EL PAíS
› BRONCAS Y CONSIGNAS DEL CACEROLAZO
En la plaza
Con carteles, ruido y una bronca que parece indeleble, hubo otra noche de cacerolazo. Otra vez estuvieron los partidos de izquierda en la Plaza y otra vez la policía se mantuvo detrás del vallado.
Este viernes comenzó tarde. Para las once, eran quinientas personas que se repartían por la Plaza de Mayo, en grupos chicos, alrededor de sus carteles. La mayoría había llegado sola, en pareja, en grupos pequeños, con sus carteles caseros –el sapo verde que una señora se había tragado, el hombre sandwich voceando su protesta personal– y esperaban, ruidosamente con sus cacerolas. En un rincón, un grupo del MST/Izquierda Unida, en otro, el poco conocido Convergencia Socialista repitiendo presencia con sus prolijos carteles y banderas, al costado el PTS. Y todos esperando la columna principal de la Asamblea Interbarrial que había prometido estar a las once de la noche, llegada de Parque Centenario.
El que no tenía cacerola, golpeaba lo que fuera: desde latas de gaseosas hasta botellas vacías, con cucharones o reglas escolares. Y el que no tenía nada, aplaudía, porque la cosa era hacerse oír. La gente se agrupaba sobre el vallado azul, que como ya se está haciendo rutina cortaba las fuentes, pasando la pirámide hacia la Casa Rosada. Atrás, discretísimos, los policías que ni se hacían ver. Mucho más abajo, escondidos detrás del edificio, los refuerzos por las dudas. No había armas a la vista.
“¿El FMI se equivocó? Entonces que ellos hagan el sacrificio”. Luis, de 45 años, vino de Tribunales con el cartel sandwich que escribió en su negocio. “Mirá el mástil... no hay una bandera argentina... Mirá para arriba de la avenida de Mayo, ¿ves el cartel del banco, arriba del edificio? Arriba están los que nos la dan...” definió, con ingenio, el pequeño comerciante atrapado en el corralito y tan endeudado que tuvo que cerrar dos locales y ya no tiene teléfono en el que le queda. Luis daba vueltas a la pirámide, una “reacción espontánea... las Madres lograron ser respetadas y ahora nos toca al pueblo argentino ser respetado.”
Pedro, Marta, Cecilia, Candela y Sofía coreaban una consigna con acento cordobés. La familia está de vacaciones en la capital, parando en casa de amigos, y aprovechó para participar del cacerolazo porteño. “Vinimos a reclamar por los derechos del pueblo”, dijo Cecilia, la mayor, “y aunque sabemos que las cosas no se cambian fácil, esto es lo único que podemos hacer.” Para la chica, que está terminando el secundario, el cacerolazo no es una cuestión abstracta. “Quiero estudiar psicología e irme del país: acá no veo futuro”, definió. La madre, con cara de escuchar un tema ya hablado muchas veces, explicó que “la nena se ve obligada a pensar así por culpa de los que hundieron este país.”
Esta noche no había bebés, tal vez por la hora de la convocatoria, pero sí chicos. Que miraban largamente los puestos de panchos y los vendedores de gaseosas. Que a su vez miraban con resquemor a los grupos que llegaban, como calculando qué podía pasar y cuándo sacar los carros. “Ahí llegan los zurdos,” dijo uno, macarto, cuando vio a los del MST.
Muchos barrios vinieron por las suyas y más temprano: Gerli, Lanús, los vecinos de Plaza de Mayo, Avellaneda, Parque Lezama, Caseros, Longchamps. El Centro de Estudiantes de Filosofía y Letras era de los pocos grupos por fuera de los barrios que había llegado pasadas las once. También estaba el grupo de amigos que cada viernes se instala con sus redoblantes y tamborcitos a bailar y animar la noche. Y algunos amigos con carteles que amenazan hacerse famosos, como uno negro y grande que lee “No somos nada, queremos ser algo” y muestra un pescado comiendo pescaditos diminutos.
“Basta de sapos, fuera la Corte corrupta,” leía el cartel de Silvana, una vecina de Longchamps que recortó y pintó un verde sapo de cartón que lleva a las manifestaciones. “A la Corte hay que echarla porque aprobó todo lo que se hizo a favor de los bancos y las privatizadas”, explicó, cortante. “Y porque amparó a los corruptos frente al pueblo y el país”.
Al “Suizo” tampoco le cae bien la Corte. “Apoyaron los diez años de Menem, apoyó a De la Rúa y ahora apoya a Macri y a Fortabat. Que se vayan”, explicó. El hombre siempre lleva a su dogo argentino a la manifestación –“viene conmigo a todos lados”–, pero se va temprano: tiene un restaurante en el centro que ya le quisieron saquear hace dos semanas, al final de una marcha. Participa, pero también quiere cuidar su local. Sandra es lacónica: el corralito atrapó el dinero de la venta de su casa, con el que pensaba saldar la hipoteca y del que pensaba vivir un tiempo, ayudando con el alquiler. Ahora tiene la deuda, no puede alquilar y le cuesta masticar el enojo. Andrea no tiene plata atrapada, pero el dinero está muy arriba entre las razones para ir a la marcha. “Antes venía a protestar porque me pagaban en patacones,” explicó. “Ahora me muero por ganar un patacón”. Es que la mujer está cobrando con un atraso promedio de veinte días.
Mientras en la Plaza los vecinos esperaban la columna principal, en la ciudad había cortes de calles, pequeñas reuniones, cacerolazos desde los balcones. Y en todas partes, carteles caseros que expresaban broncas y muchas banderas argentinas.
Crónica de Darío Nudler.