› Por José Pablo Feinmann
Los de Cristina Kirchner y los de la derecha mediática son dos proyectos diferenciados y antagónicos que hoy se expresan, no sólo en nuestro país, sino en el drama (cercano al desastre o a la implosión de todo un sistema) que sacude al mundo. La economía liberal consagrada desde el Consenso de Washington ha arrastrado al capitalismo a la peor de sus crisis. Poco bueno se puede esperar de cualquiera de las resoluciones que ese acontecimiento histórico termine por expresar. No es casual que hasta el momento América latina, y muy especialmente nuestro país, se haya encontrado poco afectado por ella. Argentina –sencillamente– no está dentro de la economía neoliberal ni dentro del proyecto político que el capitalismo del tercer milenio sigue –casi de un modo suicida– impulsando. El proyecto neoliberal implica la hegemonía de un capitalismo financiero y especulativo que se realiza al margen de la producción. Según he leído, el eminente Eric Hobsbwaum ha declarado que la solución de los problemas actuales del capitalismo está en Marx. No creo que esté demasiado lejos de la verdad o de un valioso puñado de ellas. Pero son muchos los que saben que El Capital inicia su poderoso despliegue con un análisis de la mercancía, que su capítulo inicial lleva por título Mercancía y dinero y se abre con la siguiente frase: “La riqueza de las sociedades en las que domina el modo de producción capitalista se presenta como un ‘enorme cúmulo de mercancías’, y la mercancía individual como la forma más elemental de esa riqueza. Nuestra investigación, por consiguiente, se inicia con el análisis de la mercancía”. ¿Qué significa esto? Que el capitalismo que Marx analizó en el siglo XIX era un sistema productivo. Todo sistema productivo requiere un mercado de consumo. La antigua burguesía ganaba su dinero produciendo mercancías y, para hacerlo, requería fuerza de trabajo. Esa fuerza de trabajo –que eran los obreros– encontraba una inclusión en el sistema porque era a la vez una fuerza consumidora, junto a todos los otros sectores de la sociedad. Las clases medias ligadas a los estamentos de servicios, por ejemplo. No a los de la producción directa. Como fuere, el antiguo capitalismo generaba trabajo, pues su centro era la fabricación de mercancías. La dialéctica entre la producción y el consumo requería de ambos polos. No había producción sin consumo ni consumo sin producción. Este capitalismo (a partir, sobre todo, de la derrota de la Unión Soviética) fue reemplazado por un capitalismo financiero y especulativo, que, lejos de generar inclusión y puestos de trabajo, genera marginalidad y exclusión. En menos de veinte años está al borde del abismo. Los territorios de experimentación del Consenso de Washington fueron los países de América latina. Acaso Argentina haya sido el conejito de Indias privilegiado en que los diez puntos creados por el economista John Williamson y llevados adelante por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial como entes hegemónicos se aplicaron fervorosamente. Ese fervor se llamó menemismo. El gobierno de Carlos Saúl Menem y sus socios del capitalismo financiero y agrario cumplieron el esquema de los diez puntos del Consenso y devastaron el país, enriqueciéndose ellos en uno de los bandalajes más grandes de nuestra historia. El país –así destrozado– llegó a las crisis de 2001 y 2002. De esas crisis (que son un precedente de la que ahora conmueve a los países del Primer Mundo) salimos por medio de un esquema económico completamente alternativo. Fue el que aplicó el llamado “kirchnerismo”. Una mezcla de Keynes, el primer Perón y el populismo de izquierda latinoamericano. Ante todo, la recuperación de la política por medio de la recuperación del Estado. Desde Martínez de Hoz se dijo en la Argentina que achicar el Estado era agrandar la Nación. No es casual: el poder que hoy se empeña en retornar al capitalismo de la primacía de la economía, del “libre” mercado y de la primacía del capitalismo, no de la producción, sino de la especulación financiera y de la destrucción del Estado, es hijo dilecto de Martínez de Hoz y de los militares del golpe del ’76, de aquí que tanto los defiendan o que tanto los enfurezca que se los juzgue y acusen al Gobierno que lo hace de pertenecer a cierta remota organización armada de los años ’70.
A partir de 2003 la recuperación de la economía argentina es palpable y evidente. Lo saben aun los que odian a este gobierno, pero también saben que la están pasando bien, hasta diría demasiado bien. Autos cero cambiados cada dos años, restaurantes colmados, vacaciones, ropa, casas nuevas, etc. Por otra parte, el panorama de algo llamado “oposición” es tan desteñido que ha terminado casi por evaporarse. Sin embargo, la oposición no es la oposición. La verdadera oposición son los medios. El poder mediático en manos de las más grandes corporaciones que se han beneficiado y se beneficiarán aún más con un retorno a los viejos tiempos no tan viejos: apenas los benditos noventa. ¿Por qué la crisis mundial no ha afectado aún (y acaso lo haga, pero en una medida irrelevante) a la Argentina? Porque Argentina no participa de ese sistema económico. La economía política argentina (con lo que quiero decir: no hay economía sin un proyecto político detrás) se basa en la recuperación del Estado, en un intento de distribución del ingreso (que choca con enormes resistencias: recordar los días negros del conflicto con el “campo” en que todos, pero todos, desde la derecha hasta la izquierda, se unieron contra el Gobierno para defender un 3 por ciento de las ganancias millonarias de los dueños de la tierra), lucha contra los monopolios mediáticos en un intento inédito en este país de, por decirlo así, deconstruirlos y llevarlos a una competencia leal e igualitaria dentro del mercado (y lograr que éste sea realmente “libre”), sensibilidad ante los sectores populares y la lucha contra la pobreza, política abierta y valiente por los derechos humanos, juicio a los criminales de la dictadura, respeto y apoyo a las Madres y a las Abuelas (si ningún represor fue víctima de alguna venganza individual fue por la lucha de esas heroínas que nos distinguen ante el mundo y que jamás pidieron venganza sino justicia) y varias cosas más que llevan a dibujar una clara identidad de populismo de izquierda, la expresión política latinoamericana más avanzada en la lucha contra los poderes imperiales que en este momento puede librarse. Esto siempre será excesivo para la derecha y escaso para la izquierda. No importa. Es bueno y alentador que la izquierda haya superado el 1,5 por ciento, porque eso la alejará de las tentaciones de otras vías que no sean las de la participación dentro de la lucha democrática.
Aunque algunos lo digan, no termino de convencerme acerca de la inteligencia del electorado de Buenos Aires. Que sería así: votar a Macri para contener el poder omnímodo de Cristina Kirchner. Macri ya gobernó cuatro años y no contuvo nada. ¿Por qué habría de hacerlo ahora? No lo hará. No es un político. No tiene un partido ni gente capaz. Hará otra triste experiencia. Y si lo votaron desde el antiperonismo, se equivocan. El cristinismo es una experiencia nueva en el país. Sus raíces están en el peronismo, pero no diría lo mismo de su futuro. No es que lo desee. Sólo creo que será así. Cristina K irá en busca de un gobierno de unidad nacional, moderno, nuevo, sin bloqueos partidarios. Ahora bien, en la “unidad nacional” no entran todos. Porque, si así fuera, esa “unidad nacional” sería la noche en que todos los gatos son pardos. No, los canallas afuera. Esta determinación deberá ser ampliamente consensuada, jamás unilateral, pero existen en el país muchos que no lo quieren ni desean su triunfo, sino el propio, el de sus intereses, el de sus finanzas y para ello acuden a cualquier cosa. Sobre todo, a la mentira y a la injuria. Con todos, sí. Pero con ellos, no. Esa consigna que circula por ahí (“Con Videla o contra Videla, pero todos juntos”) es, para mí, un insulto. Y para muchos argentinos. Por fortuna, para la mayoría. Uno, si no es claramente un hijo de puta, no camina ni tres pasos con un tipo que está con Videla.
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