EL PAíS › OPINION
› Por María Pía López *
Cuando mueren hombres, a veces también se esfuman, o se ponen en riesgo, ciertas sensibilidades en las que ellos se habían forjado. Una intersección me interesa ahora, y a propósito de dos muertes muy recientes. La esquina es la de las izquierdas y la valoración no banal ni despectiva de la cuestión nacional. Hace muchos años, David Viñas, uno de esos intelectuales en cuyo nombre demasiadas cosas se imbrican, pensó un ciclo de charlas en Callao y Corrientes, al que llamó Esquina Mariátegui. En esa elección bautismal estaba la voluntad de generar encuentro entre aquello tantas veces desencontrado. Porque quién si no José Carlos Mariátegui pensó desde el marxismo, pero no para condenar la realidad nacional en nombre de un deber ser o un modelo ideal prescripto por las cartillas de la teoría, sino para comprender la singularidad de una política siempre situada. Así, pensó que el socialismo en Perú debía ser nacional y engarzarse con las tradiciones culturales de las masas indígenas. Como sacrílego fue visto por muchos. Por otros, como impulso al descubrimiento de un pensamiento latinoamericano.
Entre quienes hicieron mucho por la difusión de ese tipo de interpretaciones estuvieron Dardo Cúneo y Pancho Aricó. Al primero le debemos la aventura por un mapa de creaciones y reflexiones de dimensión continental; también el haber llamado la atención sobre los vínculos entre Mariátegui y Lugones o sobre la singularidad de las vanguardias de la región. Al segundo, la lectura de Mariátegui en clave italiana, lector de Sorel y alma gemela a la de Gramsci; y no menos le debemos el esfuerzo de traducir un Marx adecuado para América latina.
En general, son otros los nombres de escritores y autores que se mencionan como representativos de la región. Están los premios Nobel –y escritores del boom– encabezando esas identificaciones. Un Vargas Llosa y, antes, y casi especularmente en términos ideológicos, un García Márquez. Pero no me detengo en esos nombres, consagrados por las distintas vías del mercado de los prestigios y la industria editorial, sino en esta otra lista a la que habría que agregar a Angel Rama, el fundador y obcecado editor de la Biblioteca Ayacucho.
Se trata de un conjunto arbitrario, o de un linaje que resulta de ver continuidades más implícitas, provenientes no de las adscripciones que cada uno de ellos pueda haber ido decidiendo, sino del modo en que hoy podemos leer esos esfuerzos dispares y sin embargo confluyentes. Algo así como una confluencia inesperada, de eso estoy tratando de hablar. De una confluencia valiosa en la producción de un conjunto de estrategias para conocer y articular lo que podríamos considerar una cultura latinoamericana y de un intento semejante en generar intervenciones desde la izquierda que no porten el desdén hacia los pueblos realmente existentes y sus opciones políticas. Quizá porque intuían que el que comienza criticando por izquierda las capacidades electorales de los pobres ciudadanos termina elogiando por derecha las libertades de mercado frente a las regulaciones estatales, siempre sospechosas de generar coacciones o clientelismos.
En poco tiempo han muerto David Viñas y Dardo Cúneo. Nos lleva, eso, a la meditación dolida de esos esfuerzos que se truncan, de esos estilos de intervención y compromiso, de reflexión e investigación, que no dejan de ser necesarios y que sin embargo son infrecuentes. Sobre David se ha dicho más en estas semanas, quizá porque no cesó nunca su magisterio de los bares y sus reflexiones públicas, quizá porque su escritura, hecha de un estilo de guerra y de una interrupción de jadeo, no deja huida posible. Mucho menos se ha escrito en estos días sobre Dardo Cúneo.
Cúneo murió a los 97 años, retirado hacía tiempo de la vida pública. Fue embajador, escritor, periodista, militante, director de la Biblioteca Nacional en los ’80. Perseveró en el socialismo y la escritura. Cultor de un estilo austero, heredaba, a la vez, ciertos tonos del modernismo, como si se hubiera educado bajo las formas retóricas de los maestros de la juventud que las izquierdas supieron cultivar en el siglo XX. Uno de sus libros más importantes fue dedicado a la vida de Juan B. Justo. No sólo ese libro, pero fundamentalmente ése, podría pensarse como esquina donde se intersectan la opción por la escritura y el compromiso con el socialismo. Ser socialista, en este caso, es también una forma de escribir, una elección de temas y un modo de investigar. Que no tenía que ver con la de un Mariátegui –arrojado, nietzcheanamente, a las orillas del mito– o con la de un Viñas –sostenido en la duelística del honor y en la expresión literaria del cuerpo–.
La de Cúneo fue una escritura apegada a los datos que lo llevó a cuestionar en Francisco Bilbao –el autor de El evangelio de América– un “lenguaje de abusivas abstracciones”. Por eso, muchas páginas de sus libros se traman como enlace de citas y multiplicación de referencias. Le interesaba mostrar un acervo en el que encontraba motivos profundos para una cultura latinoamericana emancipada. Porque incluso el rigor investigativo y la erudición precisa se presentaban ligados a la vocación política. Provenían de un socialismo hecho de la atención por lo pendiente y la pregunta por la justicia. De allí, quizá, provenga un aire de reposo y una temporalidad de espera que tienen sus escritos. De allí: de esa esquina en la que sin ira se aguarda un futuro redimido.
* Ensayista, docente de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).
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