EL PAíS
› OPINION
Verde que te quiero verde
› Por Eduardo Aliverti
El fallo de los supremos justicialistas fue como se anticipó que sería. Y todos los medios importantes fueron inundados por la mitad de la biblioteca que dice que fue jurídicamente impecable, y por la otra mitad que lo juzga bochornoso. Ya basta con eso, que a más de no tener retorno se vuelve aburrido. Y véase, en cambio, que todo el espacio llenado por el análisis leguleyo es el que faltó para la interpretación política, y más específicamente sociológica. Con las excepciones de siempre, desde ya.
La imagen más poderosa que dejó el dictamen de la Corte menemista estuvo afuera de los tribunales, en ese grupo de ahorristas que festejó como si se tratase de la obtención de un campeonato mundial de fútbol y en ese Nito Artaza que parecía subido a un podio de Fórmula 1, descorchando champagne para salpicar a gente muy enfervorizada que –empecemos por aquí– no parece haber sacado muy bien las cuentas. Porque un depósito pesificado que ajusta por el CER, hoy, significa casi un 30 por ciento más que el tipo de bono en dólares, a varios años vista, al que sí o sí tendrá que recurrir el Estado para alcanzar el monto de moneda de origen fijado por la Corte. En criollo más básico: visto desde el interés individual, los ahorristas sufren una pérdida respecto de otra opción vigente en el mercado; y observado desde el interés colectivo, es toda la sociedad la que deberá hacerse cargo de la compensación a los ahorristas, así como del mantenimiento en pesos de los créditos otorgados en dólares. De todas maneras, estos pequeños detalles que conducen a preguntarse, entre otras cosas, qué diablos estuvo festejando alguna gente por estos días, son sólo un aperitivo de la cuestión central.
El meneo del término “redolarización” como eje poco menos que sustantivo del debate público, en un país donde se cobra y se gasta en pesos y en el que casi 6 de 10 habitantes son pobres o indigentes, es, antes que nada, de una moral obscena. Si estamos como estamos es, precisamente, por la fiesta de un puñado de canallas que durante el sultanato menemista, corporizados en emporios y monopolios de ganancias astronómicas, enseñorearon en la Argentina la fantasía del dólar fácil. Fue por estar “dolarizado” que este país se estrelló contra la crisis más pavorosa de su historia, y ahora resulta que un fallo de quienes fueron columna vertebral del saqueo reintroduce que se debata sobre volver al dólar como parámetro de funcionamiento económico, bajo la forma y los marcos que fueren. Esta inmoralidad es, en tanto símbolo político de enorme potencia, infinitamente más importante que los derechos de deudores y acreedores. No es simpático decirlo. Es nada más y nada menos que de necesidad y urgencia.
En lugar de discutirse a fondo sobre soberanía monetaria para que el país se dé las herramientas y el valor de cambio que más le convengan para disparar a las fuerzas productivas; de cómo incorporar valor agregado a las exportaciones; de cómo levantar una huerta en cuanto pedazo de tierra quede libre; en lugar de cuánto emitir en moneda propia para provocar un shock redistributivo, al mejor estilo de las tan ortodoxas economías del mundo desarrollado, la Argentina produce una discusión sobre el derecho de propiedad de unos cuantos miles de ahorristas con acceso a los recursos judiciales. No importa cuándo, pero seguro, se verá a muchos de ellos en la cola de quienes reclamarán por el recorte a las partidas sociales que habrá de imponer la socialización masiva de los bonos. Se reproducirá, vaya a saberse por qué número de vez, la sensacional capacidad de un conjunto de la clase media para reventarse la cabeza contra la misma piedra. La plata dulce, el 1 a 1, las góndolas atestadas de productos importados, los viajes al exterior, el déme dos, achicar el Estado para agrandar la Nación, las privatizaciones. Esa característica parece que inmortal para comprar cualquier buzón que pongan por delante, reflejada también en estas horas por el escándalo que supone la sola posibilidad deque Menem pueda ser un candidato con chances, acaba de incorporar la redolarización como festejo.
Como en medio de estos apuntes elementales no debe extraviarse que los depositantes fueron efectivamente estafados, que en cualquier país relativamente serio esas cosas no ocurren, o que también se habla de miles de gentes que no se chorearon la Argentina y a los que confiscaron ahorros de toda una vida, es imprescindible detenerse en que había otras salidas. Cómo que no. Se podía haber encarado una pesificación igual de asimétrica pero desde relaciones de clase y poder, descargando en los descomunales ganadores de la fiesta menemistas el peso del estallido. Y, técnicamente, no tiene nada de ridículo que los dólares que ya no están en los bancos para devolver billetes contantes y sonantes sean aportados desde el no pago de la deuda externa. ¿Pero cuál alianza política y qué grado de movilización social se necesitan para llevar adelante medidas de esa naturaleza, que implicarían un cambio tremebundo en la correlación de fuerzas de esta sociedad? O mejor: ¿No son acaso quienes reclaman su derecho de propiedad los que fugan antes que nadie cuando se les recuerda que los grandes males requieren de grandes remedios? ¿Se puede tomar nota de un modelo de mierda recién cuando le atrapan la plata a uno? ¿Se puede meter en la urna la cuota de la licuadora y después acordarse de que esa película ya se pasó cuarenta veces? ¿Se puede putear a los chorros y después votarlos?
Preguntitas, nada más, sólo para animarse a preguntar si esos supremos menemistas no son la imagen que devuelve el espejo.