EL PAíS › OPINION
Las condenas dispuestas por Casación, un avance contra la impunidad. La culpa, una opción correcta. Los pasos que faltan, el itinerario en los tribunales. El mensaje del tribunal. Las consecuencias políticas que derivaron de Cromañón. Un balance de lo sucedido, mientras la Corte Suprema espera.
› Por Mario Wainfeld
La sentencia de la Cámara de Casación repone a la tragedia de Cromañón en el centro del escenario público. Más allá de la afrentosa e irreparable cifra de 194 víctimas fatales, el hecho dañó para siempre las vidas de miles de otras personas desde el 30 de diciembre de 2004. Los parientes, las parejas, los amigos de más de mil damnificados directos (sumando a las víctimas directas sobrevivientes) son un conjunto numeroso, que clama por reparación e interpela a la sociedad.
El fallo, que no es definitivo, redefine la respuesta institucional. Condenas a los procesados, la caída de un jefe de Gobierno, lugar destacado en la agenda pública durante más de un sexenio. Con idas y venidas, eventuales desbordes y decisiones discutibles de poderes del Estado (todas lo son, al fin) no hubo impunidad, en buena hora.
Las condenas al empresario Omar Chabán, al representante y los músicos de Callejeros, a policías y a funcionarios dan cuenta de que hubo responsabilidades plurales y compartidas. Muchas provinieron de quienes, por su rol, tienen el deber de cuidar de los otros: los funcionarios, el empresario organizador, las fuerzas de seguridad, en alguna medida los artistas rockeros.
Esta columna aspira (más que a justipreciar el acierto de la sentencia, que sobrevolará) a dar un panorama de cómo procesaron el sistema político y los tribunales un hecho atroz, de dimensiones históricas, que fue un producto humano.
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La culpa, las culpas: El cronista comparte el criterio de la Cámara al calificar como culposa la conducta de los condenados. El “dolo eventual” es una tipificación que goza de mucha acogida mediática, pero es una categoría muy especial, muy “finita” como dicen ahora las crónicas futboleras. Se echa mano a ella en el desorbitado afán de agravar las penas. La vindicta pública clama por condenas eternas, sanciones durísimas. La propagación del “dolo eventual” es, con demasiada asiduidad, un rebusque de los jueces para acceder al clamor. Un sofisticado argumento de la “mano dura”, tan reclamada desde la calle, las cámaras de tevé o los micrófonos.
Las coordenadas del sistema penal son distintas a las que proponen víctimas adoloridas (justificadas en su reclamo pero sin rango técnico para evaluar asuntos legales complejos) e irresponsables “formadores de opinión”. Los pilares del proceso, la presunción de inocencia y el principio “in dubio pro reo” corren en sentido opuesto. No sólo todos somos inocentes hasta que una sentencia firme determine lo contrario. También es forzoso que, en caso de duda, se opte por la interpretación más favorable al acusado. Si hay tipos penales en conflicto y hay dudas, debe elegirse el que tenga la pena más benigna. Si se duda sobre si una conducta es dolosa o culposa, ha de juzgarse que es culposa.
En Cromañón, la acumulación de irregularidades y negligencias fue enorme. La intención de dañar o aún el supuesto conocimiento sobre la inminencia del estrago son hipótesis difíciles de comprobar.
Casación, pues, resolvió bien sancionando por incendio culposo seguido de muerte y acumulando (“concurso” en jerga forense) ese delito con otros, variados, cometidos por distintos protagonistas: cohecho en algunos casos, incumplimiento de los deberes de funcionario público en otros.
Hay quien se enardece porque piensa que las sanciones son leves. Quien tabula como minucia los once años de cárcel que puede recibir Chabán no sabe lo que es una cárcel. Y no repara en que un homicidio simple sin agravantes, para un delincuente primerizo, difícilmente supere una condena de ocho años.
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Concausas: El conjunto de los familiares jamás fue unánime en sus reclamos, métodos o propuestas. Quizá era imposible, habida cuenta del número de sus integrantes. Uno de los debates que los dividió en un primer momento se expresaba en la consigna, al principio mayoritaria, “ni las bengalas/ni el rock and roll/ a nuestros pibes/los mató la corrupción”. Los reproches se centraban en el Gobierno de la Ciudad, los policías, los bomberos y Chabán. Con el tiempo, la condena a los músicos pasó a ser un factor común dominante.
La sentencia del Tribunal Oral los absolvió, la bronca y las apelaciones detonaron en consecuencia. La Cámara de Casación los condenó, con enorme severidad. Tal vez, piensa el cronista, los jueces discernieron poco al interior de la banda. Su líder, Patricio Fontanet, todo lo indica, fungió de organizador del recital y de instigador al desborde con las bengalas. Acaso, en materia penal que explora responsabilidades subjetivas, no todos sus compañeros hayan participado de modo punible.
La cuestión, seguramente, llegará a la Corte Suprema, después de un periplo que resta y que es demasiado largo. Casación estipuló las condenas pero ordenó que el expediente “bajara” al Tribunal Oral para que determine las penas en cada caso. De ese modo, se garantiza doble instancia, porque esas medidas serán recurridas y volverán a Casación. En contrapartida, el trámite insume más meses, para volver a esa misma Cámara. Los magistrados suelen elegir, por buenos o flojos argumentos, los itinerarios más largos, he ahí uno de sus defectos corporativos más notorios. La prolongación de la incertidumbre es, en sí misma, una denegación de justicia, la (más aparente que real) preservación de la doble instancia no lo compensa.
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Contramarchas y fantasías: Chabán fue detenido, encerrado y luego excarcelado en dos ocasiones. De resultas de ellas, estuvo preso casi tres años durante el proceso lo que contradice a la ley y dista de ser una bicoca. Cuando lo liberaron por primera vez estalló un escándalo con furiosas movilizaciones que llegaron a poner en vilo a la Casa Rosada. Se descalificó a camaristas ejemplares, se vaticinó que el empresario se fugaría. Ese es uno de los fundamentos de la prisión preventiva sin condena, uno de los mayores vicios del sistema penal, que en este caso resultó refutado por los hechos.
Las sentencias que se contradicen prueban que el juzgamiento no es una ciencia exacta sino una decisión humana, sujeta a diferentes posturas posibles, como cualquier otro acto de gobierno.
Los devaneos de las causas por una cantidad enorme de tribunales, de modo indiscernible para el sentido común, extenúan a los litigantes y poco aportan al esclarecimiento de los hechos. Franz Kafka es coautor de la mayoría de los códigos procesales y principal inspirador de la trayectoria de la mayoría de los expedientes. Que en ese caso se haya llegado a una solución satisfactoria es una excepción confortante, no la confirmación de una regla. La presión de la opinión pública y en especial la movilización de los familiares, sin duda, incidieron en el desenlace. Esa capacidad de presión de los damnificados sí es una regla en la Argentina. Con excesos o claroscuros, es una de las características del sistema político, en promedio virtuosa.
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El peso político: La destitución del jefe de Gobierno Aníbal Ibarra fue otra derivación gigantesca, con escasos o nulos precedentes en la experiencia comparada de otros países. Un “juicio político”, el oxímoron de la expresión lo sugiere, no es un proceso similar al judicial. Es un procedimiento parlamentario en el que priman las correlaciones de fuerzas e inciden otros factores como la movilización social, la presión mediática o la opinión pública.
Ibarra contaba con un bloque asombrosamente mínimo para un gobernante. El bloque del kirchnerismo, que lo apoyó, era también reducido y su fragmentación endémica se acentuó durante el debate.
Con gran pressing de los familiares y una ofensiva de la oposición política, con el macrismo como vanguardia, Ibarra fue defenestrado. La solución es opinable, no así su pertinencia institucional opinó siempre el cronista. Sigue pensándolo con la perspectiva que dan los años, tras corroborarse que la gobernabilidad del distrito no zozobró. El vicejefe Jorge Telerman gobernó, más bien que mal, hasta terminar el mandato. El macrismo, que había perdido por muy poco las elecciones en 2003, sacó partido de la caída de Ibarra, ganando en 2007. Su llegada y su gestión fueron deplorables, estima el cronista, pero también producto de la voluntad ciudadana que podrá juzgarlas en los próximos comicios.
Las consecuencias en el escenario nacional fueron también tremendas. Ibarra era el principal aliado de Néstor Kirchner para su, entonces activo, proyecto de transversalidad. Era el único dirigente extraperonista de peso que gobernaba un territorio importante. Su salida, que no incluyó la inhabilitación para seguir haciendo política, dejó a la transversalidad sin un protagonista fundamental.
En el momento, mentes conspirativas tradujeron que el kirchnerismo le “soltó la mano” a Ibarra. A políticos, periodistas y gentes de a pie les gusta imaginar conjuras, es un modo de parecer informado. Es, asimismo, una lectura que otorga infalibilidad y omnipotencia a dirigentes que (a fuer de humanos) carecen de ambas. El kirchnerismo era un actor de segundo nivel en el horizonte porteño. Sus tropiezos en una Legislatura muy adversa fueron de manual. Un hecho ulterior, padecido de local en el Congreso Nacional, acaso sirva para revisar interpretaciones. Con toda la voluntad de evitarla, el oficialismo nacional padeció una derrota más grave, en el Congreso Nacional, cuando se trataron las retenciones móviles. No fue el complot, sino la pérdida de aliados, la dificultad para competir con una oposición vertebrada en torno de una causa, los errores propios. Combinar los dos hechos en el recuerdo dista de ser un capricho, hilos invisibles los enlazan.
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Que tenga sentido: No es forzoso que el expediente llegue a la Corte Suprema, a la que se procura por un recurso “extraordinario”, no por una apelación corriente. Pero es bien factible que así ocurra porque los magistrados (cortesanos incluidos) suelen estar tan atentos a la conmoción pública como al texto, relativamente rígido, de las normas. En plan de especulación suena difícil que la Corte (en la que hay dos especialistas en derecho penal, Eugenio Raúl Zaffaroni y Carmen Argibay) agrave las calificaciones y las condenas. También pinta arduo que absuelva a condenados.
La repercusión política, la destitución de Ibarra, es casi un record mundial. Las sanciones a funcionarios por las consecuencias de sus inconductas (el estrago seguido de muerte) no registra precedentes en la jurisprudencia local, son ejemplificadoras. El arco de los condenados abarca a todos los responsables y habilita las acciones indemnizatorias contra ese conjunto.
El desenlace no es definitivo, pues, pero el estadio actual es digno de encomio. Los familiares y amigos de las víctimas (víctimas ellos también), protagonistas recurrentes en nuestra historia, suelen acudir a una frase, para difundir sus luchas: “Queremos evitar que esto se repita”. Aspiran que sus demandas, más allá de lo individual, tengan trascendencia en un doble sentido. Que propaguen sus efectos en el futuro (amparando a otros ciudadanos en riesgo) y que adquieran un sentido, ético y práctico. Si las “tragedias” no se repiten, las movilizaciones no serán vanas, ni particularistas.
En este caso, con condenas expandidas y derivaciones políticas potentes, el objetivo parece cercano.
El cronista cierra su recorrida con una reflexión sobre las sanciones penales. Muy a menudo, la opinión pública se obstina en poner “tras las rejas” a delincuentes comunes, incluso salteando las garantías legales. Jueces solícitos e irresponsables los complacen. Cabe preguntarse para qué sirven esas prisiones, a menudo encierros a personas pobres, sin condena. Se dice que es para aleccionar a otros, para disuadirlos. Lo real es que muchos de los presos no son delincuentes sino sospechosos, por portación de aspecto o por pertenencia de clase. Pero, aún en el caso de los que cometen delitos feroces, el efecto instructivo de las condenas es muy relativo. En muchos casos se trata de personas que aprecian en poco su propia existencia, que no tienen nada por perder, que están “jugados” según su propio vocabulario, que carecen de incentivo para mantenerse en su ominosa condición actual.
El caso que repasamos es diferente. Los condenados son personas que tienen responsabilidades sociales, algo que perder y que se mueven (o deberían moverse) en base a incentivos racionales. Los castigos que les fueron impartidos pueden incidir sobre otros en posiciones semejantes, impulsarlos a observar mejor la ley, a no ser desaprensivos, a medir las consecuencias (aún las no buscadas) de sus hechos u omisiones.
Como fuera, tras demasiado tiempo, los tribunales ordenan la escena. Más allá de si las sanciones fueron estrictamente las adecuadas, no hubo impunidad en la política ni en el Foro. Jamás será suficiente, ante tanta privación y dolor. Y, de cualquier manera, no es poco.
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