EL PAíS › OPINIóN
› Por Teresa Parodi
La conozco desde su fuerza, pero también desde su fragilidad. Es clara y firme. Dulce y enérgica. La vi caminar en todos estos años con su pasión y su lucha. Con su convicción y sus sueños.
La vi soportar y pelear y esperar y empujar y gritar y ayudar y volver a empezar sin pensar en sí misma, sino en los demás, los otros, los compañeros, las compañeras, nosotros, todos, los hijos y los hijos de los hijos.
La vi entregar su corazón sin dobleces. Su mano sin miedo. Su solidaridad con alegría.
La vi construir día tras día sin detenerse, sin preguntarse, sin olvidar ni claudicar.
Se parece a tu madre y a la mía. Su honestidad es única y brutal. Su ética un emblema. Su rebeldía, eterna e intransferible.
Su voz es llama y pájaro. Su puño en pie de guerra, pero guerra de amor que no se rinde y se derrama y multiplica y nos acuna a todos.
¿Quién puede tener el coraje de no respetarla después de lo que, simple y necesaria, le ha entregado a la historia?
¿Quién puede atreverse a ignorar su entereza ante la barbarie del genocidio que nos llenó de sombras?
¿Quién puede olvidar su pañuelo intacto y su marcha sin tregua por la verdad y la memoria?
No imagino esta Patria que ahora nos crece en las manos sin su luz alumbrando como una clara antorcha.
Ella y las otras, nuestras Madres gloriosas, infinitas, hermosas en su dolor y su pura e interminable ternura.
Mírenlas venir, mírenlas seguir más pausadas, más lentas, más pequeñas, más hondas, pero siempre más nuestras, pero siempre más únicas.
Nunca un paso atrás. Madres luminosas.
Nunca un paso atrás. No se mancha su gloria.
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