Sáb 15.03.2003

EL PAíS  › PANORAMA POLÍTICO

Elecciones estratégicas

› Por Luis Bruschtein

En la rebelión del 19 y 20 de diciembre de 2001 se instaló la consigna “que se vayan todos”. Muchos de los asambleístas que la entonaron dicen ahora con cierta ironía que el 2002 fue el año en el que no se fue nadie.
Son las vueltas de la historia y la confirmación de que la realidad tiene más recursos que los deseos de la gente y las previsiones de analistas políticos, cientistas sociales y periodistas. Tras los primeros días de incordio, la gran mayoría de los políticos cuestionados en ese momento se tomó la revancha difundiendo una versión interesada de esos días críticos, como si sólo hubieran sido expresión de una clase media porteña enfurecida porque le habían metido la mano en el bolsillo. Y esta es la visión que existe en la mayoría de las provincias donde los porteños no gozan de mucha simpatía.
Pero que no se haya ido nadie no quiere decir que el sistema político haya salido indemne, ni mucho menos. La caída del presidente Fernando de la Rúa es el primer dato. Y también lo son las inminentes elecciones presidenciales, las más destartaladas y desangeladas que se pueda recordar. Ninguna de las fuerzas políticas mayoritarias en las últimas elecciones, peronismo, radicalismo, frepasismo y cavallismo, podría decir que la clase media porteña tiene la culpa de sus males. Las dos últimas prácticamente no tendrán expresión electoral el 27 de abril; las encuestas le asignan poco más del uno por ciento a Leopoldo Moreau, el candidato radical, y el peronismo llegará dividido en tres partes y ninguna despierta el entusiasmo que debería si se tiene en cuenta que está en juego su destino como partido de masas.
En realidad, la rebelión del 19 y 20 de diciembre no fue sólo expresión de los ahorristas de clase media y tampoco fue ella la que produjo esas consecuencias, sino que la rebelión también fue una consecuencia de la larga agonía del modelo económico que había corroído el sistema político profesionalizado, corrupto, delegativo y doblediscursista que le era funcional.
A poco más de un mes de las elecciones presidenciales, algunos discuten todavía la importancia del evento que se aproxima sin levantar olas, como una especie de cambio rutinario de estación.
Si se las ve desde el reclamo de una transformación profunda en el sistema político y la construcción de formas verdaderamente representativas y democráticas, es evidente que estas elecciones, más que un cambio, constituyen un remiendo patético con lo que quedaba del viejo sistema y en ese sentido tienen razón quienes las consideran una estafa a las expectativas populares.
Pero también es cierto que serán las primeras elecciones presidenciales desde la crisis de diciembre de 2001, cuando terminó de caerse a pedazos la organización económica que rigió al país prácticamente desde la dictadura. Es decir que estará en juego la institucionalización de un nuevo poder político que será el encargado de encausar el reordenamiento económico, social y cultural que se viene dando y que se acentuará cuando culmine el actual gobierno de transición de Eduardo Duhalde.
En ese contexto, pese a la atonía y el poco entusiasmo que despiertan, es probable que éstas sean las elecciones presidenciales más estratégicas y decisivas de las dos o tres décadas futuras del país porque sentarán las bases de ese nuevo ciclo.
Hay quienes equiparan la crisis del modelo con una especie de crisis terminal del capitalismo en la Argentina sin concederle ninguna capacidad de reestructurarse y auguran nuevos levantamientos populares, más fuertes aún que los de 2001, para la segunda mitad de este año. Con ese diagnóstico el factor tiempo no existe y, por lo tanto, tampoco la construcción política que lo necesita como elemento esencial. Sólo bastaría esperar que esto ocurra para darle dirección y programa. Este análisis también consolida la permanencia del sectarismo y el vanguardismo.
Al contrario de esa visión apocalíptica y bastante ingenua, la actividad económica dio indicios de reactivación, de lentos reacomodos y sacudones que, por cierto, no favorecen directamente a los sectores populares, sino a aquellos que estaban en mejores condiciones para hacerlos. Pero son síntomas de que, lejos de una crisis terminal, se está ante el comienzo de un nuevo ciclo a partir de un nuevo modo de acumulación que ya no se basa en la valorización financiera del capital, como antes, sino en la exportación y la sustitución de importaciones. Y es probable que esa nueva etapa se prolongue por bastante tiempo como suele suceder.
Con toda seguridad habrá muchas movilizaciones a lo largo del año, pero no será por el fin del capitalismo, sino porque el cambio en el modo de acumulación y organización económica pone en discusión absolutamente todos los contratos, desde la deuda externa hasta los relacionados con el ámbito laboral, pasando por las empresas privatizadas, los convenios financieros y el gasto doméstico. No se trata de una discusión por decreto ni motivada por un basamento ideológico, sino por una necesidad concreta al cambiar los parámetros sobre los que se asentaba la estructura anterior. En todo caso las ideologías se pondrán en juego, al igual que los intereses, en los tironeos y pujas que orientarán ese debate.
Las elecciones del 27 de abril son entonces como la banderita a cuadros de una carrera de fondo y abren un proceso de pujas y debates más ricos que los de los últimos 30 años. Pero que se inicie una competencia no quiere decir que se la gane. Sobre todo si no se tiene la preparación, la fuerza y la inteligencia necesarios. Y en estos temas, los sectores populares llegan en un estado de horfandad, con profundas crisis en los partidos que los han expresado históricamente y con gran debilidad y dispersión de los que aspiran a representarlos.
La mayoría de los candidatos han captado el proceso de cambio que se abre y desde Elisa Carrió y Alfredo Bravo, hasta Adolfo Rodríguez Saá y Néstor Kirchner incluyen en sus propuestas medidas que en las presidenciales anteriores hubieran sido consideradas subversivas –habrá que ver quién lo hace por convicción y quién por demagogia–. Hasta el mismo Ricardo López Murphy, que aparece como el estereotipo de ministro de economía de las tres décadas pasadas, un técnico formado en la mentalidad del sector financiero, criticó algunas de las imposiciones del Fondo Monetario y dijo que el país ya estaba “sobreajustado”.
Carlos Menem, condicionado por su propia historia, aparece como el más desorientado, sin discurso económico después que desde Washington le pusieran luz roja a su propuesta de “dolarización” con la que intentaba profundizar la letal “convertibilidad” de su gobierno y de la Alianza. Su único programa es el pasado, su gestión de gobierno, –al que la mayoría de los argentinos considera el origen de sus desvelos–, matizado con un fuerte acento en la represión y la participación de las Fuerzas Armadas en ella. Las implicancias de su figura y su discurso lograron polarizar al electorado y seguramente en cada voto que obtengan sus competidores habrá un porcentaje grande de intención antimenemista. De hecho en las encuestas, inclusive en las que maneja el menemismo, lo único que logra mayoría absoluta es el rechazo al ex presidente. Para esa mayoría y para quienes lo apoyan, esta elección es a favor o en contra de Menem y, en general, el resultado definitivo estará muy teñido por esa antinomia y de allí surgirá la lectura más clara.
Estas elecciones tan accidentadas, tan pobres y poco entusiastas provocarán otra consecuencia importante a partir de sus resultados, que serán los nuevos reagrupamientos. La forma en que se realizó la convocatoria, separada de las legislativas y de gobernadores, así como los tiempos que se tomaron para hacerla, determinaron que se llegara a ellas con los mismos vicios de arrastre de la etapa anterior, donde las caras nuevas aparecen confundidas con las nuevas igual que los medios que utilizan los candidatos y sus discursos.
Esa confusión se expresa en las encuestas, donde los cuatro candidatos principales –Carrió, Kirchner, Menem y Rodríguez Saá– están muy parejos en sus mediciones. El proceso previo a estas elecciones se caracterizó por las divisiones en el peronismo, el radicalismo, el centroizquierda y la izquierda. Hay varios candidatos de cada uno. Al mismo tiempo proliferaron miles de aspirantes a candidatos a gobernador, intendentes y legisladores que ya han comenzado sus campañas aunque incluso muchos aún no tengan claramente un partido.
Todo hace pensar que cuando se conozcan los resultados del 27 de abril, el proceso será inverso. Si gana un peronista el PJ se alineará con el ganador y los perdedores serán purgados y, en general, las demás fuerzas buscarán confluir con otras afines haciendo valer en las negociaciones el resultado que hayan obtenido. Las elecciones posteriores a las presidenciales serán las que vayan dibujando el nuevo mapa político del país.

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