EL PAíS › OPINIóN
› Por Mario Wainfeld
Una campaña es –para los protagonistas, colaboradores, consultores y militantes– un mundo aparte, omnipresente y monotemático. Una ocupación full time para un puñado, una obsesión para todos ellos. La adrenalina fluye, los medios se recorren con fruición, para intervenir o para pulsar en qué se anda./p>
Para los candidatos, como cuadra, la tensión es record. Aun en los partidos más poderosos, que manejan recursos variados (incluyendo el dinero), el candidato ocupa un sitial único y decisivo. De él depende una cuota esencial, determinante en última instancia. Es el que se mencionará como ganador o perdedor, a la postre. Sobre sus hombros pesa, en definitiva, el deber de marcar las diferencias. Es el que está con los focos encima. Todos los implicados en una campaña se estresan, se apasionan, se pasteurizan pasando del frío al calor en cuestión de días, horas o minutos. En el candidato, la sobrecarga se potencia.
Para la abrumadora mayoría de las gentes del común, la campaña es (como mucho) un dato más en su agenda cotidiana. La vida prosigue, los compromisos personales, el trabajo, los avatares de cada día en una ciudad vibrante y compleja. El menú mediático, incluso, abunda en otros ingredientes: el entretenimiento, la información sobre el tránsito o el pronóstico para la fría mañana del día siguiente, la Copa América desde luego, la telenovela que se sigue con fruición, Showmatch para una muchedumbre.
Uno de los mayores retos para quienes buscan la aprobación ciudadana es conseguir “colar” la campaña en la vida cotidiana de los millones que definirán la competencia. El desafío de atraer su atención es mayor cuando rige el voto universal y obligatorio. Esa valiosa peculiaridad republicana argentina realza el poder de decisión de los nada politizados, a diferencia de lo que pasa en otras latitudes en las que participan quienes deciden hacerlo, usualmente debiendo inscribirse mucho tiempo antes.
Señalan con justeza los que saben que, en los sistemas políticos contemporáneos, se vive en campaña permanente. Los políticos, en general, y los gobernantes (muy en especial) siempre están supeditados a los vaivenes de la opinión pública, no sólo por la seguidilla de rutinas electorales. También porque una merma en la aprobación o en la legitimidad de los oficialismos trastrueca los equilibrios, acelera (o trunca) los tiempos. Acá a la vuelta, en Chile, falta un montón para los comicios presidenciales, pero la caída libre de la aceptación del presidente Sebastián Piñera es un acicate para su acción y una llamada de atención a sus opositores. En la coyuntura argentina, la campaña permanente se condimenta, desde hace poco más de tres años, con una suba notable de la discusión política cotidiana. Ocurre en las mesas de café, en los encuentros entre amigos o familiares, en la nutrida oferta de programas radiales y televisivos que “hablan de política” en cantidad y virulencia superiores a los de otros lares. Paradoja sólo aparente, en ese microclima colmado de discursos cruzados es particularmente arduo añadir un sesgo nuevo, así sea la elección de autoridades. O calentar más el ambiente, de por sí caldeado.
Ni qué hablar en la Ciudad Autónoma, que acompaña (si no lidera) el frenesí del crecimiento económico, del consumo, de la ampliación y el recambio del parque automotor. Aquella que llena los cines y los restaurantes. Que se informa ávida y disparejamente, que tiene cifras siderales de usuarios de computadoras. También enclaves pobres como en las provincias más castigadas de la Argentina.
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Campaña sucia: Una miríada de afiches atribuidos a Proyecto Sur y al Frente del Izquierda denuestan, con argumentos brutales e injuriantes, a los candidatos del Frente para la Victoria. Sus presuntos autores niegan haberlos confeccionado y es fácil creerles. En parte porque el costo de la pegatina excede los presupuestos de esas fuerzas. En parte porque su estética (tanto como su ética) y el diseño revelan un comando único. En parte, para colmo, porque con desparpajo excesivo los promotores terminan pegándolos juntos en una suerte de confesión involuntaria.
El ingenio para las maniobras de baja estofa no se detiene ahí. Cunden encuestas telefónicas que insertan pescado podrido en las preguntas, llenando de acusaciones a Daniel Filmus y a su padre, a quien se atribuye complicidades con Sergio Schoklender. Que se pretenda manipular a los votantes difundiendo datos falaces de los sondeos es una mala praxis conocida. Que varios medios tergiversen la realidad también. Esas trapisondas se renuevan o remixan, en mala hora, con un manejo taimado de recursos imprescindibles. La mirada distraída del público, su credibilidad a lo establecido... con eso buscan medrar quienes quiebran las reglas.
Imaginar al responsable es sencillo. Basta preguntarse, como hacía el inefable detective Hércules Poirot en las novelas de Agatha Christie, a quién favorece el delito. También indagarse quién cuenta con los recursos materiales y tecnológicos para tamaña jugada. El macrismo esconderá la mano y negará. La campaña sucia (que no es novedad ni monopolio de PRO, lo que no lo exculpa ni excusa) degrada la política como actividad. Serrucha el piso compartido que todos los contendientes comparten o deberían compartir.
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Debates en cuestión: Los iniciados han consumido decenas de entrevistas, de paneles, un centimil que da pavor. Imposible, hasta para el cronista, haber leído, escuchado o visto todo, aunque seguramente ha superado a buena distancia a la media de los porteños. En una lectura panorámica le queda la impresión de que, como en ninguna campaña previa, los debates fueron uno de los ejes centrales de las polémicas. O quién sabe, el principal.
Desde un ángulo, digamos extraelectoral, es una prolongación de los cambios culturales acontecidos a partir de la ley de medios audiovisuales. Los medios, su relación con los políticos, sus manejos, sus imposiciones están bajo la lupa. Todo un avance, que amplía la perspicacia ciudadana y fuerza a intocables de ayer a “bajar” al ágora, como cualquier hijo de vecino.
La utilidad electoral de esa táctica, impulsada por el oficialismo, es difícil de ponderar. Como en el fútbol, se la valorará a partir de los resultados. Y como en el fútbol, ese veredicto ulterior dará por probados contrafactuales imposibles de corroborar.
En el terreno de la opinión, este cronista cree que se magnificó la (genuina) importancia de los debates en tevé o radio. Los que efectivamente se realizaron mostraron virtudes y límites de la herramienta. Daniel Filmus, Ricardo López Murphy y Fernando Solanas se cruzaron en el programa Con voz propia, que conduce el periodista Gustavo Sylvestre. Cada cual atendió su juego. El senador kirchnerista se mostró como parte del oficialismo nacional y como alternativa tangible al macrismo. Pino se encarnizó mucho más con él que con Macri, seguramente pensando que debe descontarle votos para soñar con la segunda vuelta. El Bulldog los observaba mientras se enojaban y superponían sus voces. Y se dedicaba prioritariamente a cuestionar al jefe de Gobierno, con un objetivo patente: sus módicas ambiciones apuntan a parte del target de Macri. De cualquier modo, hubo aportes, los candidatos pusieron el cuerpo, polemizaron con fervor. Se los pudo ver y escuchar, se intercambiaron argumentos.
El debate en la Universidad de Buenos Aires acaso sea un buen precedente, pero la cantidad de postulantes forzó una mecánica de twitter verbal. Las intervenciones fueron muy breves, un mecanismo casi inevitable para compatibilizar un formato no expulsivo con una cantidad de temas. El mérito fue habilitar un ámbito institucional y darles una oportunidad de mostrarse a los candidatos menos conocidos.
En ambos ejercicios, Filmus se expuso a discutir con quienes –se supone– tienen menos chances que él. Conducta democrática que Macri gambeteó siempre, aun en el amigable cobijo de la señal TN. Ni a Solanas le concedió la oportunidad de intercambiar, ante el silencio aquiescente de periodistas que renunciaron a exigir lo que se había pactado.
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Historia en dos distritos: La segunda vuelta en Tierra del Fuego dejó picando dos hechos que repercutirán en discursos e imaginarios. El más potente es que la gobernadora Fabiana Ríos fue reelegida pese a haber perdido en la primera vuelta por más de nueve puntos porcentuales.
El segundo es que fallaron las encuestas previas a ese lance final. No es la primera vez, ni en la Argentina ni en el Resto del Mundo, pero acaba de suceder, lo que nutre los argumentos de terceras fuerzas en la Ciudad, en especial la que encabeza Solanas.
La duda o la sospecha son razonables, sobre todo porque se conocen precedentes. De cualquier manera, llama la atención la relativa semejanza de encuestas solicitadas por diferentes comitentes. Todas se inclinan por describir un panorama polarizado entre Macri y Filmus (en ese orden) y la inevitabilidad del ballottage. Los candidatos implicados lo confirman. Según esos presagios, Solanas quedaría muy alejado, aunque sería el único tercero con aptitud para superar los dígitos porcentuales. Los encuestadores, su prestigio, también estarán pendientes del veredicto de las urnas. Claro que son otros los que ponen más en juego, desde los postulantes hasta los mismos porteños que decidirán su destino.
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