Mié 26.10.2011

EL PAíS  › OPINIóN

Apuntes sobre el poderómetro

› Por Mario Wainfeld

La reelección de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner y los records de aprobación que conlleva le valen, sin duda, un nivel envidiable de legitimidad. El pueblo soberano le confirió poder, por un lapso determinado y supeditado a las normas constitucionales. El dato es traducido de modo curioso, agitado por lo que podríamos llamar pensadores enfurecidos opositores (PEO). Según muchísimas interpretaciones volcadas en estos días, la Presidenta tiene el poder más amplio de toda la historia argentina. Los vocablos para definirlo o describirlo se repiten o varían muy poco: poder imperial, incontrolado o incontrolable, hegemonía, partido dominante. Los riesgos de las tentaciones populistas o dictatoriales, tout court, se remarcan. La espada de Damocles bolivariana se puntualiza, por aquí y allá. Las palabras, casi siempre, se usan de modo vago. Antonio Gramsci se revolvería en su tumba si leyera o escuchara a qué se reduce, de ordinario, su sutil y complejo concepto de “hegemonía”. A los emisores no les importa. Como en una riña callejera, lo que expresan no sirve tanto para describir al fenómeno cuanto para trasuntar su rabia y el ánimo de denostarlo.

Para enrevesar más el asunto, la mayoría de los PEO, amén de tarifar la cuota de poder de CFK, pronostican su caída irrevocable. El vaticinio remite a dos causas: la lucha por la sucesión y un fracaso del modelo en años venideros, sea por su propio agotamiento, sea por las derivaciones de la crisis financiera internacional.

A primera vista, hay una contradicción entre la enunciación de un poder omnímodo y el anuncio de su fecha de vencimiento, bastante cercana. Si se agudiza la mirada, la contradicción se corrobora.

Sin embargo, la mención de las vicisitudes de la política doméstica y de la economía nacional e internacional es (despojada de su magro contexto intelectual) siempre pertinente. Y empieza a desnudar las carencias del discurso de los PEO.

Una mirada retrospectiva resiente su credibilidad. Los PEO denunciaron el poder absoluto de los dos recientes presidentes durante mucho tiempo. Y desde hace tres años, dieron por vencido el término de vigencia del kirchnerismo. Eduardo Duhalde, un gran exegeta político, lo dijo con todas las letras apenas ayer. Sesudos editoriales o intervenciones académicas se hicieron un picnic al respecto en 2008 o 2009.

La cuestión, si uno se saca las anteojeras y toma una buena taza de té de tilo, es más que interesante y amerita una mirada fugaz, menos prejuiciosa y pretensiosa. Vamos a por ella.

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Puertas adentro: Comencemos por decepcionar al lector riguroso, admirador de la tecnología: el poderómetro (tan blandido en estos días vibrantes) no existe. El poder no es mensurable en unidades tales como las toneladas, los millones de dólares, los megavatios, los metros cúbicos, las yardas o tantos etcéteras. Tampoco es un recurso estático que se puede conservar en una caja fuerte, un freezer o un recipiente hermético. La relación de mando y obediencia entre personas es dialéctica, sujeta a numerosas variables, siempre en movimiento. Hay magnitudes, siempre relativas, siempre en riesgo o en potencial de acrecentarse.

El poder político de un mandatario democrático, convengamos y agradezcamos, tiene correlación con la legitimidad. La electoral es la más sólida y, ella sí, cuantificable. Por eso, entre otras razones, algunos sistemas políticos instituyen la regla del ballottage para elegir autoridades. El objetivo es que éstas, en un momento, congreguen a más de la mitad (o una cifra cercana) del electorado. No dejar nunca a un mandatario con apoyos escasos, como pudo pasarle a Néstor Kirchner o al presidente peruano Ollanta Humala, entre tantos ejemplos. Vencer en primera vuelta con más del 50 por ciento es, por la contraria, un suplemento vitamínico de poder. Hasta ahí llega nuestro consenso con los PEO.

Cristina Kirchner dispone de legitimidad de origen y de ejercicio. Se la plebiscitó para el futuro y al unísono se convalidó lo que su partido hizo en el pasado reciente.

La victoria da derechos y otorga competencias institucionales. La integración del Congreso nacional a partir del 10 de diciembre (dispuesta por la ciudadanía en 2007, 2009 y 2011) la habilita para avanzar con proyectos propios. Es casi cantado que conseguirá la aprobación del Presupuesto 2012 (a diferencia del de este año) y de las prórrogas de la Emergencia Económica y el apodado impuesto al cheque (que le habrían sacado canas verdes con la Legislatura dominada por el Grupo A).

Sin embargo, solo un iluso (los hay, proliferan) pensaría que accederá a esa aprobación sin tratativas, negociaciones o concesiones con los diputados, senadores y gobernadores de provincias. Los aliados, anche los propios kirchneristas, pondrán sobre la mesa algunas de sus demandas: un puente acá, una exención impositiva local allá, un subsidio largo que baja y se pierde. Cierto es que el Gobierno tiene fuerza para la pulseada en la que primará en lo general. Pero los interlocutores cuentan con los votos y sacarán su tajada. El cronista sabe: “garpa” más hablar de “escribanía” que describir el Congreso de un país federal, con gobernadores usualmente legitimados también con containers de votos. Pero, ay, las bancas se hacen sentir. Vaya un ejemplo, casi ignorado. Un aliado de fierro, el Frente Cívico santiagueño, del gobernador Gerardo Zamora, tiene siete diputados, una cantidad estimable. Con todo derecho y en buena lógica democrática pedirá contrapartida por sus apoyos. Zamora deberá revalidarse en 2013, sería un pavote si no tratara de mejorar relativamente la situación de su provincia. No lo es, no lo hará.

La democracia es siempre poliarquía, sin desconocer la preeminencia de un gobierno central fortalecido y dotado de enorme voluntad política.

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Si te hace falta un Consejo: Vamos a otro ejemplo, que es una hipótesis de trabajo verosímil. Desde su eminencia, la Presidenta podría tratar de activar alguna instancia o nueva institución de articulación social. Un pacto social, un consejo económico social, un acuerdo patriótico en el que se tratara de encauzar el conflicto, la puja distributiva, la inflación. Si chiflara hoy, todas las corporaciones irían al pie, sin vacilar. De ahí a articular reglas que consigan el acatamiento de todos los actores sociales hay un mundo: el de las representaciones sociales. La CGT puede aprobar, los delegados de base no. Alguna de las CTA puede ponerse de punta. Por no hablar del espectro corporativo empresarial.

Más aún: en una sociedad vibrante en la que la acción directa se ejerce cotidianamente y con buenos resultados, ni siquiera la armonía del sistema político o de las principales corporaciones garantiza un acatamiento pacífico.

Los buscadores de antecedentes y comparaciones con otros momentos históricos suelen omitir uno que tiene parangones y es cercano. El cronista lo conoce gracias a referencias que le pasó un erudito amigo, el politólogo sueco. Es el de la presidenta de un país de América del Sur que obtuvo el segundo mandato para su fuerza en primera vuelta, con gran aprobación colectiva y a brutal distancia de la segunda. No era su tercera vez, ventaja que le lleva hoy día CFK. Pero sí estaba menos apremiada por la restricción a reelegirse porque podía alternarse en el cargo con su compañero de vida y de militancia. A los tres meses de llegar a la Casa de Gobierno, era enfrentada por corporaciones cuyo poder de lobby se conocía, pero de las que no se creía que tendrían capacidad de movilización. Sorpresas te da cada etapa histórica: en ese año se produjo el record de cortes de ruta en la historia de esa nación, cuadruplicando a los de cualquier otro. ¿Le suena el ejemplo, lector? Usted ha de ser muy leído.

Todas las sociedades contemporáneas plebiscitan cotidianamente a sus gobernantes. En la nuestra, esa regla se adereza con actores muy celosos de sus derechos, muy activos, bastante jacobinos. Minorías intensas, los llaman los eruditos. Hay quien los bautiza “contrapoderes”, no se sabe por qué.

Es una sandez (o un acto de mala fe) hablar de poder y excluir a los fácticos. Los hay estables, hasta institucionales, como las centrales obreras o patronales. Suele ocurrir que emerjan otros abruptamente en una coyuntura. Sobran ejemplos recientes en nuestra empiria: los movimientos de desocupados, Juan Carlos Blumberg, los vecinalistas entrerrianos, los estudiantes, los familiares de las víctimas de Cromañón. Hacen bulla, conmueven, generan agenda, fuerzan respuestas, con buenas o flojas razones. Acumulan poder, si se perdona la expresión.

Una omisión de la Vulgata PEO es considerar que los poderes fácticos (y, eventualmente, dirigentes políticos) a veces juegan con cartas marcadas o boxean ignorando las reglas deportivas del Marqués de Queensbury. En ese país aludido por el politólogo sueco, la tentación destituyente acompasó la movida de los lobbies agrarios. En ese entonces, los PEO de esa comarca dictaminaron: esa presidenta había perdido el poder, en tiempo record, de una vez y para siempre. No fue exacta la profecía, pero ésa no es nuestra historia. Transcurrió en otro lugar, como ya dijimos.

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Uno y el Universo: El discurso PEO es reduccionista, el lenguaje lo delata. Llama “poder”, a secas, al poder político gubernamental local, cual si fuera el único. Es una falsedad fronteras adentro, imaginen si se otea el resto del mundo, que también existe. En un sistema globalizado, el Estado nacional de un país emergente de (no seamos fatuos ni caigamos en falsa modestia) mediano porte es solo un jugador. Muchísimas de sus contingencias son determinadas desde afuera. Sabemos que interdependemos (en proporciones distintas, imperfectas, mejorables o empeorables) del crecimiento de China. La contigüidad y complementariedad con Brasil hace que si llueve para un vecino, el otro se moja. Son los ejemplos más flagrantes, el mapa incluye otros.

La mayor amenaza que pende sobre el futuro económico argentino es (tan paradójica como inexorablemente) una crisis financiera internacional desatada en el centro del mundo por inconmensurables demasías de sus poderes fácticos y torpezas de sus gobiernos. Estos, aunque parezca mentira, no son kirchneristas. Más todavía, sus recetas son contradictorias con el pensamiento y la acción del oficialismo criollo. Este, de cualquier forma, soporta el karma de tener que guarecerse contra el tsunami que procrearon otros. Y será juzgado por cómo lo haga, por cómo maneja una coyuntura infausta creada fuera de su dominio.

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Una modesta proposición: Relativicemos, propone con rubor el cronista, la dimensión del poder y complejicemos cómo está repartido.

Nada de lo antedicho pretende negar que la Presidenta cuenta con una dosis, comparativamente elevada, de poder para un gobierno argentino en el siglo XXI. El kirchnerismo, he ahí una de sus características y virtudes cardinales, sabe cómo construirlo, conservarlo y acrecentarlo, Sabe, ciencia aún más esquiva, recuperarlo. Despuntó su saga con muy pocos megavatios o toneladas. El manual entonces en boga estipulaba un modo de sobrevivir, arrugando: Kirchner eligió otro paradigma. Cristina Fernández arrancó más arriba. Tropezó a dos años del cambio de gobierno, bajó de 45 por ciento de los votos a un cachito más de treinta. El domingo logró el 54 por ciento, nada debe agradecerles a esos genios embotellados de Las Mil y Una Noches.

¿Bastará ese poder para enfrentar los enormes desafíos de una nueva etapa, connotada por cuellos de botella del modelo, oxidación de varias de sus herramientas, disputas políticas, fatiga por tanto tiempo de gestión, contexto internacional preocupante? El cronista se sonroja: su capacidad de vaticinar es muy inferior a la de los PEO, anche a la de oficialistas que rebosan optimismo. Su aporte de cierre es sugerir que el porvenir no está trazado. Que depende (amén de factores exógenos e ingobernables) de la voluntad, de la muñeca. Y, como enseñó el viejito Maquiavelo, de algo de fortuna de los gobernantes.

También del activismo popular, que recién entra en esta nota ya bastante larga pero que sabe ser, muy a menudo, protagonista de la historia.

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