgenes fiscales, aumentar la capacidad de ahorro y expandir la economía”. Si se desea ponerlo en palabras ratificatorias de lenguaje simplemente más periodístico que sociológico, hay una conducción política encarnada en la figura de Cristina (susceptible de confirmación efectiva a mediano y largo plazo, bien que al corto porque todavía no comunicó su decisión de ser reelecta). Por debajo de ella, rige un arco que va desde Moyano hasta los movimientos sociales o sectoriales paridos por la crisis de 2001/2002. Y todo eso puede ser eficiente porque la economía sopla a favor gracias a decisiones políticas que –entre otros motivos– saben aprovechar ventajosas condiciones externas. ¿Qué clase de modelo pregona la oposición, o cuál podría instaurar, que dé seguridades de una estabilidad más firme que la actual, incluyendo –en el lugar que apetezca– un buen clima de negocios?
Entre un partido, el radical, que puede no ser la añoranza de lo que nunca jamás sucedió pero parece que lo fuera; y el peronismo antikirchnerista, que en reemplazo de no tener siquiera una estructura partidaria se limita a ser un rejuntado de figuritas mediáticas cuya sobresaliencia corresponde –siendo benéficos– a ese invento que es Mauricio Macri, la oposición cayó en manos de una corporación comunicacional que como mucho puede disponer de poder de fuego para afectar, pero no para construir. Es lo que Héctor Magnetto desesperó por trasladarles con el gesto público de la famosa cena en su casa, sin éxito porque, además de los problemas para armonizar un programa de gobierno creíble, corroboró encontrarse con una batalla de egos insoportable. De manera que, según es perceptible hasta para el más despistado, la cantidad y –primerísimo– calidad de errores en que debe incurrir el kirchnerismo para perder las presidenciales de octubre supera lo que hoy permite la imaginación política. Y así los cometiera, como en los episodios de carácter eventualmente expansivos que involucran al jefe de la CGT, quedaría por ver si la oposición tiene la capacidad para aprovecharlos. No porque no podría desde varios mandobles efectistas, si acaso tuviera un referente confiable. Es porque sencillamente carece de convicción para ofertar algo distinto a lo que ya se conoce que ofreció en el pasado reciente. A valores de la actualidad estricta, su única esperanza sería que Cristina decida no presentarse. Y si sucediera eso, quedaría por ver si no se metería en un problema mayor vista la incapacidad antedicha de no estar en condiciones para convidar un programa de gobierno fiable.
El firmante se sabe reiterativo, pero no tiene por qué renegar de su profunda seguridad: la oposición no quiere ganar.
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