EL PAíS › OPINION
› Por Edgardo Mocca
No es fácil encontrar antecedentes históricos de una situación política como la que vive hoy el país. Poco más de un mes antes de la elección presidencial vivimos un clima postelectoral.
Contrariando uno de los objetivos explícitos de la legislación que las concibiera, las primarias abiertas no fueron utilizadas para dirimir candidaturas presidenciales. Tampoco fueron el mapa orientador que hubiera permitido a los electores opositores concentrar su voto en la candidatura que se mostrara en condiciones de desafiar con mejores chances al oficialismo. La función efectiva de las primarias fue la generación de un nivel de certidumbre político-electoral que dejó prácticamente congelada la escena política durante cinco de las nueve semanas que las separaban de la elección presidencial. No hay indicios que permitan prever que en las cuatro semanas restantes se vayan a producir cambios importantes en este cuadro.
El Gobierno difunde sus logros y presenta proyectos y objetivos de largo aliento. Ha logrado una notable amalgama simbólica entre la sensación mayoritaria de bienestar y estabilidad en el terreno socioeconómico, la fortaleza de los pilares ideológicos sobre los que se sostiene el rumbo político actual y el contrastante telón de fondo de la crisis económica mundial, interpretada como crisis del mismo paradigma que llevara a la catástrofe argentina de hace diez años. Es curioso para la sociedad argentina asistir a una aguda crítica del capitalismo realmente existente, que no se enuncia desde sitios de resistencia ideológica marginados del poder, sino desde el Gobierno. Más curioso aún es que la crítica se sustente en realizaciones propias y que congregue claras mayorías electorales.
La oposición pendula entre la rabia y la impotencia. Duhalde, su esposa y Amadeo ocuparon las primeras dos semanas posteriores a las primarias en el intento por instalar la sensación del fraude electoral. No se dejaron ganar por ninguna sensación de duda ni se asomaron a una mirada crítica de lo ocurrido: simplemente optaron por perseverar en la perdedora estrategia de la pirotecnia mediática del “todo o nada”. Fue nada. Como era de esperar, no hubo mucha gente dispuesta a creer que se definió con fraude una elección en la que hubo 38 puntos porcentuales entre el primero y el segundo. Durante unas horas el episodio del “fraude” devino “escándalo” por el supuesto ataque a la prensa del ministro del Interior en la presentación de los números del escrutinio definitivo, más favorables a Cristina Kirchner que el provisorio. A esa altura hasta el candidato a vicepresidente de Duhalde sostenía que las denuncias habían rozado lo ridículo. No fue mucho más glorioso el resultado del intento de cambiar la legislación electoral –la milagrosa “boleta única”– en la proximidad de una elección presidencial.
Después se desarrolló la saga del asesinato de una niña de once años, reconvertido en un caso de inseguridad. Las principales figuras de la oposición desfilaron entonces en la poco edificante tarea de aprovechar políticamente la angustia y el dolor colectivo por un horrible crimen. Por último –hasta ahora– asistimos a una puesta en escena muy original: la citación al Congreso de una persona penalmente imputada con el fin de esclarecer los mismos hechos por los que ha sido acusado. La escena de una veintena de legisladores autoconvertidos en investigadores de delitos que la Justicia está investigando, con el obvio e inocultable objetivo de incriminar al Gobierno unas pocas semanas antes de la elección, pertenece a una versión degradada del realismo mágico.
Está claro que lo único que habilita el tipo de acciones políticas al que asistimos es el peso de la inercia. Como el esperado veredicto electoral que cerrará un largo capítulo de la política argentina todavía no se ha producido, los actores siguen jugando el mismo juego de antes de ese último aviso que fueron las primarias. El radicalismo y el duhaldismo viven dos mundos paralelos: en la superficie agitan furiosos ataques al Gobierno; en su interior viven un proceso de querellas y desgranamientos internos que prefiguran un horizonte muy complicado después del 23 de octubre. A los socialistas y sus aliados les alcanza con negar su aporte a la alianza entre el Grupo A y los multimedios para expresar una diferencia. “No nos gusta hacer oposición por hacer oposición”: con esta frase breve y sencilla de Hermes Binner se funda un comportamiento político alternativo. Esa posición está lejos de indicar una propuesta de gobierno con la que desafiar electoralmente al oficialismo, pero Binner sabe –igual que todos, Alfonsín y Duhalde incluidos– que no es esa la cuestión que está en el orden del día. Sabe que el juego que está jugando es el que tiene por objetivo encabezar el largo y debilitado pelotón de candidatos opositores. Y, en consecuencia, hasta se atreve a desafiar la mirada de los oligopolios mediáticos. Su voz de orden es la moderación, su horizonte, el de la supervivencia política.
De todos modos, la circunstancial distribución del voto opositor en las próximas elecciones no será el único ni el principal elemento que permita adelantar el comportamiento del sistema político en los próximos años. Para pensar el futuro inmediato hay dos datos centrales: la posición claramente central de la actual Presidente y el hecho de que con el actual texto constitucional no podrá aspirar a un nuevo período de gobierno a partir de 2015. Si las tendencias que se insinúan terminan concretándose en la elección de octubre, hay que contar, por un lado, con una grave crisis en el interior del radicalismo y, por otro, con el cierre del capítulo del “peronismo disidente” iniciado en el otoño de 2008, los tiempos de la protesta del empresariado agrario, con la migración de un grupo de legisladores oficialistas hacia la oposición.
La primera de las consecuencias obtura el regreso del bipartidismo que muchos presentaban como inexorable; no hay el menor indicio de que el radicalismo pueda, después de octubre, convertirse en un centro articulador de la oposición. No podrá serlo en la doble condición de la derechización y la derrota. La derecha tendría en Macri –oportunamente a cubierto del naufragio antikirchnerista– una referencia más confiable y exitosa, aunque de problemático desarrollo. Al radicalismo, en el caso de que conserve su unidad orgánica, le queda la alternativa de sumarse al centroderecha sin aspirar a conducirla o volver al frente de “centroizquierda”, aunque en relaciones de fuerza con los socialistas muy empeoradas respecto de las que existían hace unos meses.
El fracaso duhaldista, por su parte, replantea las estrategias políticas posibles en el interior del peronismo. No hay ningún motivo para que alguno de los gobernadores que aspiran a la sucesión presidencial dé un paso fuera de la actual estructura del Partido Justicialista. El “peronismo realmente existente”, según muestran los números electorales, es el que hoy se encolumna desde muy diferentes grados de compromiso ideológico con la Presidenta. Cristina Kirchner tiene la iniciativa incontestable en la política nacional, y el propósito de desafiarla desde una disidencia electoralmente escuálida luce muy lejano del “ethos” del peronismo. No es Duhalde el principal perjudicado por esa evidencia, porque todo indica que su destino no será la centralidad política. Es el proyecto de una derecha con base popular encabezada por Macri el más afectado: no será fácil la concreción del “macriperonismo” en un momento en que la tendencia más probable es el cierre de filas en el interior del justicialismo, como lo insinúan, entre otros hechos, el regreso de Solá al partido y la virtual ruptura de Das Neves con Duhalde (otro vice que produce una ruptura, en este caso antes de la elección).
Los dos polos –claro que visiblemente asimétricos por el momento– entre los que tiende a moverse la política nacional son el Frente para la Victoria y la derecha macrista. La preeminencia política de Cristina Kirchner y su actual imposibilidad jurídica de aspirar a otro período vuelcan del lado de la disputa interna en la actual constelación oficialista la cuestión principal del futuro del sistema político argentino. Curiosamente, Macri puede llegar a ser un aliado de la continuidad del kirchnerismo en la medida en que el ascenso de sectores más tradicionales y menos disruptivos del peronismo podría opacar sus aspiraciones.
Pero estas especulaciones, permitidas por el actual congelamiento de la escena política, tienen muchas carencias. La principal es que no puede adivinar los acontecimientos futuros, incluido el resultado de la elección del 23 de octubre.
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