› Por Juan Sasturain
Ayer nos reunimos al mediodía, después de votar. Convergimos, en el patio de casa y ante las fuentes de empanadas, una docena larga de parientes –tres generaciones de electores– dispuestos a masticar solidariamente, con el tácito acuerdo de no incurrir en transgresiones a la veda política, por el bien de la digestión común. Cumplimos, argentinos sanos y respetuosos, con el gesto de celebrar la salud de la democracia adolescente sin esperar ni comentar los resultados. Precisamente, nos separamos justito para que cada uno fuera a su casa a elegir canal y comentarios más o menos desbocados a boca de urna o a boca de ganso.
A esa hora, antes de venir a sentarme ante la compu, me tocó o elegí quedarme lavando platos y vasos, picando dulces últimos, reagrupando empanadas sobrevivientes de por lo menos cinco tipos. Y fue ahí que, en varios casos, debí recurrir –para identificar los diferentes rellenos contenidos según los distintos tipos de repulgue– al código, una curiosa tabla adjunta a la grasienta caja portadora en la que se encolumnaban, en seis hileras de tres perfiles cada una, las 18 (dieciocho, sic) potenciales variedades de gustos de empanadas de la casa.
Ahí, además de las inequívocas de carne, estaban todas, cada una con el contorno dibujado con una precisión difícil de reconocer en las empanadas reales que tenía en mano para confrontar. Ahí estaban, desde el perfil minimalista de la de espinaca, hasta el barroco de la de palmitos; del clásico repulgue superior –tipo cierre de bolso– de la de pollo a la circunferencia plena del plato volador de acelga; del complejo cierre de extremos que se muerden la cola en la de roquefort, a los dobleces largos y encimados de la de cebolla y queso. Para no hablar de las sutilezas irreconocibles que diferenciaban especialidades tales como cordero patagónico y carne picante o –ya sin repulgue orientador alguno– atún, berenjena y espinaca.
Y sin embargo ahí estaban: una oferta rica, compleja y a veces confusa, en gran medida enigmática. Es decir: ante las empanadas, uno sabe lo que quiere pero no es fácil decodificar, encontrar / reconocer en lo que se le ofrece aquello que querría o necesita. E incluso en el momento de elegir, el continente no suele favorecer la detección del contenido.
En el momento de sentarme a escribir, a las ocho de la noche y con la Plaza en creciente festejo, sentí que no había estado hablando de –o pensando sólo en– empanadas. Una vez más, en el filo del mediodía porteño y ya con hambre, había ido a votar a un aula de jardín de infantes con patitos, elefantes, abecedarios de colores y –en un costado– un poco ortodoxo cuarto oscuro que no era sino un biombo verde con bolsillos de plástico transparentes. Allí pendían, se alineaban, las pilitas de las diferentes boletas/listas de candidatos, con números, rótulos, nombres propios, fotos y colores diferenciados. Un montón de señales que, sumadas, debían hacer inequívoco el contenido del voto, el sentido de la elección. Y sin embargo...
De algún modo, como más tarde ante el código esquemático y el perfil dibujado de las variedades de empanadas posibles, aunque sabía y sé qué quería votar/comer, percibí, en la mitad de la oferta al menos, la dificultad de encontrar rápida adecuación entre continente y contenido: los nombres/marcas generalmente no dicen nada, no revelan sino enmascaran. Ciertos rótulos, listas y boletas han conseguido –adrede o no– desdibujar de tal modo su contenido real (ingredientes caprichosos, imprevistos, coherentes sólo en la alquimia del/los interesado/s cocinero/s) que el que las vota/come corre el riesgo cierto de morder algo que no esperaba, que si siquiera sabía que estaba ahí metido.
Por eso, me gustan las criollas de carne que hemos votado, comprado, comido mayoritariamente ayer. Pocas veces como ésta, una elección popular se ha decantado en forma tan contundente y –además– fundamentada. Ayer los argentinos no hemos elegido una marca, una campaña o un estuche publicitado y fashion con chapa de importación y bendición externa como otras veces, sino un proyecto genuino de país cada vez más justo y soberano, un modelo saludable e inclusivo en construcción, sustentado por lo ya hecho y con la garantía a futuro inmediato de una conducción firme, lúcida y con una envidiable claridad de medios y objetivos.
Uno siente, cree que sabe y quiere, que lo que venga no ha de ser lo que nos pase –como sugieren/desean los agoreros, los minoritarios profetas del odio– sino lo que haremos, lo que vayamos a buscar. Y cuantos más seamos, mejor.
Pienso seguir comiendo empanadas –sobras gloriosas de ayer, futuras convocatorias de celebración– por mucho tiempo, y cada vez más y mejor acompañado.
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