Lun 25.04.2011

EL PAíS  › OPINIóN

Política pública de comunicación

› Por Washington Uranga

Un año y medio después de la aprobación de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (SCA) y a pesar de las múltiples trabas instaladas para su puesta en marcha –en particular la judicialización– es incuestionable que comienzan a verse los resultados de la norma. Más voces, otras miradas, diferentes opciones. Todo esto resulta evidente aún por encima del fárrago de los debates interminables, de los intereses enfrentados (muchas veces disfrazados de argumentos académicos y posturas que pretenden ser principistas). Habrá que seguir caminando no sólo para lograr que ley sea aplicada en su totalidad (en letra y en espíritu), sino para generar creativamente otras instancias y mecanismos que aporten, de manera genuina, a una comunicación verdaderamente democrática. Porque es inevitable reconocer que la comunicación hoy es esencial a la democracia y que la política requiere de la comunicación para alcanzar sus propósitos.

Cuando la ley resultó aprobada, muchos sostuvimos que era un paso importante y realmente significativo, pero de ninguna manera el final de un camino, sino el comienzo de una nueva etapa que plantearía nuevas exigencias. No tendría sentido hacer aquí un inventario. Lo hecho está a la vista y las necesidades y nuevas demandas surgen a cada paso.

Estamos en un año electoral y en éste –como en todos los temas– es importante intercambiar y discutir ideas y propuestas –no sólo por parte de quienes aspiran a ser candidatos– para establecer qué comunicación queremos. Sobre todo teniendo en cuenta que la comunicación ha estado ausente como tema tanto de las plataformas como de la agenda política en las últimas campañas. Sin este debate todo queda reducido a la “guerra de guerrillas” mediática, más proclive a las chicanas y a las agresiones que a la exposición de puntos de vista e ideas para el discernimiento ciudadano.

Puede decirse que resulta ingenuo demandar lo anterior en medio de la polarización y los enfrentamientos actuales. Pero ¿qué hay que esperar para pedirlo? Si aceptamos que todo lo relativo a la comunicación está inevitablemente atravesado por la lucha por el poder nunca existirá un momento propicio o ideal para dar la discusión.

La agenda de la comunicación encierra por lo menos dos costados fundamentales. Por una parte, atañe a la gobernabilidad. No sólo para poner de manifiesto la opinión de aquellos que están a cargo de la gestión del gobierno, sino para garantizar la pluralidad de voces que requiere el escenario político y que contribuyen a enriquecer el sentido colectivo de los procesos democráticos. También en el disenso, también en la disputa y en la diferencia. Pero, por otra parte –no reñida con la gobernabilidad–, la comunicación contribuye a la construcción de ciudadanía, colabora con la formación de los ciudadanos y ciudadanas como sujetos políticos y conscientes.

En ese marco es necesario que el tema de la comunicación se incluya en la agenda de los debates electorales más allá de lo contingente, para discutir sobre los grandes lineamientos de una política pública de comunicación. No se trata apenas de una discusión sobre los medios. Es necesario un intercambio acerca de cómo la comunicación aporta a la construcción de la identidad de país, al sentido de la comunidad, a la cultura y a la política.

Lo que interesa es un intercambio acerca de una política pública de comunicación, que analice los recursos existentes, pondere las posibilidades, coordine esfuerzos y trace objetivos de mediano y largo plazo. Entendiendo además que una política pública de comunicación no se refiere tan sólo al ámbito restringido de aquello que lleva el adjetivo de comunicación, sino que tiene que ver transversalmente con la necesidad de pensar lo comunicacional en la educación, en la salud, en las relaciones laborales, en el cuidado del ambiente y, en fin, en todos los aspectos de la vida cotidiana y ciudadana.

Y ésta no puede ser una tarea exclusiva del Gobierno. Tiene que ser necesariamente una labor compartida. Porque así lo requiere el derecho a la comunicación de todos y todas.

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