Sáb 07.05.2011

EL PAíS  › PANORAMA POLíTICO

Bajadas

› Por Luis Bruschtein

Sin transición ni anestesia, la presidenta Cristina Fernández pasó de ser un misil en picada mortal a estrella excluyente del escenario electoral. Y con ese cambio drástico se delinearon consensos derrotistas en la oposición y estrategias muy a la defensiva. Hasta aquellos voceros, entre intelectuales y periodistas, que poco tiempo atrás sostenían con tanto desdén esa superioridad moral, ética y genética de la civilidad republicana sobre la barbarie kirchnerista y anunciaban el final inevitable del kirchnerismo en una espiral de vergüenza y descomposición, ahora se quejan porque se sienten discriminados por los intelectuales kirchneristas.

Como lluvia de estrellas Julio Cobos, Ernesto Sanz, Francisco de Narváez, Felipe Solá, Mario Das Neves, Pino Solanas y Julio Macri cayeron de sus candidaturas presidenciales en uno de los fenómenos más impresionantes de la política en los últimos años. Cada uno de ellos tiene sus argumentos para candidatearse, hay espacios que tienen que ver con sus pensamientos, hay electores que se referencian con ellos. Al bajarse, todos ellos dejan una campaña con muchos espacios vacíos.

Hace ya bastante tiempo que las encuestas son fundamentales en estas decisiones y tampoco sería la primera vez que algún candidato prefiere no jugar a perder. Lo llamativo es que se trata de un fenómeno masivo. En poco tiempo el escenario se dio vuelta como una media. No es que cambiaron algunos detalles. La mujer que estaba en declinación total, sobre todo en los escenarios que describían los grandes medios, pasó a estar a la cabeza de las predicciones electorales y los políticos que ya se daban por ganadores están al borde del final de sus ambiciones políticas.

Haberse bajado significará para Cobos y Sanz casi desaparecer durante los próximos cuatro años. Los dos fueron en su momento los elegidos por el establishment para encabezar la oposición. Algo parecido le sucedió a Mario Das Neves con el virtual empate que le sacó el kirchnerismo en su provincia, donde ganaba siempre por amplia ventaja. De Narváez prefirió no dar batalla en la Corte por su nacionalidad, lo que sí hubiera hecho en un escenario más favorable y de esa forma alejó la posibilidad de hacerlo alguna vez. Felipe Solá no encontró una vía de acción que encaminara sus aspiraciones.

Para Solanas y Macri, los problemas no son tan drásticos, pero sí complicados. Ninguno de los dos tiene una estructura nacional y la mejor forma de desarrollarla era a través de la tracción que podían lograr sus candidaturas presidenciales. Los dos debieron postergar esta tarea que es la única que les permitirá aspirar a la presidencia con una mínima expectativa de ganar alguna vez. Deberán esperar por lo menos cuatro años más en las mismas condiciones que hasta ahora, lo que ensombrece sus posibilidades no ya para las próximas elecciones, sino también para las del 2015. Por lo pronto, Macri y Solanas van a perder representación en el Congreso y están obligados a entrar en la segunda vuelta en la elección porteña porque apostaron todo a ese distrito. Macri está obligado a ganar –y hasta ahora las encuestas lo favorecen– y Solanas necesita, por lo menos, pasar a segunda vuelta, lo cual está más difícil porque el kirchnerismo ha crecido desde su última elección.

De los que quedan en carrera, Eduardo Duhalde, ya muy desinflado en comparación con el que retornó a la disputa en la Costanera, viene anunciando algún tipo de alianza con el macrismo, que ya no tiene candidato presidencial. Está Jorge Altamira, el candidato de los partidos trotzkistas que, por primera vez en muchos años, lograron frenar su tradicional tendencia a la fragmentación. Alberto Rodríguez Saá mantiene su candidatura por fuera del peronismo y también Elisa Carrió, que se negó a confluir en una alianza con el radicalismo y los socialistas.

Carrió ha sido muy crítica con los que bajaron sus candidaturas porque señala –y con razón– que de esa manera facilitan la reelección de Cristina en primera vuelta porque la oposición ganaría más votos si presentara más opciones y le dificultaría al kirchnerismo alcanzar las cotas para ganar sin ballottage.

Detrás de la candidatura oficial, el único que sobresale nítidamente en el pelotón de candidatos opositores es Ricardo Alfonsín, un dirigente cuyo mérito ha sido el de remar su candidatura bien desde abajo y sostenerla cuando todos los demás desistían porque no les daban los números. En política muchas veces hay que saber perder para poder ganar en algún momento.

Es una elección rara, porque aunque gane, como anuncian las encuestas, el oficialismo no crecerá mucho en el Congreso, porque es el que más renueva. Donde más puede ganar es en la recuperación de bancas de los disidentes que se fugaron por izquierda o por derecha después de la derrota de la 125 y que también renuevan.

Pero aparte de las proyecciones electorales también ha cambiado la ecuación en el debate de la cultura. Hay una hegemonía histórica que se expresó a través de los grandes medios que está claramente cuestionada. No ha sido superada ni mucho menos, pero lo que antes toda la sociedad, con muy contadas excepciones, asumía como natural, ahora está en discusión. Están en cuestión los mismos medios, porque surgió un punto de vista diferente que a su vez permite la expresión de otros más.

En los debates entre intelectuales o en columnas de medios opositores suele aparecer la queja de que ahora el kirchnerismo se colocó en situación de juez y decide quién es de izquierda o progresista y quién no. En realidad, lo que se acabaron son las franquicias. Hay espacios generados por un consenso en el que intervienen también las voces hegemónicas y hasta las academias, que otorgan esas franquicias de quién es de izquierda y progresista. No porque esas izquierdas o esos progresistas fueran parte de un esquema conservador, sino porque los conservadores son los que deciden verlos así y como ese pensamiento es hegemónico, hace aparecer lo que genera como algo natural, razonable y de sentido común. Lo que ese esquema no acepta se presenta como lo contrario a todo lo anterior: como aberrante, irracional y absurdo.

Gran parte de esa izquierda y ese progresismo recibió al kirchnerismo, atacándolo en defensa de una franquicia que le hubiera otorgado “la sociedad” como sistema hegemónico de ideas. Y lo discutieron desde ese sentido común hegemónico, con un gran desprecio y con odio: “Nosotros somos la izquierda y el progresismo, ustedes son todos corruptos o farsantes”. Los ocho años de kirchnerismo, donde se concretaron muchas de las aspiraciones históricas del progresismo y la izquierda, lo que hicieron fue poner en cuestión ese sistema de ideas hegemónico y por lo tanto la concesión de esas franquicias automáticas. No porque esa izquierda o ese progresismo no lo hayan sido o hayan dejado de serlo, sino porque no son los únicos, y además porque en determinadas situaciones demostraron que estuvieron más enfocados en mantener esa franquicia de la cultura hegemónica, o sea, más preocupados por ser “aceptados” como de izquierda y progresistas, que de actuar como tales.

Una parte de estas corrientes de pensamiento recuperó su propia voz en esos cambios de escenarios, sin coincidir con el kirchnerismo, pero tratando de alejarse de la condescendencia hegemónica, es decir, trata de no aprovecharse de ese lugar que le concedió su supuesto oponente conservador y derechista. En ese plano se establece un debate más enriquecedor de ida y vuelta.

Pero hay otros sectores del viejo izquierdismo y progresismo que han tomado al kirchnerismo como su principal enemigo. Desde ese lugar, algunos de ellos se sumaron a las concentraciones de las clases altas porteñas en Palermo durante el conflicto por la 125, o atacan cínicamente a los organismos de derechos humanos, o defienden a las corporaciones enfrentadas con el Gobierno, como Clarín y Techint. Muchos de ellos han hecho declaraciones públicas en este sentido. Ese es un espacio cuyo izquierdismo o progresismo está en discusión más allá de sus discursos o trayectorias. Son corrientes que han quedado junto a la derecha, y funcionan como izquierda de la derecha, al punto de que no tienen prurito en coordinar su accionar con la derecha en el Congreso priorizando su oposición a una fuerza que ha ocupado, pese al sentido común hegemónico que se lo negaba, un espacio en el centroizquierda.

Son escenarios todavía fluidos, donde lo que se ha logrado ha sido poner en cuestionamiento una cultura hegemónica, que sigue siéndolo. Pero ahora es posible la existencia de muchos puntos de vista. La diversificación que se genera ahora es democrática, no se trata de que haya periodistas a favor o en contra del Gobierno. Se trata de que los diversos puntos de vista que siempre existieron forjados por procesos culturales o por intereses concretos ahora están expuestos como tales. La uniformidad profesional que existía antes estaba regida por ese sentido común hegemónico. Es bueno que haya periodistas e intelectuales que piensen diferente y que cada quien lo haga con responsabilidad, honestidad e idoneidad. No es que el único profesional solamente sea el que está en contra del Gobierno. Eso es un engañapichanga de muy bajo nivel. Pensar diferente no quiere decir que uno sea periodista militante y el otro no, aunque también puede haber periodistas militantes de cualquier idea como siempre los hubo.

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