Jue 01.12.2011

EL PAíS  › EMILCE MOLER, SOBREVIVIENTE DE LA NOCHE DE LOS LáPICES, DECLARó EN LA PLATA SOBRE SU SECUESTRO

“Allí dejamos de ser seres humanos”

Era estudiante secundaria y militaba en la UES. La secuestraron el 17 de septiembre de 1976. Cuando la llevaban del Pozo de Arana a la Brigada de Quilmes escuchó cómo bajaban del camión a sus compañeros que siguen desaparecidos.

› Por Ailín Bullentini

Emilce Moler cerró los ojos y enderezó la espalda como si se hubiera vuelto a sentar en el banco de cemento del que se aferraba cada vez que la venían a buscar para torturarla. “Para recordar cómo era el lugar necesito ponerme como estaba entonces, vendada, acurrucada en un rincón”, explicó ante los jueces del Tribunal Oral Federal 1 de La Plata y de espaldas a los 26 militares y policías imputados. Sin abrir los ojos, estiró los brazos hacia los costados y no tuvo que esforzarse mucho para delimitar con ellos el ancho de la celda en la que permaneció encerrada junto a diez mujeres, en su mayoría adolescentes, como ella. Con el brazo derecho señaló que en esa dirección se encontraban “la sala de torturas. O las salas. Puede ser que hayan sido dos en lugar de una –detalló–. Sin dudas estaba a la derecha. Siempre que me iban a torturar me sacaban para ese lado”.

Fue el único testimonio que se escuchó ayer en el juicio por más de 280 crímenes de lesa humanidad cometidos en seis de los más de treinta centros clandestinos de detención que integraron el Circuito Camps. El relato fue ordenado y, aunque Moler no pudo reconocer a ninguno de sus torturadores, sobraron breves y contundentes escenas que la mujer, una chica de 17 años cuando fue secuestrada, aseguró no poder olvidar. Los gritos desgarradores de su amigo Horacio Ungaro. Las canciones que sonaban en la radio encendida en el Pozo de Arana para que no se escucharan los gritos. La voz del “Coronel”. La camisa cuadrillé marrón de una de las tantas personas sobre las que la hacían sentarse en “los descansos entre tortura y tortura, que no podía distinguir si estaban vivas o muertas”. Los zapatos que dejó Eliana de Badell, una detenida chilena con quien compartió celda en la Brigada de Investigaciones de Quilmes, cuando los guardias se la llevaron para siempre. La lectura de los cargos que los represores le inventaron para mantenerla presa durante más de un año en la cárcel de Villa Devoto, con tan sólo 17 años.

La noche

La mujer madura que es hoy volvió a convertirse una vez más en la estudiante de 5º año de la Escuela de Bellas Artes platense y militante de la Unión de Estudiantes Secundarios que, el 17 de septiembre de 1976, fue arrancada de su cama por una patota de encapuchados armados que se presentaron como el Ejército Argentino en la casa familiar. Volvió a subirse a uno de los tres autos que el Ejército usó para ese operativo; a escuchar los gritos de la familia Pérsico y a suspirar por la ausencia de su amiga Alejandra, que ya había huido de esa casa. Volvió a indignarse al ver que la patota secuestraba a otra compañera suya de escuela, Patricia Miranda, quien “no tenía nada que ver con la militancia”. Y volvió a ingresar al “infierno”.

“Cuando llegamos a Arana yo digo que llegamos al infierno”, definió ayer a ese centro clandestino. Hacinamiento en las celdas, falta de agua y de comida, suciedad. “La reducción a cosa. Entramos ahí y dejamos de ser seres humanos, nos arrebataron el nombre, la identidad, nos cosificaron”, recordó. Y a eso se suma, claro, la tortura. Fueron cuatro días de manoseos, golpes, patadas y picana casi sin descanso. Moler remarcó que lo “más terrible” era la picana eléctrica con la que lastimaban su vagina y las quemaduras de cigarrillos. Atada en una cama, desnuda, le decían que abriera y cerrara la mano cuando quería hablar: “A veces yo abría la mano solo para frenar la tortura, no les decía nada. Paraban, pero después me daban más fuerte”, recordó. Los ataques recrudecieron cuando los guardias se enteraron de que era hija de un policía (el comisario inspector retirado Oscar Moler).

En Arana, la estructura de poder era compartida por el Ejército y la policía. Un día, la promesa durante tortura de “si no hablás va a venir el Coronel y va a ser peor” se cumplió. Moler lo describió como alguien de rango alto porque “los movimientos en Arana cambiaron cuando llegó”, aunque no pudo aportar más datos que lo “grave” que sonaba su voz durante una sesión de tortura: “Me habló de una manera paternal. Me pidió que colaborara. Pero como no respondí, me pegó una trompada y mandó a que me asen a la parrilla”. El dolor de su cuerpo. El dolor y los gritos “profundamente desgarradores” que daba Horacio Ungaro, a quien conocía desde antes: “Eramos amigos de La Plata. Militamos juntos. Nos torturaron casi juntos” en Arana. Allí, Emilce también se reencontró con otros compañeros y compañeras de militancia: Claudia Falcone, María Clara Ciochini, Gustavo Calotti, Ana de Giampa. Sabría luego de la estadía de un amigo más: Francisco López Muntaner. Son las víctimas del operativo conocido como La Noche de los Lápices.

Quilmes

El 23 de septiembre de 1976 la subieron a un camión “atestado de gente”, último destino conocido de Falcone, Ciochini, Ungaro y López Muntaner. “A mitad de camino los nombraron y los hicieron bajar. Después supe que estaban desaparecidos”, reveló. El camión dejó a quienes siguieron viaje hasta la Brigada de Investigaciones de Quilmes, en donde los recibieron con quejas: “Hasta cuándo van a traer al jardín de infantes acá”, decían los guardias. La mujer continuó cerca de Miranda, de Giunta, Calotti –los tres adolescentes– y Fuentes, se cruzó con la hermana de Horacio, Nora Ungaro, conoció a Nilda Eloy –ambas sobrevivientes– y a otras personas que están desaparecidas.

Allí le quitaron la venda y las esposas, “que siempre fueron un problema” porque se le salían debido a sus pequeñas muñecas “y eso enojaba a los represores”. Durante su paso por Quilmes pudo ver a su padre durante cinco minutos. “Me alertaron de que no le dijera nada de lo que me habían hecho, pero no hacía falta. Las marcas que tenía en el cuerpo eran demasiado visibles”, detalló Moler frente al micrófono. Entonces, su padre le dijo que su vida dependía “de (el ex comisario Luis) Vides y (el ex comisario Miguel) Etchecolatz” y que la situación era “complicada”. Es que Moler padre había sido jefe de Etchecolatz en sus tiempos de policía y “lo había sumariado por un ilícito”.

El blanqueo

Quilmes se convirtió en la comisaría de Valentín Alsina “el 21 o el 23 de diciembre”, fechó Moler. Allí quedó a disposición del PEN hasta que el 27 de enero del año siguiente la trasladaron a la cárcel de Villa Devoto, en donde estuvo presa hasta el 20 de abril de 1978. “A mi papá le dijeron que yo era irrecuperable para la sociedad”, comentó. No la dejaron recomenzar en La Plata, un lugar que le costó años volver a pisar. Pero lo hizo, como medio de lucha, la misma razón que la anima a volver a su época de cautiverio cada vez que la Justicia se lo pide. “No estamos hablando del pasado, sino del presente –mencionó, y afiló sus palabras hasta asegurarse de que se clavarían justo en los oídos de los imputados que ayer la escucharon–. Porque estos señores que están acá, que seguramente son muy mayores y no les quedan muchos años de vida, están aplicando la herramienta de tortura más fuerte con la que cuentan ahora: el silencio. Cada día que no hablan, que no cuentan qué hicieron con todas esas personas que hoy faltan, todo esto no es pasado, sino presente.”

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